Supo que había un sol aunque no le viera y un Dios aunque callara.
Quien pierde dinero, pierde mucho.
Quien pierde un amigo, pierde más.
Quien pierde la fe lo pierde todo.
Pero quien habiéndolo perdido todo mantiene aún la fe… esa persona conserva un tesoro.
Y yo tengo en ella un tesoro, porque esa mujer es… mi madre.
CARTA A UNA MUJER DE FE
Querida mamá:
Hemos tomado unos días de descanso y con las niñas nos hemos acercado al mar. Ya sabes que la simple visión de esa inmensa extensión de agua me relaja y me inspira y de qué manera lo agradece mi espalda. Siento que mis huesos lo disfrutan y es una terapia sanadora.
Esta mañana dejé a la familia durmiendo y he salido temprano a pasear por la playa. Es un momento íntimo en que me desconecto de todo para conectarme con Dios. Me encanta sentir la arena en mis pies descalzos e inspirar profundamente el húmedo olor de la orilla. Así me paso las horas, contemplando la creación mientras adoro al Creador.
Pero aunque he salido yo sólo a caminar, no estoy recorriendo el camino a solas, lo hago contigo. Desde que desperté esta mañana ocupaste mi pensamiento y ahora estás presente en cada instante del paseo.
Es una mañana de recuerdos frente al mar y mientras hago memoria, sin ser consciente, he sonreído varias veces y también sin darme cuenta he llorado. Y es que me siento feliz al pensar en ti y estoy, además, agradecido.
He mirado al mar y tu imagen, mamá, parece mecerse en el agua y sonreírme. El rumor de las olas me acerca en un susurro la frase que cada día me repites: “Te quiero mucho”
¡¡Que ejemplo tan perfecto nos has dado!!
Tuviste cinco hijos a los que criaste con amor, valor y determinación.
Terminar de criar hijos y comenzar a cuidar de la abuela fue todo uno. La “yaya” estuvo en cama durante muchos años y tú, con paciencia, la lavabas, luchabas con su inapetencia para lograr que comiera, la girabas en la cama con frecuencia para que no surgieran las heridas… y todo lo hacías con infinito cariño. El corazón de la “yaya” se fue debilitando al mismo ritmo que lo hacían tus fuerzas.
Fue terrible el día en que despedimos a “la yaya”, junto a ella se fue un pedazo de nosotros, pero en medio del dolor encontramos un consuelo: “Ella está con el Señor –Nos dijimos- y ahora mamá podrá descansar”
Apenas te dio tiempo a recostarte. Los síntomas en papá eran evidentes; demasiados indicios de que algo destruía su cerebro y pronto comenzaría a destrozar nuestro corazón. El alzheimer adquirió un ritmo galopante y enseguida le convirtió en un niño... un niño delicioso y tierno, pero necesitado de cuidados y atenciones. Sí, mamá, aquella enfermedad maldita nos proporcionó a nosotros un nuevo hermano y a ti un nuevo hijo. Disfrutamos de él como nunca lo habíamos hecho, le abrazábamos y besábamos con una libertad que su salud nunca nos proporcionó. Pero las atenciones que necesitaba y el permanente cuidado que requería se lo proporcionaste tú. La artrosis que deformaba tus manos y atenazaba tus piernas tuvo que esperarse, porque papá te necesitaba y tu prioridad siempre ha sido amar.
Has logrado el altísimo objetivo de que tus hijos se sientan amados y eso nos aportó seguridad para mirar al futuro. Sí, has amado a los cuatro chicos y también a la niña…porque nuestra hermana siempre fue la niña. ¿Recuerdas cuando al cumplir veintitrés años ella llegó con la feliz noticia de que estaba embarazada? ¡¡Como saltaste de alegría!! No sería para ti un nieto más. Sería el nietecito que te iba a dar tu niña.
