Pero es bien cierto que las sociedades modernas occidentales de las últimas décadas, y la nuestra muy en especial, viven mucho en lo que podríamos llamar un “presente continuo y fugaz”, donde no hay lugar apenas para proyectar el futuro, ni mucho menos para valorar el pasado. Y, sin embargo, es en el futuro y en el pasado donde viven/vivimos/viviremos los viejos, o sea todos. En este tipo de presente virtual, que hemos construido, vivir, lo que es vivir no vive casi nadie, y mucho menos los viejos. ¿No cree Vd.?
¿Qué por qué le cuento esto? Verá. Hace unos años que vengo colaborando, como profesor ocasional, con la Universidad de Almería, en su programa para Personas Mayores, titulado sabiamente “Ciencia y Experiencia”, y este acercamiento a las personas mayores, entre los 55 y los más de 80 años, me ha dado una óptica muy especial sobre el tema.
¿Qué sobre qué tema? Pues, mire Vd., sobre el que trataba Serrat en una de sus canciones, cuando decía que deberíamos pesar más en que todos llevamos “un viejo encima”.
¡Nuestros viejos pueden enriquecernos y enseñarnos tanto! Si fuéramos más humildes, si los escucháramos más, si tuviéramos más en cuenta a la hora de decidir qué es lo que necesitan. Parafraseando a Napoleón, podríamos decir, que hoy hay una tendencia muy asumida hacia lo de hacer “todo para los viejos, pero sin los viejos”.
Los políticos hablan de “envejecimiento activo”, de reconocimiento de derechos, de cifras económicas, etc. Pero -¿sabe Vd. qué es lo que nuestros viejos quieren? ¿Por qué no les preguntamos a ellos? Yo lo hago en mis clases, ¿sabe? Y, en ocasiones, cuando yo había comenzado a hablarles de la Información y su importancia en el mundo de hoy, ellos mismos me llevaban a que les hablara, perdón, a que habláramos, sobre las diferencias entre “Datos, Información, Conocimiento, Sabiduría”. Y ¿sabe? Era yo el que aprendía, quizá más que ellos.
En Andalucía –cito estos datos por serme más próximos- hay cerca de 1.200.000 personas de más de 65 años. Son un sector de población que, en una gran mayoría, tuvieron un acceso muy limitado a la Enseñanza, y, por ello, vivieron toda su vida privados de un mayor acceso a la Cultura. Miles de ellos, analfabetos, o analfabetos funcionales, han adquirido y están adquiriendo el enorme tesoro de la lectura a través de los Programas de Educación de Personas Adultas de la Consejería de Educación; y otros, carentes de una formación universitaria, llegan a la Universidad con unas ansias envidiables de aprender.
Créame Vd. si le digo que dada mi condición de maestro de ESO (Enseñanza Secundaria Obligatoria. “Obligatoria”, fíjese en ello), y de colaborador con la Universidad, algunos días, doy mis clases de Lengua y Literatura por la mañana en el Colegio a chicos de 12-14 años; y, por las tardes, les enseño los fundamentos de las Nuevas Tecnologías de la Información a unos entrañables viejos y viejas deseosos de aprenderlo todo. Y créame Vd. si le digo que jamás he visto, en mis 30 años de experiencia docente, mayores ganas de aprender que las de mis alumnos y alumnas de por la tarde.
Ellos son los verdaderos alumnos, los verdaderos estudiantes. No vienen a clase porque su formación sea “obligatoria”; tampoco vienen pensando en tener un futuro más prometedor, o un trabajo mejor remunerado, ni siquiera vienen buscando pareja. Aunque esto último sería más que justificable, dada la soledad que algunos/as reflejan en sus dignísimas y arrugadas caras. Dice la incomparable escritora Ana María Matute: “Llegar a tener esta cara me ha costado nada menos que 81 años”. ¿Podremos Vd. o yo, algún día, llegar a decir algo parecido?
Es bien cierto que la debilidad progresiva de los cuerpos y, a veces, también de las mentes, nos llevan a las personas al borde de creer que hemos dejado de serlo. Mucho más cuando los que tenemos tomado el relevo, como decía más arriba, “no tenemos tiempo” para valorar el pasado, ni intuir que nos espera ese mismo futuro.
Le diría a Vd. sólo una cosa más. Existen peligros, entre ellos, el peligro que supone la acción de determinadas personas, personajes y personajillos, que tratan a los viejos con aparente respeto, casi con ñoñez (ñoñez viene de ñoño, y ñoño del latín nonnus, anciano. Pero aquí la uso con su otro significado: “corto de ingenio”). Son ñoños, o algo peor, los que no los llaman viejos, sino “personas de la tercera edad”, para no ofenderlos. Pero, en cambio, los exhiben en programas de televisión como si fuesen marionetas, mostrando de su falta de culturilla formal, su rústica forma de expresarse, o haciéndoles creer que de nuevo tienen 20 años,… En fin, creo que Vd. sabe a qué tipo de programas me refiero.
Tampoco sería justo acabar esta reflexión sin mencionar a las personas que hacen justamente lo contrario, es decir, que deciden dedicarse en cuerpo y alma a los viejos. Conozco casos como el de los hermanos José María y Pilar, que, hace unos años dejaron su trabajo, y sin más medios que sus brazos para trabajar; su corazón, para amar y su fe en la provisión del Señor, comenzaron una obra enfocada en la atención a los ancianos de Sevilla. Crearon el ministerio llamado Doukonía*, que hoy es una ONG reconocida como Entidad de Carácter Social por la Junta de Andalucía, y en la que colaboran decenas de voluntarios. O la propia Misión Evangélica Urbana, o tantas otras.
Yo les digo “que el Señor os bendiga”. ¿Y Vd. qué dice? Piense en ello. Hasta la semana que viene, si Dios quiere.
(*) Doukonía: http://www.doukonia.org
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