Algunos no se conformaban con mostrarle sus muecas de desagrado, le decían con voz resentida –
Un hijo de Israel robando a sus propios hermanos, vergüenza debería darte- Pero la vergüenza no daba dinero, pensaba Leví y él sabía que muchos de los que proclamaban su vergüenza también envidiaban su situación, su prosperidad. Leví había aprendido, con el tiempo, a esquivar las miradas violentas y a hacer oídos sordos a los reproches de sus convecinos.
La primera vez que Leví vio a aquel hombre y al notar la expectación que causaba a su paso, sintió curiosidad. –
Es Jesús, el Rabí, sí dicen que hace milagros y que su palabra es sabia. Jesús, pensaba Leví,
el hijo de un carpintero, según le habían dicho,
qué había de especial en ese hombre que pasaba a unos metros de su puesto de trabajo, rodeado por la gente del pueblo y por unos que se hacían llamar sus discípulos. Era un hombre como los demás, un judío, alguien que tarde o temprano tendría que pasar por su banco de tributos para pagar como cualquier hijo de vecino. Sin embargo, no podía evitar seguirle con la mirada, hasta que se perdía en la distancia.
Jesús pasó en numerosas ocasiones delante de su banco, creando siempre la misma expectación. Leví veía cómo el grupo de los discípulos, sin ser numeroso, crecía cada día. Él los conocía, gente sencilla, pero irreprochables israelitas.
Leví seguía siempre con la mirada el paso de Jesús, este nunca volvía su cara. Leví pensaba si en alguna ocasión Jesús se acercara a su banco, cuál sería su actitud, le miraría con el desprecio habitual de los demás o le escupiría su vergüenza a la cara. Y él, qué haría él, reírse entre dientes o llorar de rabia, porque realmente la opinión de una persona como aquel Jesús comenzaba a interesarle.
Una mañana, como cada mañana, Leví se encontraba delante del banco de los tributos públicos. Como siempre que Jesús pasaba, un revuelo de curiosos, fue creciendo a su alrededor. Cada día era mayor el tumulto y las historias que se contaban sobre ese Rabí, que se atrevía a llamar hipócritas a los propios fariseos, aumentaban el interés que Leví sentía por Jesús.
Aquella mañana Jesús pasó especialmente cerca de su puesto, cuando todo indicaba que, como siempre, pasaría de largo. Jesús se giró bruscamente, aquel gesto hizo que los que le seguían pararan en seco. Algo había llamado la atención del maestro. Guardaron silencio. Poco a poco el tumulto fue cesando. Mientras esto ocurría, Jesús, miraba en dirección al lugar de los publicanos y más concretamente miraba a Leví, éste, enseguida comprendió que en aquella mirada, que lo atravesaba y hurgaba en lo más profundo, no había reproches, no había culpas, no había resentimiento. En aquella mirada que se perpetuaba a medida que se hacía el silencio, Leví podía jurar que había amor y sólo amor. Entonces oyó la voz de Jesús. Una sola palabra.
Sígueme. Qué más podía desear él, despreciado por todos y por él mismo que oír aquella palabra.
Sígueme.
Y se levantó y le siguió.
Efesios 2: 1-2. “Él os dio vida a vosotros cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados”.
Hoy me he levantado pensando en este relato. Pienso en la mirada de Jesús, una mirada que podía descubrir vida en lo que estaba muerto, amor en lo que era odiado y que podía entregarse por completo a aquél que era despreciado.
Hoy me he levantado pensando nuevamente en esa mirada, pero bajo mis ojos con profunda tristeza, porque creo que he perdido el don de la mirada de mi maestro y donde veo un hermano tengo miedo de empezar a ver un publicano o un enemigo.
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