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Dios ama la libertad

El principio de indeterminación o incertidumbre, que fue enunciado por el físico alemán, Werner Heisenberg, en 1927, puede definirse así: No es posible conocer con exactitud el estado actual de ningún corpúsculo material. Este principio físico es, en realidad, una ley de la naturaleza que limita notablemente la capacidad humana para medir con precisión aquello que se observa. Tal como se indicó en un artículo anterior, ciertas magnitudes materiales complementarias, como la posición de un electró
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 27 DE MAYO DE 2006 22:00 h

¿Cómo es posible entonces tener la certeza de que existe una partícula, cuando no es posible determinar su posición en el espacio ni tampoco, al mismo tiempo, la velocidad a que se mueve? ¿Son reales los corpúsculos materiales? Algunos físicos llegaron a sugerir que los átomos, cuando no se les estudia, son auténticos fantasmas y sólo se vuelven materiales en el momento en que se les invoca por medio de una sola pregunta. Si se les pide dónde se encuentran responden, si se les pregunta cuál es la velocidad a la que se desplazan también lo hacen, pero siempre enmudecen cuando estas dos cuestiones se les formulan juntas. Heisenberg demostró que al multiplicar la incertidumbre en la posición de una partícula por la incertidumbre de su velocidad y por la masa de dicha partícula, se obtiene una cantidad que no puede ser más pequeña que la llamada constante de Planck. Este singular número constituye el menor bisturí capaz de diseccionar las entrañas de la materia. Por tanto, el principio de incertidumbre es una ley fundamental del mundo que posee importantes repercusiones no sólo para la física sino también para la filosofía e incluso, como se verá, para la teología.

Semejante descubrimiento supuso un duro revés a la idea de un universo determinista.

En efecto, según se desprende de la moderna física quántica, si no resulta posible medir el estado actual del mundo, entonces hay que admitir que las antiguas pretensiones de la ciencia, desde la época de Laplace, de conocer con exactitud los acontecimientos futuros, se vienen abajo por completo. Hawking escribe en su característico tono escéptico y provocador: “Incluso Dios está limitado por el principio de incertidumbre y no puede saber la posición y la velocidad sino sólo la función de onda” (1), refiriéndose a las partículas subatómicas. ¿Qué relación hay entre el principio de incertidumbre y la fe en el Dios Creador de la Biblia? ¿Está todo determinado de antemano o la realidad se mueve en la más absoluta libertad? ¿Vivimos en un universo determinista o indeterminista?

El teólogo español, Francisco Lacueva, define el determinismo como “una doctrina materialista que sostiene que el ser humano está programado desde un principio (“determinado”) a obrar en un sentido (“determinado”)” (2). Desde esta concepción, la psicología determinista afirma que la voluntad de la persona vendría siempre condicionada por múltiples motivaciones conscientes e inconscientes que actuarían en cada momento. Por tanto, conociendo bien el carácter de un individuo, así como sus hábitos y móviles, sería posible predecir cómo va a actuar frente a cada situación concreta. El comportamiento humano sería así predecible ya que obedecería a leyes determinadas, mientras que el libre albedrío, tan sólo un sueño o una quimera del hombre.

El primer científico en hablar acerca del determinismo fue el matemático francés, Pierre Simon de la Place (1749-1827), para referirse a ciertas constantes que se daban en una multiplicidad de fenómenos naturales. Pero también la biología, con su teoría de la evolución de las especies, o incluso las ciencias de las religiones hicieron amplio uso del término. En general, puede decirse que han sido deterministas los siguientes sistemas de pensamiento llevados a su extremo: el materialismo, el fatalismo, el naturalismo, el panteísmo, el positivismo, el empirismo, el racionalismo y el biologismo. Todos ellos defendieron que las leyes naturales son de naturaleza mecanicista. Es decir, que todos los fenómenos naturales se explicarían perfectamente por medio de leyes mecánicas que no podrían alterarse nunca y afectarían a la generalidad de los seres del cosmos, siendo por tanto imposibles las excepciones a dichas leyes, los llamados milagros o las intervenciones sobrenaturales.

