Quienes más llaman al pueblo evangélico a optar por alguno de los candidatos presidenciales, cuatro hombres y una mujer, son los que hace poco más de una década tenían por
mundana cualquier actividad que ellos consideraran política. La misión de la Iglesia, argumentaban, es salvar almas y edificar en la fe a los creyentes, por lo cual solamente daban cabida en sus espacios a las actividades consideradas espirituales. Pero esta actitud se transformó y el péndulo pasó de la apatía y/o el escapismo al activismo político electoral, en una y otra fuerza partidista, sin hacer los análisis y la reflexión necesarios para explicar por qué se establecen compromisos y lealtades con alguno de los partidos y su candidato.
Existe en el activismo descrito un reduccionismo de la política, al hacer de ésta un sinónimo de campaña electoral por una de las opciones.
En todo conglomerado humano se hace política, ya que se expresan concepciones y prácticas del poder, se establecen relaciones entre quienes tienen autoridad y quienes no la tienen, se le da determinado trato a los asuntos públicos, los habitantes del lugar regulan sus interacciones con reglas heredadas o acordadas (a veces impuestas). Por lo anterior podemos afirmar
que la Biblia es, entre muchas otras cosas, un libro de política, ya que se interesa por las forma cómo debe organizarse una sociedad, particularmente la sociedad conformada por el pueblo de Dios. En el mismo sentido
la Iglesia es un espacio político, que debe contrastar con los otros espacios políticos porque en su seno se ejercita de manera distinta el poder y la búsqueda de la justicia es parte integrante de la misión que el Señor le ha encomendado. Por lo tanto cuando se llama a participar a los cristianos evangélicos en política, y esa participación consiste esencialmente en involucramiento partidista electoral, se incurre en la distorsión y
achicamiento de algo que es más grande.
Hasta las elecciones presidenciales pasadas, en el 2000, hubo por parte de los líderes evangélicos que se identificaron públicamente con alguno de los candidatos, una buena parte de desconocimiento histórico de la opción que apoyaron. Hubo otros que conociendo bien los antecedentes, por cierto para nada encomiables, hicieron mutis y se involucraron por los posibles beneficios que ello les traería. Pero en general era posible detectar falta de conocimiento del mundo político partidista. Los antecedentes, la historia, de los personajes cuenta porque nos anuncia cuáles políticas desarrollará, cómo las llevara al cabo, quiénes serán sus aliados para gobernar y si tiene la autoridad político-moral para cumplir sus promesas de campaña. Los entusiastas apoyadores no aplicaron la máxima neotestamentaria de que al árbol se le conoce por la calidad de sus frutos.
Tal vez
en la actual coyuntura electoral mexicana haya más conocimiento por parte de los liderazgos evangélicos, pareciera que la ingenuidad política va quedando atrás, pero el sustituto no es mejor.
Lo que va apareciendo son ambiciones que buscan espacios partidistas con más posibilidades de obtener prestigio y/o beneficios materiales. Hoy existen líderes evangélicos que han establecido pactos con alguno de los tres principales candidatos, o sus representantes, mediante documentos en los que se establecen compromisos por una y otra parte: promesas de tantos miles de votos por un lugar en el Congreso nacional o de alguna de las entidades de la República. Algunos aprendieron bien que el mundo de la política está dominado por los lobos, y van asimilando bien las tácticas depredadoras.
Otro elemento conductual que encuentro en las cúpulas de comprometidos activistas electorales evangélicos es la tentación de bautizar su opción particular. De uno y otro lado me aseguran que su candidato, casi nadie me habla de la única candidata, es el varón que el Señor tiene preparado para que México sea liberado de los flagelos que le impiden ser una nación más próspera. No faltan los que hacen metáfora bíblicas, y muy convencidos sueltan vigorosas expresiones acerca de que el país saldrá de la cautividad babilónica siempre y cuando su favorito gane. A unos más les basta y sobra con que alguien dijo haber recibido una revelación especial del Señor acerca de hacer campaña por un cierto partido y su candidato. El problema es, se los he dicho, cuando llegan personas con dos o tres revelaciones contradictorias entre sí, ¿a quién hacerle caso? No sé si nada más en México suceda esto de las revelaciones como medio para decidir el voto, pero junto con esto existen otros que tras sesudos análisis filosófico-doctrinales anuncian al pueblo evangélico que el mesías político-electoral es cierto personaje que compite con las siglas de equis partido político. Hay profetas que se equivocan de cabo a rabo, como es el caso de uno que escribió sus visiones y concluyó que el ganador de los comicios presidenciales de julio próximo será ¡Cuauhtémoc Cárdenas! Paso a explicar a mis pocos lectores fuera de México, bueno también tengo pocos en mi propio país, el por qué de los signos de admiración. Resulta que Cuauhtémoc (personaje de izquierda y que participó en las elecciones de 1988, 1994 y 2000) ni siquiera aparecerá en las boletas electorales, ya que ningún partido lo registró este año como su candidato. ¿Será que alguno de los candidatos va a declinar en favor de Cárdenas y luego él ganará la contienda electoral?
