¿A quien pertenece la tierra, el suelo que pisamos? ¿Es de todos, es de nadie? ¿Hemos luchado por él, hemos dejado nuestro sudor, nuestro trabajo en él? ¿Conocemos su historia? ¿Tiene historia?
Caminamos, cruzamos diferentes suelos. Suelos que nos alejan, que nos acercan. Suelos que recorren junto a nosotros las distancias, a veces largas, otras cortas.
Un mosaico de suelos, ilustran la geografía de nuestras calles. Los pisamos, los ensuciamos, andamos, corremos, nos paramos sobre ellos.
No son meros testigos silenciosos. Hay suelos lujosos y suelos pobres. Limpios y sucios. Blandos y duros. Privados y comunitarios. Suelos que resbalan y suelos que no resbalan. Brillantes y mates. Cálidos y fríos.
Unas franjas blancas en el suelo las entiendo como un lenguaje de signos. Los suelos me hablan. Me empujan a preguntarme ¿Cómo es el suelo sobre el que vivo? ¿Cómo es la gente que pisa el mismo suelo?
Hay un mosaico de suelos. Un mosaico de sentimientos que caminan sobre esos suelos. Un mosaico de gente.
¿Pero acaso sentimos el suelo que pisamos?
¿Sentimos a la gente que pisa el mismo suelo?
¿O fabricamos, lo mismo que para nuestros pies, suelas para nuestros sentidos?
No queremos hacernos daño. Pero sólo cuando me descalzo, soy capaz de sentir el suelo sobre el que piso. Y sólo entonces soy plenamente consciente de que yo mismo soy suelo; que la tierra a desalambrar también es mía, que mi sudor forma parte de este suelo y de que un día heredaré la tierra.”
Esa tierra que sentimos bajo nuestros pies, esas promesas que Dios ha querido que hagamos nuestras, el regalo de nuestra vida y nuestra salvación. De nada sirven si, aunque sepamos que Dios nos las entrega, nosotros no tomamos posesión de ellas. Realmente no descubrimos el regalo si no le quitamos el envoltorio y temo que nos quedemos con la caja, sin atrevernos a mirar en su interior.
¡Poseed la tierra que yo os he entregado!
Hace unos años en una exposición en el Guggenheim, había una obra que por título llevaba un número, se trataba de una instalación compuesta de miles de caramelos de regaliz, el título era el número de caramelos.(No recuerdo exactamente la cantidad).
Se trataba de que el espectador se acercara y tomara un caramelo y se lo comiera, cada espectador uno, el problema era que los espectadores que en aquel momento pasaban por delante de la instalación, no sabían que debían coger un caramelo y por lo tanto no lo hacían.
Yo que había leído sobre el sentido de aquella obra, me acerqué y cogí uno de los caramelos, al momento, entre risas, los demás comenzaron a coger caramelos y a comérselos. Literalmente nos estábamos comiendo una obra de arte. Aquel acto daba sentido a lo que el artista había pretendido, hacer partícipe de forma activa al espectador dentro de la obra. Era tomar posesión cada uno de su caramelo y por extensión tomar posesión de la instalación.
De nada servía contemplarlo. Aquellos que desconocían la dinámica de la obra, pasaron por delante, miraron, encogieron sus hombros y se fueron con una mueca de interrogación en sus rostros. Desconfiando del arte moderno. Pero los que descubrimos el secreto, realmente disfrutamos y saboreamos aquella obra.
Y ante esto me pregunto ¿Saboreamos la tierra que Dios nos ha entregado? ¿Disfrutamos la libertad que él nos da? ¿Somos parte activa de su obra? ¿Somos meros espectadores?
Pues no lo permitamos, acércate, coge tu caramelo, desenvuélvelo, cómetelo y disfruta.
Si quieres comentar o