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El perdón sana heridas atroces

Hoy concluiremos con la tercera letra del acróstico que nos está ocupando en estas semanas, la P de Perdonar:
FAMILIA AUTOR José Luis Navajo 28 DE OCTUBRE DE 2006 22:00 h

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  • Cuando hablamos de perdonar, no debemos olvidar que el perdón debe fluir desde todos y hacia todos: Del esposo hacia la esposa y viceversa, de los padres hacia los hijos y también de los hijos hacia los padres. Sí, los hijos tendrán que perdonar a los padres, porque cometemos errores, y errores a veces atroces. Como el que sufrió aquella muchacha a la que vi llorar a mares.

    Se acercó durante el desarrollo de un congreso y me abrió su corazón. Al observarlo descubrí la vaciedad más grande que jamás había visto, y también la desolación más absoluta. ¿Cómo no sentirse vacía y desolada si había sido rechazada y abandonada por su propia madre?

    Dios la ministró y la sanó, demostrando una vez más que Él es un experto en crear obras de arte donde antes había ruinas. Pero para ello esta muchacha tuvo que perdonar a quien más la había herido, su madre. Después de ver ese milagro no pude evitar escribir esta “Carta a un corazón helado”.

    “Querida amiga:

    Sobre este banco de piedra disfruto, casi con avaricia, de los rayos del sol que por fin decidieron escurrirse por una mínima fisura del encapotado cielo. Tengo mis ojos cerrados, mientras percibo como el templado abrazo desentumece mis sentidos, un poco agarrotados por el frío de este otoño triste.

    Ha sido en ese momento cuando tu risa cristalina, - una vibrante carcajada que liberaste al conversar con tus amigas – ha llegado hasta mí. Lo hizo convertida en un vigorizante manto que definitivamente me ha reconfortado.

    Sí, apreciada muchacha, tu felicidad me ha contagiado como lo hiciera poco antes tu desdicha.

    Todavía con mis ojos cerrados recuerdo el momento tan distinto que vivimos horas atrás... No reías entonces, sino que llorabas a mares.

    Este fin de semana de retiro espiritual está resultando importante para todos.

    El glorioso milagro de la presencia de Dios ha originado momentos tan sublimes que nos tomará mucho tiempo asimilarlos. ¿Recuerdas esta mañana, cuando decenas de jóvenes se aproximaban al altar rindiendo su vida a Dios? Por un momento creí estar en la antesala del cielo y esa certeza crecía ante la imagen de aquellas vidas arrodilladas, algunas completamente postradas, ofreciendo al Señor la suprema adoración de su entrega.

    Era una atmósfera tan dulce y sagrada que yo creí haber sido transportado a las cámaras más excelsas de nuestra morada celeste.

    Entonces apareciste tú para corregir mi percepción. No podía estar en el cielo porque allí no se vierten lágrimas amargas, como las que fluían de tus ojos y surcaban tus mejillas.

    Casi me arrancaste de los brazos de aquél con quien oraba para rogarme que lo hiciera por ti.

    Te pedí que descifraras la desesperación que deformaba tu rostro y mientras lo hacías casi se deforma el mío.

    Un relato tan crudo terminó de convencerme de que aún estábamos lejos del cielo y que la tierra puede tornarse en un valle de desdicha.

    Aún me estremezco al evocar tu narración:

    Eras apenas una tímida florecilla que, anhelante de mimos y cuidados, comenzaba a abrirse en el jardín del hogar, cuando viste, horrorizada, que la flor más importante –tu madre- decidía abandonarlo.

    Tus palabras fueron para mí disparos al corazón. Un escalofrío surcó mi espalda cuando describiste el ruego desesperado con que pedías a tu madre que no se fuera. Pude ver tus pequeños bracitos envolviendo sus piernas, tu cabecita levantada y tus ojos azules como dos mares que se desbordaban, mirándola con fijeza, mientras tu vocecita desgarrada suplicaba “No te vayas, mami”.

    Las manos de tu madre no soltaron las maletas para corresponder a tu abrazo. Ni para agarrar las tuyas. Ella salió dejando vacío el hogar y también tu corazón.

    Son marcas grotescas que quedan impresas de forma perenne en el cemento fresco de un alma infantil. Es mentira que el tiempo borre esos recuerdos; como mucho los posa. Se hace tolerable el vivir con ellos hasta que la primera tormenta agita las aguas del alma y revuelve la basura del fondo y levanta los sedimentos enturbiando la pecera de nuestra vida. Pero a veces el tiempo infecta esas heridas que no fueron curadas, y la llaga se extiende arruinando la vida.

