Fue un 24 de julio de 1981, hace veinticinco años, cuando el líder de la pujante iglesia evangélica tzotzil ya no pudo escapar de sus perseguidores. Una vez ya en Chamula
sus captores lo torturaron brutalmente, le arrancaron el cuero cabelludo, le desollaron el rostro, le extirparon un ojo, le arrancaron la lengua y la nariz. Después se lo llevaron al monte, ahí lo colgaron de un árbol. Sus hermanos evangélicos, que lo buscaban desde el primer momento que supieron de su secuestro, encontraron a Miguel Caxlán inerte, el vaivén del viento movía su cuerpo. Los diarios de la época cubrieron profusamente el hecho, que llamó la atención de los habitantes de San Cristóbal de Las Casas, la antigua capital de Chiapas que los colonizadores españoles rebautizaron en el siglo XVI, pero que los indígenas siguieron llamando Jovel.
Miguel Gómez Hernández nació en 1912, en un paraje cercano a San Juan Chamula. En la infancia, como muchos tzotziles, emprendió la larga travesía que va de Los Altos de Chiapas a la costa de la misma entidad. Supo lo que fue cambiar de su hábitat (usualmente frío, lluvioso y con neblina), al clima de calor extremo característico de la llamada región del Soconusco. Aquí trabajó en fincas cafetaleras, muchas de ellas propiedad de alemanes inmigrantes y después de sus descendientes. En su adolescencia se ganó el sobrenombre de Caxlán (mestizo) porque dejó de usar la vestimenta tradicional chamula, y en su lugar usaba pantalones como los “coletos” (habitantes
no indígenas de San Cristóbal de Las Casas.
En sus constantes viajes al Soconusco conoció a creyentes evangélicos, indígenas como él pero de otras etnias, sobre todo mames mexicanos y guatemaltecos. Ellos le predicaron con Biblia en mano, pero Miguel no comprendía bien el mensaje porque no se lo transmitieron en tzotzil, sino en algo de castellano y mucho de mam. Asistió a reuniones evangélicas, y algo se le quedó de lo escuchado allí. En 1960 conoce, en San Cristóbal, a uno de los misioneros del Instituto Lingüístico de Verano, Kenneth Jacobs (llamado por los indígenas Don Canuto), quien estaba iniciando la traducción del Nuevo Testamento al tzotzil de Chamula. Por un tiempo Miguel colaboro con el misionero, y “así conoció Las Escrituras y creyó en Cristo con todo su corazón”, cuenta un documento que circula en fotocopias y de mano en mano entre los evangélicos tzotziles de la zona.
El cambio en la vida de Miguel Caxlán fue radical, dejó de beber el embriagante
posh, tan omnipresente en la vida de los tzotziles desde su niñez y que causa altas tasas de alcoholismo en la población. Cuando viajaba de Chamula a San Cristóbal visitaba el templo presbiteriano
El Divino Redentor, donde le sorprendió ser bien recibido por los
caxlanes coletos. Es necesario recordar que hasta hace más o menos tres décadas los indígenas tenían que bajarse de las aceras cuando sobre ellas caminaba un mestizo o blanco, y de no hacerlo recibían insultos racistas y humillantes. Esa ominosa realidad fue plasmada literariamente por la escritora Rosario Castellanos, en su libro
Ciudad Real. Por lo tanto para Miguel fue muy aleccionador saberse bienvenido, reconocido y abrazado por personas que no eran indígenas y que además le llamaban hermano.
Los testimonios recogidos cuentan que el 20 de octubre de 1964 Miguel dirigió la primera reunión evangélica en uno de los parajes que componen el municipio de chamula, Vinicton. El grupo creció lenta pero firmemente. Al saber las autoridades tradicionales del tipo de reuniones encabezadas por Miguel Caxlán, reaccionaron con enojo y de inmediato advirtieron al líder que debían cesar los cultos protestantes. El documento antes citado testimonia que “A pesar de las explicaciones que dieron los evangélicos, el presidente municipal y su cabildo les ordenaron que abandonaran su fe, amenazándolos con quitarles la vida si desobedecían”
Las represalias llegaron en 1965, cuando un grupo de indígenas evangélicos fue violentamente expulsado de Chamula. Desde aquel año y hasta finales de 1993, organizaciones de los creyentes protestantes contabilizaron más de treinta mil expulsados. Los de súbito desarraigados de sus tierras y hogares se refugiaron en iglesias evangélicas de San Cristóbal de Lasa Casas. Tras arduas negociaciones, a veces las autoridades tradicionales permitían el retorno de algunos expulsados, pero se mostraban implacables con los líderes, particularmente con el hermano Miguel, sobre quien cayó la sentencia de no regresar a Chamula, so pena de perder la vida. Miguel se las arregló para visitar a los creyentes, lo hacía en las noches, al amparo de la oscuridad, y con la protección de los hermanos y hermanas en la fe.
