Hablar de la “espiritualidad de la materia” o de la “materialidad del espíritu” es algo que puede tener sentido en el ámbito de la teología o incluso de la filosofía, pero ¿se trata de un concepto objetivamente fundado en los hechos científicos? ¿Es posible que los últimos descubrimientos físicos acerca de la materia conduzcan a semejante conclusión?
La ciencia permite afirmar hoy que la materia está hecha de vacío. Más aún, el universo entero está formado de vacío. Eso es lo que impera entre los millones de moléculas que hay en una simple gota de agua. Hueco es lo que separa sus átomos, lo que aleja el núcleo atómico de los vertiginosos electrones. Incluso lo que mantiene equidistantes a los quarks dentro de los protones y a los leptones en el alma de los electrones.
El vacío empapa las entrañas ínfimas de la materia pero también los inconmensurables espacios siderales. Lo infinitamente vacuo predomina en el cosmos reduciendo los cúmulos de estrellas y galaxias a minúsculas islas de luz que centellean en la inmensa oscuridad, como luciérnagas temblorosas. El desierto cósmico es un reflejo del desierto atómico. Este vacío es tan real que si se pudieran juntar todos los átomos de un hombre hasta tocarse entre sí, no resultaría posible verle a simple vista. Se requeriría un microscopio para poder observarlo ya que su tamaño sería tan sólo de unas pocas milésimas de milímetro. ¿Qué significa esto? ¿Somos pura nada? ¿Es la materia sólo vacío? ¿De qué están formadas entonces las partículas subatómicas?
El astrofísico, Grichka Bogdanov, ha definido las partículas que constituyen la materia como “tendencias a existir” y también “correlaciones entre observables macroscópicos”. Las partículas elementales, contra todo lo que cabría esperar, no se conciben ya como objetos materiales sino como el resultado, siempre provisional, de interacciones entre “campos inmateriales”. Paul Davies escribe que, “ninguna de las partículas subatómicas es realmente partícula en el sentido corriente del término. Es posible que ni tan sólo sean
cosas”(1).
Aquello que se conoce de la realidad se basa en una dimensión no material cuya sustancia es como un vapor de números. El tejido de que están hechas las cosas es más abstracto y matemático que material. Cada vez resulta más evidente que para descubrir los secretos del cosmos es menester que la física se convierta al lenguaje matemático pues, con cada nuevo descubrimiento, se detecta en la naturaleza una sofisticación elegante, una enigmática precisión, que converge para hacer de la materialidad clásica algo insostenible.
Hoy se considera que las partículas de lo material no existen por sí mismas sino sólo a través de los efectos que provocan y a tales efectos se les denomina
campos. La mayoría de las partículas son inestables, sólo viven durante una pequeña fracción de segundo. En tales condiciones es difícil distinguir entre “reales” e “irreales”. Por lo tanto, los materiales y objetos que usamos para vivir no serían en el fondo más que conjuntos de campos diferentes que interactúan incesantemente entre sí.
La materia así concebida es la consecuencia del baile, más o menos vibrante y permanente, entre los campos electromagnético, protónico, electrónico y gravitatorio.
En lo profundo de la materia no habría más sustancia física qua la vibración o el movimiento y lo real sería ese encuentro fugaz o fantasmagórico entre las distintas fuerzas del cosmos. Si el filósofo griego Heráclito levantara la cabeza, se regocijaría al comprobar que sus añejas predicciones acerca del movimiento y la realidad cambiante de las cosas, han sido rescatadas por la ciencia actual y se cumplen hasta en los niveles más ínfimos.
Todo aquello que antes se consideraba sólido y estable, como los minerales, las rocas o los metales que hay en las entrañas de la corteza terrestre, son en su realidad última un cimbreante mundo de oscilaciones energéticas, de apariciones y desapariciones de partículas, de vacío interno y desenfreno atómico. Cualquier ser del universo, desde los soles a las personas pasando por las amebas, se halla sometido a esta continua agitación. Incluso hasta el espacio y el tiempo son proyecciones ligadas a los mismos campos fundamentales.
¿Qué es entonces lo real que subyace en ese conjunto de campos? ¿mera ilusión? ¿pura apariencia? O quizás, bajo esa capa de fuerzas encontradas pueda descubrirse que la realidad, después de todo, no estaba hecha de materia, sino de espíritu.
Esto es precisamente lo que proponen Guitton y los Bogdanov en su libro,
Dios y la ciencia (1994). Según ellos, no existiría mejor ejemplo de esa interpenetración entre la materia y el espíritu que el comportamiento que manifiestan los fotones. Resulta que cuando el investigador humano intenta observar la onda del campo producida por un fotón, ésta se transforma inmediatamente en una partícula precisa y deja de ser un campo; por el contrario, cuando se la analiza como partícula material entonces se comporta como onda. ¿Influye la conciencia humana del investigador en el comportamiento de la materia que estudia e incluso en el resultado de su medición? Los físicos han llegado a la conclusión de que los fotones cuando no son observados conservan abiertas todas sus posibilidades. Es como si tuvieran conocimiento de que se les está estudiando, así como de lo que piensa y hace el observador. Como si cada ínfima parte de la materia estuviera en relación con el todo. Como si la conciencia no sólo estuviera en el científico sino también en la propia materia analizada. ¿No es esto algo sorprendente?
Ante tales indicios, muchos científicos han empezado a sospechar que detrás del universo y de las leyes que lo rigen se esconde una mente sabia que domina muy bien las matemáticas. Una inteligencia capaz de calcular, relacionar, programar y dirigir el mundo, haciendo imposible que el caos llegue a anular alguna vez al orden. En realidad, los campos generados por las cuatro fuerzas fundamentales del universo no son otra cosa que pura información.
El cosmos aparece hoy como una inmensa red informática constituida por múltiples interruptores, colocados cada uno de ellos en la posición precisa para que todo funcione y sea posible la vida y la conciencia humana. Existe un orden implícito no sólo en los seres vivos sino también escondido en las profundidades del mundo material. El universo rebosa intención desde la partícula más elemental a la más remota galaxia.
Y en las fronteras invisibles de la materia, allí donde se hace borrosa la realidad, se intuyen los caminos del espíritu.
(1) Davies, P. 1988, Dios y la nueva física, Salvat, Barcelona, p. 191.
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