Mi niña pequeña:
La mañana muestra su aspecto más sombrío y amenaza lluvia. He querido saludar al amanecer abriendo la ventana pero afuera reina el frío con una indiscutible tiranía y he optado por protegerme tras los cristales.
Es uno de esos días en que el calor del hogar resulta un deleite, y el abrazo de las zapatillas en los pies desnudos es un placer. El cielo se asemeja a una lámina de estaño; un pájaro solitario se ha atrevido a desafiar al frío en su intrépido vuelo pero rápidamente ha desistido resguardándose en un tejado. Ni un solo resquicio aparece entre las nubes, ni un rayo de sol atenúa la inhóspita atmósfera de invierno.
Pegué mi nariz al cristal y con mis manos en los bolsillos de la bata, creo que reflexionaba.
En ese momento ocurrió: tus bracitos me rodearon desde atrás. Te alzaste sobre la punta de tus pies para envolverme a la altura de la cintura y apretar tu carita contra mi espalda. Me giré en el momento justo en que brincando te suspendiste en el aire, con la absoluta seguridad de que yo no te dejaría retornar al suelo, sino que, como hice, te recogería en mis brazos. Te abrazaste entonces a mi cuello y tus piernas envolvieron mi cuerpo, luego con una mano aproximaste mi cara hasta que se pegó a la tuya y comenzaste a susurrarme en ese idioma mágico que sólo tú y yo entendemos. ¡Qué dulce lenguaje! Transformas el término “papi” alargándolo con expresiones incomprensibles pero indeciblemente cariñosas. Me mueves a alterar mi vocabulario reduciendo todas las expresiones a su diminutivo y haciéndome revivir mi niñez en la tuya.
Mi mejilla seguía pegada a la tuya, y mis ojos estaban cerrados, mientras meditaba. Mi pequeña hija, Dios me ha dado enormes bendiciones contenidas en ti, no sólo la sensación de que por fin hice algo irreversible, pues ya siempre seré padre, sino algo mucho más valioso: la certidumbre de que este complicado papel no lo desempeño a solas. Cuando el oficio se me antoje difícil e inabarcable, Él tomará el control y ejercerá la paternidad, pues, antes que yo, Él es tu padre.
Pero al sostenerte hoy en vilo percibí que pesabas mucho... la realidad de tu volumen y longitud obró como un alfiler que, clavándose en mi pecho, hurgó muy cerca de mi corazón. Entiéndeme, no me incomoda soportar tu peso, pero ese exceso de carga ha sido el anuncio de que pronto dejarás de saltar, y de abrazarte a mi cuello y de envolverme con tus piernas... que pronto pasará este tiempo de tener el salón de la casa hecho un desastre, sembrado de juguetes repartidos en perfecto desorden; que pasarán esos días de fiebre y esas toses nocturnas desde las que nos miras pidiendo ayuda y perdón por el escándalo.
Que pasará tu niñez... y con ella pasará nuestra vida.
Querida Miriam ¡Cómo quisiera interrumpir el curso natural del crecimiento y perpetuarte en la edad que ahora ostentas! ¡Cuánto anhelo prolongar hasta el infinito esta relación de niña a padre-niño que nos une! ¡Ojalá pudiéramos siempre jugar a peleas revolcándonos por el suelo, como anoche hicimos! ¿Recuerdas? Ganaste tú siempre y reías al verme vencido, luego aproximabas tu vocecita a mi oído para consolarme en mi derrota, recordándome con tu consuelo que cuando juegas conmigo no juegas contra mí.
Tu lenguaje no es sólo dulce, también es inagotable; sí, por más que fuera de tu círculo íntimo te muestres silenciosa y hermética, eres una parlanchina en grado sumo, como si adivinases ya que desde tu pubertad tendrás que empezar a medir las palabras.
Sé que es imposible, mi preciosa niña, frenar el discurrir inexorable del tiempo, pero déjame que saboree las mieles de la ilusión. No puedo perpetuar el presente pero puedo disfrutarlo. Deja que cada día tus ojos se encuentren con los míos, y oblígame a mirarte, apartando la vista de otras perlas de inferior brillo. Si hoy no jugué contigo deja que tu breve y afilada voz me lo recuerde, no me dejes acostar sin cumplir con mi más dulce asignatura. Si en este día no te hablé, acerca tu carita a la mía y que tu oído se aproxime a mi boca para decirte cuanto te quiero. Oblígame a abrazarte, porque no siempre podré hacerlo. Si mi mano hoy no te acarició, fuérzame a despojarme de las cosas que la llenan y cobija con los míos tus deditos, que no siempre serán tan pequeños como ahora, ni necesitaran tanto del abrigo de mi mano como hoy.
Mi querida niña, tú formas parte de mi mayor riqueza. Porque Dios me dio tres tesoros y quiero disfrutarlos. ¡Que hermoso privilegio el entrar al salón familiar y descubrir a mis tres valiosas perlas reunidas sobre el sillón! ¡Qué dulce regalo observarlas cuando me observan y abrazarlas cuando me abrazan! No lo merezco pero lo tengo. No lo comprendo pero lo amo...
Ha comenzado a llover, y mis ojos, casi pegados al cristal, se anegan de cortinas de lluvia... con tu pequeña carita pegada todavía a mi rostro me he dado cuenta de que tu mejilla está muy húmeda y que yo estoy llorando irrefrenablemente. No sé si puedes comprenderlo, mi querida niña, pero también es posible llorar de alegría incontenible. La alegría de sentirse amado, y de amar con todo el corazón a aquellos que te aman. Llorar y reír, sufrir y soñar, cantar y orar... pero hacerlo juntos.
Mi querida hija, al caer la tarde pelearemos de nuevo sobre la alfombra, ganarás tú, como siempre y yo yaceré vencido en el suelo, luego acercarás tu voz hasta mi oído y cerraré mis ojos para escuchar como Dios me habla con voz fina y breve, consolándome en mi derrota.
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