El viento de la derrota se acercó esta mañana, cuando no sabía qué hacer tras el abandono del extraño viajante. No me ofendió que lo hiciera, sin embargo. La perspectiva se presentaba difícil, y he pasado gran parte del día paseando por la orilla gélida. Casi no me atrevía a quitarme el abrigo, relativamente grueso para este lugar, y me he topado con una escena impactante: en un recodo de la playa, he visto una columna consistente de vapor, que hacía un tremendo rumor. Al acercarme, en un agujero en el suelo, unos lugareños disfrutaban de un baño de vapor. Chapoteaban ruidosamente, y gastaban bromas continuas, ajenos a la intemperie. He sentido escalofrío, y la visión me ha perturbado. Descubrir tantas cosas nuevas incesantemente puede marear incluso a la persona más ansiosa de aventuras.
Tanto sol, tanta luz reflejada en el blanco predominante, me desconcierta. He vagabundeado como nunca. Quizá debería dirigirme a la capital, pero ¿cómo? La sombra de la derrota amenaza, alargándose por el sol perenne, que además no llega a calentar del todo.
Al volver al sitio donde una vez hubo una avioneta con un ser raro que me dio plantón, he vuelto a sentir una pizca de soledad. De la cual he podido salir con el eco de un trineo y unas pisadas cortas, atropelladas, y feroces. Al darme la vuelta, veo un punto que se acerca y se va definiendo. Tras unos instantes, aparece la idea que me sacaría del atasco. Quince perros, poderosos e imponentes, tiran de un trineo en el que un abrigo se desplaza en mi dirección. Ese abrigo contenía a un hombre. Al pasar junto a mi lado izquierdo, el abrigo (azul y blanco) levanta el brazo y exclama: “¡Hoooom!” O eso parece que dice.
El abrigo muestra su interior más nítidamente: un joven, de mi edad, con ojos grises y cavernosos. Se frota las mejillas y entonces baja el brazo. Me empieza a hablar, y cuando ve la cara de saldo que le presento, sonríe y dice:
¿Ingléssss? – arrastrando los fonemas.
Sí – tratando de hablar lo más claramente que puedo.
Se apea del trineo y se sienta en un bloque compacto de hielo. Mire adonde mire, hay bloques como ese donde sentarse. Parece que va a hablar, y se levanta, dirigiéndose a acariciar el pelo fuerte de sus perros. Saca de la parte trasera del trineo un trozo de carne, lo trocea con profesionalidad, y reparte la carne equitativamente. “¿Frío?”, pregunto, para pasar la incomodidad. Él niega con la cabeza y me hace saber que estos son malos tiempos, que hace calor. Nos caemos bien, y no hace falta hablar demasiado explícitamente. Sus ojos parecen no variar jamás. Afirma que está cansado, y yo vuelvo a sincerarme. Es raro contar cosas importantes a quien apenas conoces; hoy es necesario, sobre todo porque lo que me ocurre es importante. Y casi sin dejarme terminar, suelta: “¡No se hable más, Avigiaq le lleva a Nuuk!” Y ríe con todo su corazón. Me presento y estrechamos las manos. Subimos al trineo, y al chasquido del látigo de piel de foca, contra la nada aparente, los perros se ponen en camino, mientras se relamen aún por la carne. Y a cada rato, grita “¡Huughuaq, huughuaq!”, o “¡Atsuk!”. Todos son palabras de dos sílabas, cortantes y ronroneantes como el crepitar de las cuchillas sobre el hielo. Aún no sé dónde me estoy metiendo con esta aventura de ir hacia la otra punta de la isla, que según Avigiaq requerirá un par de días de suave lucha contra los elementos. Pasamos primero a por mi mochila que contiene parte del dinero (con el resto tuve la precaución de ingresarlo en un banco al salir de Newport), así como algo de ropa.
De vez en cuando suelta quejas sobre el hielo, demasiado duro pero poco compacto. Me cuenta que el tiempo y la vida están cambiando sin compasión, que tres años atrás unos individuos vinieron para decir que cada año se descongelan los icebergs, como un 1.1%. Y que tras ese estudio, se fueron para no volver más. Estarán ocupados, suponemos. Avigiaq habla brevemente, pero con una extraordinaria lucidez.
Los perros jadean, y saben hacia dónde nos encaminamos. Nedham parece estar más cerca, pero avanzo lentamente. Mejor no pensar demasiado en ello. La aventura más inmediata son estos mil kilómetros que nos esperan hasta Nuuk. Me agito inquieto, expectante, desbordado por la belleza extendida a nuestro alrededor, y a veces temblando de duda e impaciencia.
Mientras, cambia un poco el sol de posición, y nos encontramos con un refugio, en el que reposamos. Un diminuto punto de agarre en la inmensidad de Groenlandia. ¿Cómo puede cambiar tanto el itinerario, y complicarse tanto?
Soy nada, entre lo blanco, entre la luz, guiado por quince perros y un nuevo personaje en esta odisea. Sé que tras esto nunca más seré el mismo.
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