Vamos a Islandia, y aunque es verano, refresca. La brisa es penetrante, escarba en el interior de uno. Y la soledad, también. Mañana se acaba este viaje por las aguas y por fin pondré el pie en el suelo. Cesará el bamboleo; podré caminar recto; estaré seguro. Espero no acabar como Sísifo, al que cada cuesta parece sencilla y superable, y su empecinamiento le hace caer y volver a empezar. Deseo no dejarme vencer por el vértigo imposible.
- Son bonitas, ¿verdad? – dice el tripulante.
- ¿Cómo? – saliendo de una oración.
- Las medusas – señala la superficie estaño de las aguas. Un cúmulo de medusas se abre, dejando paso a la cáscara de nuez en la que estamos posados.
- Sí - <>, pienso.
- De pequeño me picaron tres. A la vez.
- ¿Le dolió? – me intereso. Me resulta curioso que alguien se sincere así.
- Mucho. El dolor cruzó raudo por mi espalda. Pero sólo durante unos momentos – se gira un poco hacia mi y alza la mano, a la espera de que la estrechara. Tiene rostro de mar, cabello de algas, y ojos grises.
- Encantado.
- Aprieta fuerte la mano. Eso está bien.
- ¿Qué hace en el barco?
- Ah… me encargo de uno de los dos radares.
- ¿En serio? Siempre me he preguntado para qué sirven.
- Además de para hacerse una idea de dónde estamos, y jugar al ajedrez por radio… creo que para nada más.
Y nos sonreímos. Entonces me cae bien y le cuento toda mi historia. No sé por qué lo he hecho. Le he hablado de la extraña historia del maletín, y me sorprendo de que justo en ese momento adivino la razón de por qué viajaba realmente. No huía, o sí. Pero no por el incidente en Dublín, sino porque la búsqueda de la ciudad llamada Nedham me motivó a desaparecer de mi pequeño mundo-Newport. También relato mi paso por la capital irlandesa, y algunas de mis inquietudes. Me guardo lo del dinero, porque desde pequeño me enseñaron a no dar demasiados detalles, sobre todo si se trataba de los desconocidos.
- Es una oportunidad. Usted viaja hacia una oportunidad. Las oportunidades no se las inventa uno.
- Supongo que tiene razón.
- No, hágame caso… ¿sabe por qué este barco se llama Shackleton, y no viajamos hacia la Antártida?
- Fue un héroe irlandés… bueno, eso me enseñaron en la escuela.
- Con sólo 26 años, y ya era un capitán… pudo lograr muchas cosas, pero decidió viajar a la Antártida. Se quedó cerca. Nueve años después, tuvo otra oportunidad, y se quedó a sólo 93 millas de su meta: conquistar el Polo. No pensaba en otra cosa. Comía hielo de tantas ganas que tenía. No fue el primero. Un tal Admunsen y luego Scott se le adelantaron. No obstante, ninguno pudo regresar vivo para contarlo. Murieron congelados.
- Vaya…
- 8 de agosto de 1914, un día como hoy. Él y una tripulación, conscientes de las condiciones del viaje que les espera, se montan en el Endurace, rumbo a su destino. Salieron de Plymouth en verano, porque creían que sería más fácil atravesar las aguas.
- Se equivocaron.
- Exacto. El deshielo convirtió al mar en tenazas. El barco, de madera de roble, dio sentido a la idea de un navío como una cáscara de nuez. Los trozos de hielo fueron cuchillas y atraparon al navío, cuando parecía que estaban más cerca de lo que pensaban. Diez meses pasaron en el hielo, llegando a comerse la carne de los perros para sobrevivir. De pronto, pudieron abrirse paso por los bloques. Estaban cerca, pero cometieron sobre todo un gran error: arrojar por la borda cosas que consideraban inservibles, como si de un globo que perdiera altura se tratase.
- Perdieron la razón – me subyugo por la historia.
- Sí. Y el sentido de la realidad. Entre un puñado de libras y una pitillera, Shackleton arrancó unas páginas de su Biblia y tiró el resto al agua gélida.
- ¿Qué texto? – pregunto cada vez más atrapado. Él suspira, mirando a las nubes.
- "¿De la matriz de quién nació el cielo? Las aguas se endurecen a manera de piedra, ¿y la blanca escarcha del Cielo, quién la ha engendrado? Y la faz del piélago está congelada". Desde que se hundió el Libro en el mar, lo siguiente fue la soledad, el alcohol, la amargura, el frío.
- El dolor.
- La carne de perro y de gato – se me revuelven las tripas ligeramente, pero creo que es por el movimiento, no por el menú de Shackleton.
- ¿Y qué ocurrió al final? – trago – ¿Alcanzaron su meta?
- Por supuesto, aunque, ¿a cambio de qué? El resto está en los libros. Shackleton pensaba que las oportunidades no caen encima y se aprovechan, sino que cada cual las crea. Yo creo que en cuanto se creyó esto, se obligó a equivocarse.
- ¿Y por qué ponerle el nombre de Shackleton al barco?
- Shackleton significa que va a refrescar – se rasca la garganta y mira a algún punto que yo no veo. Luego me mira por última vez –. Debería abrigarse – me señala, y se va, con la misma discreción con que apareció un rato antes, sólo que ahora silba trémulamente. Miro la hora y aprecio un instante de viento. Es cierto que debo abrigarme.
El azul del atardecer cobrizo ya da paso al azul marino. El hielo se halla cerca. Ya puedo olerlo, mezclado con la tierra firme.
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