Entre los antiguos pensadores griegos hubo bastantes defensores del determinismo absoluto, como los estoicos y epicúreos con los que discutió el apóstol Pablo en sus días, y también atomistas como Demócrito. En los siglos XVIII y XIX, positivistas como David Hume, Auguste Comte, Claude Bernard y otros, contribuyeron a hacer del determinismo la postura oficial de la ciencia de la época. Posteriormente el marxismo asumió esta misma idea de un universo que se explicaría mecánicamente y en el que no habría finalidad ni diseño previo. En general, es posible afirmar que la ciencia clásica fue marcadamente determinista ya que entendía la materia, el cosmos y la propia vida como piezas de un gran reloj sometido a leyes inmutables que no podían ser alteradas. Un mundo en el que apenas había espacio para la libertad.

No obstante, el cristianismo siempre se opuso a esta visión empobrecedora y reduccionista de la realidad. La mayoría de los pensadores cristianos se manifestaron contra el determinismo absoluto. La propia concepción bíblica de un Dios Creador omnipotente y providente, contradice la posibilidad de que pudiera estar de algún modo imposibilitado para actuar en el mismo universo que él ha creado. Si Dios es el Creador de todo a partir de la nada, ¿cómo no va a poder alterar las mismas leyes que ha diseñado? Desde luego no lo hará arbitrariamente, contradiciéndose a sí mismo, sino sólo cuando lo exija su plan divino. De la misma manera, el comportamiento humano no puede ser explicado sólo por argumentos físicos y químicos. Cada persona es un ente racional con conciencia y capacidad para elegir entre el bien y el mal. Si se niega esta realidad y se pretende que toda acción viene ya determinada de antemano, ¿dónde queda la libertad? Sin libertad no hay responsabilidad y sin ésta el individuo se distingue muy poco del bruto.

No es que la Palabra de Dios necesite el apoyo de la ciencia, pero lo cierto es que los últimos hallazgos de la mecánica cuántica vienen a confirmar lo que la Biblia enseña desde hace milenios. La física actual está contra el determinismo que antes profesaba la misma ciencia. Se ha descubierto que existe una especial libertad en todas las partículas subatómicas que conforman la materia. Parecen poseer una misteriosa capacidad de elección que únicamente puede provenir de una mente racional que sabe elegir bien y las ha creado así. Esta singularidad de lo ínfimo lleva a pensar, desde la fe, que Dios en la creación, del milagro hizo naturaleza. Pero una naturaleza indeterminista cuyas partículas esenciales son libres para actuar, y no están sometidas inevitablemente a la tiranía de unas leyes mecanicistas que se oponen a la acción divina en el mundo.

El hecho, aceptado hoy por la ciencia, de que no existan unas leyes dinámicas determinadas de antemano para la materia, pues se ha visto que el estado mecánico de las partículas elementales no parece determinar su estado futuro, no significa sin embargo que Dios no esté en el control del universo. Nada impide creer que detrás del indeterminismo subatómico, o la libertad corpuscular, está la mano del Creador que prosigue sustentando permanentemente el mundo. A pesar de lo que diga Hawking desde su postura agnóstica, Dios no puede estar limitado por su propia creación. La indeterminación de lo material puede conformar perfectamente un universo ordenado y controlado hasta en sus mínimos detalles por Dios. La aparente anarquía frenética de los electrones es, por ejemplo, el sustento material de un órgano tan altamente sofisticado y coordinado con el resto del cuerpo, como el cerebro humano.

Por tanto, el desorden es usado para mantener el evidente orden natural. El Creador optó por la libertad en todos los rincones del cosmos, incluso asumiendo el riesgo que esto implicaba, ya que la mala elección obrada por las criaturas ha traído siempre las peores consecuencias. Pero, a pesar de todo, Dios concede la capacidad de elección porque ama la libertad, característica esencial de la persona humana y también de toda materia creada.



(1) Hawking, S. W. 2002, El universo en una cáscara de nuez, Crítica-Planeta, Barcelona, p. 107.
(2) Lacueva, F. 2001, Diccionario teológico ilustrado, Clie, Terrassa, Barcelona, p. 228.

 

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