    En tu relato disculpaste a tu madre al explicar que ella tan sólo proyectó en ti lo que había vivido en su infancia, cuando fue abandonada y tuvo que crecer sin el abrazo materno. El desamparo que ella sufrió desembocó en tu propio desamparo.

    Yo me sobrecogí ante el siniestro ciclo repetido. Me estremecí al ver las consecuencias tan crueles. Decididamente la infancia se proyecta en la madurez y los momentos vividos determinan, en muchas ocasiones, los momentos que viviremos.

    Sin apenas darnos cuenta pisamos sobre las huellas que dejaron nuestros padres, permitiendo que nuestro pasado controle nuestro presente

    Tan vital ausencia marcó tu vida. Muchos años han pasado desde que tu madre cambiara de hogar pero el tiempo no logra llenar ausencias tan contundentes.

    Me hablaste luego de tu padre, de cómo acusa la ausencia de tu madre, de aquella ocasión en que te dijo “Cómo me gustaría que tu madre estuviera acompañándonos mientras servimos a Dios”. Te mordiste los labios para no llorar; no querías, con tu llanto, incrementar su pesada carga. Nunca lloras delante de él, pero luego siempre lloras... en la soledad de tu habitación llenas tu vacío de lágrimas. Y ahora llenas también, con el rumor de un sollozo, el charco de silencio que se ha creado entre los dos.

    Retomaste tu relato volviendo a tu madre... a su infancia... me comentaste como ella no pudo superar esa incomprensible orfandad e intentó quitarse la vida... entonces hiciste una pausa y tus ojos se clavaron en los míos.

    Tu llanto se tornó en gemido al confesar “El mes pasado yo también intenté quitarme la vida”. Una nueva pausa... un nuevo gemido... “Utilicé el mismo método que ella: Me empastillé”. Más tarde me explicarías que ese término, acuñado por la generación del éxtasis, se refiere a una desorbitada ingestión de pastillas que bloquea el sistema nervioso y paraliza el corazón.

    Nada más ingerir las diecisiete pastillas comenzó a embargarte el terror ante la perspectiva de una eternidad lejos de Dios. “El suicidio es un pecado”, me decías. Entonces aterrorizada llamaste a tus tíos. Los dolores te hacían encogerte de camino al hospital.

    Dios te dio la opción de seguir viviendo... y ahora también la opción de sentirte perdonada.

    La confesión condujo a tu alma hacia prados de reposo, pero aún con lágrimas relatabas tu horror ante las trágicas coincidencias en los guiones que relataban tu vida y la de tu madre.

    No quieres formar un hogar porque te embarga la seguridad de que abandonarás a tu marido, tal y como hizo tu abuela... tal y como tu madre hizo luego con vosotros...

    El relato me abrumó y tus lágrimas casi me ahogaron. Percibí como una losa mi limitada capacidad para ayudarte.

    Finalmente tomé tu carga y mi impotencia y juntos acudimos a Aquél cuyas manos son expertas en sanar las heridas más profundas. Aquél que con el milagro de Su Presencia cubre y llena toda ausencia. En sus brazos te sentiste acunada... perdonada... liberada...

    Después del sublime encuentro tus ojos eran dos lagos de aguas reposadas que reflejaban la quietud de tu alma; dos pedazos de cielo donde las nubes se habían disipado y el sol de la vida volvía a brillar. Caminaste hacia la puerta para marcharte, luego, por un instante te detuviste y en un susurro me dijiste. “¿Sabes, José Luis? Perdono a mi madre” La luz de tu mirada formó un precioso arco iris en la humedad de tus ojos. Pronto dejé de verlo, mis lágrimas me lo impidieron.

    Cuando te marchaste quedé en la habitación meditando en el milagro del amor de Dios. Ni siquiera escuché la puerta al abrirse... ni reparé en la presencia de mi hija hasta que su dulce voz me sacó de mi meditación: “Hola, papi”

    Ni pude ni quise refrenar mi impulso de abrazarla, besarla, pedirla perdón y decirla cuánto la amo.

    Ella me miró extrañada mientras la decía: “Nada ni nadie podrá romper nuestro hogar”.

    Su sonrisa y perplejidad se reflejaron en las lágrimas que resbalaban por mis mejillas.”



    Artículos anteriores de esta serie:
     1El ministerio de la atención 
     2De oir a escuchar 
     3El perdón, camino a la liberación 
     

     


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