En 1977 la situación alcanzó tal dimensión, que Miguel y otros líderes indígenas, junto con la solidaridad de misioneros nacionales y extranjeros, tuvieron que movilizarse para encontrar un lugar donde definitivamente se instalaran las familias refugiadas en templos y terrenos que no cubrían las condiciones para vivir de forma estable. Encontraron un terreno de cuatro hectáreas en la salida norte de San Cristóbal, con mucho esfuerzo de 185 familias expulsadas se juntó el dinero para comprar la propiedad, a la que nombraron La Nueva Esperanza. Esta fue la primera colonia fundada por los evangélicos chamulas. La segunda, Betania, vio la luz en 1981 y la conformaron expulsados que no querían estar tan cerca de la ciudad coleta, por lo que eligieron asentarse en un valle localizado en el municipio de Teopisca, como a 30-45 minutos de San Cristóbal por carretera.
Por su papel de líder, pastor y defensor de los evangélicos indígenas, Miguel Caxlán padeció muchos ataques por parte de los chamulas tradicionalistas. Él denunció esas acciones ante las autoridades estatales y federales cuyas sedes estaban en San Cristóbal.
Las denuncias de la violencia sufrida por él y los miles de creyentes chamulas, fueron una y otra vez desestimadas, lo que fortaleció a sus perseguidores ya que se sabían impunes. La historia de las persecuciones, y el correspondiente desinterés cómplice de las autoridades mestizas y blancas por tantas décadas, debe ser contada escrupulosa y detalladamente. Los evangélicos tzotziles así lo consideran, y por esta razón nombraron a una comisión para que documente minuciosamente esa historia. Las autoridades permitieron la barbarie porque en la práctica consideraron que los creyentes evangélicos carecían de derechos humanos, o por su apatía que explicaba todo como “cosas de indios” en las que es mejor no meterse.
Así como el líder martirizado se ganó el sobrenombre de Caxlán por la razón que ya mencionamos, es necesario anotar que con más méritos se hizo de un título que le fue reconocido por los creyentes a los que pastoreó y defendió. Ellos, desde los primeros años de su ministerio lo comenzaron a llamar respetuosamente, en tzotzil,
Jmol Miquel, anciano Miguel. Con amor y paciencia consolaba y daba palabras de esperanza a los tan cruelmente perseguidos. Hoy quedan algunos ancianos que lo conocieron y fueron ministrados por él, cuando uno les escucha hablar de quien fuera su líder no tardan en acompañar a sus palabras las lágrimas, pero son lágrimas de agradecimiento y gozo porque, como dicen ellos y ellas, la Iglesia sufriente salió victoriosa.
Hasta en su muerte Miguel dio testimonio de Aquel en quien creyó y siguió sin reservas. La prensa de San Cristóbal de aquellos días reportó un hecho inusual, el caminar de un cortejo fúnebre nunca antes visto por las calles de la orgullosa ciudad: “La noticia del asesinato de
Jmol Miquel impactó a la Iglesia evangélica y a la comunidad coleta, los medios de comunicación hablaban del salvajismo con que se había cometido el asesinato y se unieron al clamor de justicia.
El día del sepelio, el cortejo causó asombro a la gente porque se calcula que más de 5 mil personas acompañaron el féretro. A pesar de todo lo sucedido, el autor de intelectual del asesinato, el cacique Javier López, no fue detenido y quedó impune. Las iglesias evangélicas de la ciudad, de diferentes denominaciones, se unieron en el dolor por la pérdida de un siervo de Dios distinguido por su fe, su lucha incansable y su valor”.
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