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Su último libro

Los conjurados fue el último libro de Jorge Luis Borges: una poesía final, auténtico testamento de un hombre, de una voz que afrontó la vida con un dejo de amargura matizada por la alegría de las palabras. Hoy, a 20 años de su desaparición física, este libro se agiganta por la fuerza de su mirada, por la intensidad con que asume desde los homenajes a autores y situaciones cercanas, hasta el sentimiento de ultimidad en todos los sentidos.
JORGE LUIS BORGES AUTOR Leopoldo Cervantes-Ortiz 17 DE JUNIO DE 2006 22:00 h

En el prólogo, dictado en Ginebra (“una de mis patrias”), y adonde regresó para morir, Borges afirma, siempre dirigiéndose al lector: “En este libro hay muchos sueños. Aclaro que fueron dones de la noche o, más precisamente, del alba, no ficciones deliberadas. Apenas si me he atrevido a agregar uno que otro rasgo circunstancial, de los que exige nuestro tiempo, a partir de Defoe”. El primer poema, “Cristo en la cruz”, es toda una declaración y una confesión que plasma de manera inquietante los clásicos instantes finales del Gólgota mientras reflexiona sobre lo que allí sucedió: “Cristo en la cruz. Desordenadamente/ piensa en el reino que tal vez lo espera,/ piensa en la mujer que no fue suya./ No le está dado ver la teología [...]”. A partir de allí, repasa con su estilo enumerativo inconfundible, una historia abreviada de la Iglesia y señala: “Sabe que no es un dios y que es un hombre/ que muere con el día. No le importa”. Su conclusión es amarga: “¿De qué puede servirme que aquel hombre/ haya sufrido, si yo sufro ahora?”. Cómo no recordar, al leer estos versos, su famosa frase acerca de que no había encontrado la felicidad.

El tono de todo el libro es así, pues se mezclan breves poemas en prosa con textos medidos, innegablemente borgianos. Así, desfilan el Día del Juicio Final (“Doomsday”), el César romano, “La trama” (obsesión del autor argentino, constantemente asediado por la turbadora duda sobre la urdimbre secreta de las cosas), los ríos (en alusión permanente a la imagen de Heráclito), “La joven noche” y la rosa (otro par de obsesiones borgianas), el laberinto (en “El parque”, donde aquél se pierde por el paso del tiempo), etcétera. En “Alguien sueña”, una prosa brillante, desteje lo que había escrito tantas veces: la vida como sueño de Alguien mayor (“Ha soñado que Alguien lo sueña”). Alli aparece, en su recuerdo, la abuela Frances Haslam leyendo la Biblia en la guarnición de Junín (en otro lugar había habado acerca de su “estirpe de pastores protestantes”). “Alguien soñará”, un texto más breve, se proyectó al futuro, de la mano de Novalis.

On his blindness” es un homenaje de Borges a Milton, con quien lo emparentaba la ceguera. Se trata de un soneto redondo que vuelve al tema de la oscuridad (“la vasta noche elemental”) que comenzó a envolverlo desde los años 50 y que confluye con su obsesión por la lectura. Confiesa sin ambages: “Yo querría/ ver una cara alguna vez. Ignoro/ la inexplorada enciclopedia, el goce/ de libros que mi mano reconoce”. Su remate tiene que ver con la poesía como gran compensación: “A los otros les queda el universo;/ a mi penumbra, el hábito del verso”.

“No hay otros paraísos que los paraísos perdidos”, escribe en “Posesión del ayer”, con lo que alude oblicuamente a una imagen tan querida por él: el sueño de Coleridge, quien sueña el paraíso y despierta con una flor en la mano. Es un poema sobre la cadena de pérdidas acumuladas durante oda una vida. “Otro fragmento apócrifo” es un relato breve que gira en torno al perdón. Luego de escuchar las confesiones de su discípulo, las palabras finales del maestro anónimo son las siguientes: “Suelo hablar en parábolas para que la verdad se grabe en las almas, pero hablaré contigo como un padre habla con su hijo. Yo no soy aquel hombre que pecó; tú no eres aquel asesino y no hay razón alguna para que sigas siendo su esclavo. Te incumben los deberes de todo hombre: ser justo y ser feliz. Tú mismo tienes que salvarte. Si algo ha quedado de tu culpa yo cargaré con ella”. ¿Soteriología cristiana?, tal vez, pero el ateísmo que Borges confesaba en privado, pocas veces se trasluce en algunos de sus textos. Su interés por los textos apócrifos le hizo escribir fragmentos como el citado.

Detrás de “Góngora” está el Borges poeta que asume las ideas del maestro español. Y aun allí sus inquietudes religiosas salen a relucir al lado de las ideas estéticas: “Tales despojos/ han desterrado a Dios, que es Tres y es Uno,/ de mi despierto corazón. [...]/ ¿Quién me dirá si en el secreto archivo/ de Dios están las letras de mi nombre?”. Su conclusión es llana: “Quiero volver a las comunes cosas:/ el agua, el pan, un cántaro, unas rosas”.

“1982”, aparecido en varias revistas, es una declaración final de principios. A la pregunta: “¿Hay un fin de la trama?”, responde: “Ese fin no puede ser ético, ya que la ética es una ilusión de los hombres, no de las inescrutables divinidades”. También hay un poema de homenaje a Haydee Lange, plagado de enumeraciones...

“Los conjurados”, el poema que cierra el libro, es un homenaje a la Confederación Suiza: “En el centro de Europa, en las tierras altas de Europa, crece una torre de razón y de firme fe”. Allí confirma lo anunciado en el prólogo: “Los cantones ahora son veintidós. El de Ginebra, el último, es una de mis patrias”. Para él, los conjurados fueron un linaje de hombres que fundaron lo que parecería imposible en el corazón mismo de Europa. En ocasión de la muerte de Borges, don Aristómeno Porras (Luis D. Salem) escribió una nota titulada: “Borges, su tumba está en Ginebra”, en donde lo relacionó con Juan Calvino. Y es que Borges volvió a Ginebra, la ciudad de su adolescencia, para morir allí. En Atlas, uno de sus libros más entrañables, escribió estas palabras sobre esa ciudad, cargadas de nostalgia, un verdadero testimonio de gratitud, resumen vital y balance entre la historia y la persona:
De todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en le decurso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad. Le debo, a partir de 1914, la revelación del francés, del latín, del alemán, del expresionismo, de Schopenhauer, de la doctrina del Buda, del aoísmo, de Conrad, de Lafcadio Hearn y de la nostalgia de Buenos Aires. También la del amor, la de la amistad, la de la humillación y la de la tentación del suicidio. En la memoria todo es grato, hasta la desventura. Esas razones son personales; diré una de orden general. A diferencia de otras ciudades, Ginebra no es enfática. París no ignora que es París, la decorosa Londres sabe que es Londres, Ginebra casi no sabe que es Ginebra. Las grandes sombras de Calvino, de Rousseau, de Amiel y de Ferdinand Doler están aquí, pero nadie las recuerda al viajero. Ginebra, un poco a semejanza del Japón, se ha renovado sin perder sus ayeres. Perduran las callejas montañosas de la Vieille Ville, perduran las campanas y las fuentes, pero también hay otra gran ciudad de librerías y comercios occidentales y orientales.
Sé que volveré siempre a Ginebra, quizá después de la muerte del cuerpo.



Junto a este texto aparece una fotografía de Borges sentado frente al Muro de los Reformadores.


Parece meditar. Su tumba no esta muy lejos de la que se dice pertenece al reformador francés.

Una pequeña calle de la ciudad lleva su nombre.









 

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