Ser maestro, parafraseando a Marta Mata (una maestra y pedagoga catalana, fundadora de la famosa Escola d’Estiu, Escuela de Verano, en aquellos años en que los docentes creíamos poder cambiar nuestro país a través de la Enseñanza y de la Educación); parafraseándola –digo-, ser maestro es ilusionarse con todo, con el vuelo de una aeronave, con el ordenador, y con las fiestas del barrio. Yo le añadiría que también es transmitir a nuestros alumnos y alumnas ese ardor por la ilusión de aprender, de aprender cosas nuevas, de aprender y aprender, cada vez más.
Es cierto que hay docentes, y he conocido muchísimos es estos 5 sexenios que acabo de cumplir como maestro, que puede que no sepan de qué ardor le estoy hablando a Vd. Son funcionarios de carrera, o “aspirantes a”, antes que enamorados de su profesión.
No, yo le estoy hablando a Vd. a la inmensa mayoría de mis colegas y compañeros, que sí que saben de qué hablo. Saben que ser maestro es no matar la curiosidad innata del ser humano, no contribuir a ello e incluso luchar porque eso no ocurra. Saben también que a veces se siente uno solo o sola, predicando en el desierto, sin apoyo de las administraciones, ni de los propios centros, ni de las familias, ni, por supuesto, de los alumnos. Y seguimos tirando del carro, de un carro enormemente pesado para espaldas tan débiles y solitarias, sin saber (o sabiéndolo) que ser maestro es un acto de amor. No, no se ría Vd. No es una visión romántica y decimonónica del que pasaba “más hambre que un maestro de escuela”. Es la antigua, la nueva y eterna visión humana del que piensa “si no lo hago yo, ¿quién lo va a hacer por estas criaturas abandonadas hasta de sus padres?”
¿Se ha preguntado Vd. alguna vez por qué razón se habla tanto de profesores quemados y no de vendedores quemados, de albañiles quemados, de enfermeros quemados, pongamos por caso?
¿Qué tenemos -si es que lo tenemos- de especial los docentes, para que se hable tanto de su quemazón?, ¿o debería decir quemadura?
No se me ocurre otra cosa que lo dicho anteriormente. Que hay –o debe haberla- una componente altamente significativa en el currículo del docente. Llámelo como quiera: abnegación, actitud de servicio… Yo, como cristiano, lo llamo Amor, amor por nuestros semejantes, aunque posiblemente no lo merezcan. De ese Amor le hablo.
Le cuento a Vd. todo esto, no porque me guste especialmente hablar de mi profesión, aunque, sin la cual, mi propia vida me sería incomprensible; sino porque en estos últimas semanas ha saltado a la palestra mediática una serie de noticias sobre agresiones a profesores y maestros, como si fuese una cosa nueva. Es verdad que la virulencia va en aumento, pero los que ya somos un tanto viejos en la profesión, sabemos que no es nuevo el que una madre despechada le abra la cabeza con el portalápices a la directora que no accede a lo que ella quiere para su niña o su niño. Pero me temo, que en cuanto hayan pasado las elecciones sindicales de este mes, volveremos a ser transparentes a la Sociedad.
La Junta de Andalucía, gobierno autonómico de la región en la que nací, y en la que vivo y trabajo, ha elevado las agresiones al profesorado a la categoría de delito, cuando hasta ahora sólo era calificada de falta. Eso está bien, pero me temo que el número de agresiones será el que tenga que ser a pesar de ello, del mismo modo que la pena de muerte, en los países en que existe, no ha acabado ni reducido el número de asesinatos.
Lo que me preocupa es que, debido al abandono que la Sociedad ha ido produciendo en los últimos años sobre la Educación y la Enseñanza, se reduzca cada vez más el tiempo que un docente necesita para llegar a estar quemado.
Mire Vd., no considero que yo esté quemado. Debo ser incombustible, después de tantos años de docencia, pero, claro, es que a mi nunca me ha agredido un padre, ni siquiera un alumno me ha faltado al respeto gravemente (a pesar de haber estado siempre enseñando a los hoy “temibles” chicos de la E.S.O.), ni ninguna de esas cosas que sí que he visto hacerles a otros compañeros y compañeras. Lo que quiero decirle a Vd. es que he tenido una inmensa suerte, o quizá el Señor, me haya guardado hasta cuando no Le conocía. No es en absoluto mérito personal. Si dijera que lo es, sería tremendamente injusto con compañeros míos, mejores maestros que yo, y que han estado a punto de perder la visión de un ojo, o tienen la cicatriz de una brecha en la frente, producida todo ello en el cumplimiento de su deber.
Lo cierto es que no sé cómo hubiera reaccionado yo en tales casos. Ellos, desde luego, pues son personas que conozco, reaccionaron como héroes del silencio, perdonando y no quemándose por ello.
¿A dónde quiero llegar? Pues quiero llegar a romper una lanza de reconocimiento por esta profesión y por su gente. Por aquellos y aquellas que han caído en la batalla, y ya están quemados, pero que un día no lo estuvieron; y también, ¿cómo no?, por los que aún no lo estamos, y vamos cada lunes a nuestras aulas a enfrentarnos con el enemigo del desánimo, del cansancio, del hastío, de las depresiones, de la incomprensión, del mal salario, del mal trato, de la falta de reconocimiento, del dolor de garganta… Podría seguir, pero ¿para qué?
Prefiero acabar este escrito con un sentimiento, que al menos a mí, me ha llevado durante tanto tiempo, y aún hoy me lleva, a vencer todo lo anterior. Es un sentimiento sin nombre, no sé como llamarlo, si Vd. sabe nombrarlo, dígamelo. Se trata de lo que sientes al ver los ojos de un niño, o de una niña, justo en el instante que has hecho que comprenda algo que antes no comprendía, y dice ¡Aaaah! En ese momento me considero pagado. Y más aún, porque me dan ocasión ser como ellos, curioso, interesado por lo nuevo, inocente, humilde… Y Vd. y yo sabemos lo que se consigue siendo así.
“…porque el reino de Dios es de los que son como ellos” (Marcos 10:14)
Hasta la semana que viene.
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