El cielo limpio del alumbramiento se vio cernido de sombra al descubrir que una muchacha sana, de veintitrés años, podía alumbrar a un niño con Síndrome de Down. El mazazo fue terrible, claro que entonces no sospechábamos que un niño con esa alteración en sus cromosomas era realmente un ángel.
Pero nuestra hermana no se dejó bloquear por el temor y decidió dar un hermanito al pequeño Christian. Un hermanito que le ayudaría en su peculiar circunstancia. Por supuesto que antes de intentarlo se informó de las posibilidades de que el nuevo bebé llegara con las mismas dificultades que el primero. “Es absolutamente improbable que tengas otro niño con Síndrome –La dijeron-. Las posibilidades son mínimas.”
Pero esas mínimas posibilidades se dieron… y el segundo bebé nació también con Síndrome de Down. Cuando estuvimos seguros de que ese episodio no era un mal sueño, algunos perdimos la calma, otros el apetito e incluso alguno la fe. Pero tú, mamá, te mantuviste inconmovible. Declarabas tu fe y ésta era un faro de luz, mientras alternabas tus cuidados a papá y a tus nietecitos.
El Alzheimer siguió su avance inexorable y pronto, mucho antes de lo que esperábamos … papá partió con el Señor. Se fue sin poder hablar, sin ninguna fortaleza física y sin sentido de la orientación, pero con una dosis extra de amor. Aquella habitación del hospital desde donde papá partió a la eternidad estaba llena por todos nosotros. Sí, mamá, yo sonrío y lloro al recordarlo: se fue entre besos y abrazos y caricias… dejó de respirar aquí para comenzar a hacerlo allá, donde el aire es más limpio… donde los cerebros no pueden ser destruidos… donde podrá estrechar manos sin que eso sea un síntoma de deterioro neuronal.
Nuestro corazón encajó a duras penas el golpe de su partida. Otra parte de nosotros se marchó con él… pero arañamos algo de consuelo en medio del desconsuelo: “Papá está ahora bien… y al menos mamá podrá descansar”
El diagnóstico llegó demasiado pronto y con una crudeza brutal. Tu descanso fue breve… la nieve del crudo invierno se vertió muy temprano en la primavera de tu reposo, porque el bulto que albergabas en el pecho había crecido y dolía. Un tumor maligno estaba alojado en tu seno izquierdo, muy cerca del corazón, como si el maligno, envidioso de un corazón tan rebosante de amor, quisiera destrozarlo.
Fue necesario extirpar el seno y te viste sumida en el terrible proceso de la quimioterapia. Pero mamá, una vez más nos sorprendiste. Perdiste uno de tus pechos y casi todo el cabello. Te quedaste sin fuerza y sin apetito… pero conservaste intacta la fe. “Él entra conmigo al quirófano –Nos decías-, lo hace de mi mano…” Y tú apretabas la nuestra mientras la luz de tu sonrisa nos cegaba y luego repetías: “Le siento más cerca que nunca.”
Tu fe nos contagiaba y aprendimos que cuando las raíces están bien plantadas, la tempestad no tumba el árbol. Nos demostraste que quien lo pierde casi todo, pero mantiene su fe, conserva un tesoro.
Pero no fue la fe lo único que retuviste… tu amor fue también imperturbable. A medida que tus fuerzas menguaban, tu amor crecía. Tu sonrisa, que se escurría débilmente de los labios pálidos, estaba impregnada de amor. Tus besos resultaron ser inyecciones de cariño y la manera en que nos abrazabas y sostenías un rato nuestro rostro pegado al tuyo era un bálsamo sanador. Sí, mamá, nos sanabas con tu amor mientras combatías tu enfermedad.
¡Como me emocioné al verte rodeada de tus nietecitos Síndrome de Down y constatar que ahora os cuidáis mutuamente!
¿Verdad que es hermosa esta mañana frente al mar?
Me emociono al mirar la creación… la más sublime creación de Dios cuyo rostro se mece sobre las aguas y me sonríe. “Yo también te quiero mucho… mujer de fe, mujer de amor… mamá.”
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