Al igual que en la clase político-electoral mexicana, al interior de los liderazgos evangélicos hay reacomodos y toda clase de saltos. Dirigentes que antes eran convencidísimos simpatizantes o integrantes del Partido Revolucionario Institucional (nombre surrealista, pero ya se sabe que el surrealismo es vida cotidiana en México), ahora ya están con el Partido de la Revolución Democrática y su candidato, el cual las encuestas de opinión lo tienen en primer lugar. Otros priístas evangélicos que defendían el Estado laico y participaron del gobierno de Ernesto Zedillo (1994-2000), hoy decididamente hacen campaña por el derechista Felipe Calderón, del Partido Acción Nacional, agrupación dirigida por Manuel Espino, católico recalcitrante que busca, junto con otros como él, que las doctrinas éticas católicas pasen a ser las que se enseñen en las pretendidas clases de religión en las escuelas públicas. En México no hay clases de religión en dichas escuelas, y esta es una de las herencias del laicismo mexicano y que me parece debe continuar.
Son frecuentes las cuentas alegres de quienes hacen cálculos mecánicos entre porcentaje de población evangélica y los votos que la misma podría emitir a favor de un candidato que comparte sus mismas creencias. Quién sabe cómo, pero hay líderes que se atreven a ofrecer el
voto evangélico a su personaje político favorito. Tal ofrecimiento es mero voluntarismo, ganas de que las cosas sean como a ellos les gustaría que fueran, pero que carece de bases fácticas. Su voluntad sustituye a la realidad, ya que no hay estudios de opinión indicativos de que cierto porcentaje de cristianos evangélicos hayan manifestado mayoritariamente cuál será el sentido de su voto. Incluso el voluntarismo, o la candidez, no ha funcionado cuando los candidatos postulados son evangélicos y tienen como centro de su campaña el pertenecer a esta confesión. Podríamos citar muchos casos, pero nada más traemos a cuentas uno, el de candidatos a diputados federales en el 2003 en Chiapas. Esta entidad tiene municipios, en las zonas preponderantemente indígenas, que alcanzan entre un 20 y casi 50 por ciento de población evangélica. Esta población decidió diseminar sus sufragios y se los otorgó a distintos candidatos y partidos, los representantes evangélicos quedaron en último lugar, con menos del uno por ciento, y tuvieron que aceptar lo que antes les habíamos advertido: el voto del pueblo evangélico es plural y
no mecánico a favor de quienes sus líderes les recomiendan.
Ya hablamos del reduccionismo que es hacer de la política electoral el equivalente a la verdadera participación política. Junto con esa operación reductora hay otra que consiste en disminuir el potencial político de las iglesias. El anuncio del Evangelio, y el compromiso ético cotidiano por parte de quienes aceptas esas Buenas Nuevas, son un hecho político. Lo es simple y sencillamente porque en la medida que los creyentes ponen en práctica lo enseñado por Jesús y se distancian de otras éticas, entonces están contribuyendo a crear condiciones distintas a las que normalmente prevalecen en distintos espacios de la sociedad. Si tal conducta contrastante por parte de los creyentes en su vida cotidiana
no existe o es débil por las razones que sean, entonces los liderazgos de las comunidades de fe tienen que reforzar creativamente la enseñanza de la integralidad del Evangelio, la reciprocidad que debe haber entre creencias y conducta.
La dimensión política de las iglesias pasa por la conducta que grupal e individualmente tienen congregación y personas hacia dentro y hacia fuera de la comunidad de creyentes. Porque la misión de la Iglesia es global, fuera y dentro son distinciones conceptuales que hacen referencia a un todo al que nos ha enviado el Señor para ser avanzada del Reino. Es necesario recordar que ningún programa político humano puede ser identificado absolutamente como el Reino de Dios. Pero esta certeza nunca debe llevarnos al inmovilismo, sino solamente a reconocer que la tarea es grande y que es necesario, como se ha hecho popular decir en medios altermundistas, “pensar globalmente y actuar localmente”. En la óptica de la mayordomía que prescribe la Palabra, toda micro ética es macro ética que debe concretarse en donde vivimos y movemos cada día. La misión política de la Iglesia es integral, incluye lo electoral pero
no se agota ahí, su horizonte es mucho más amplio y consiste en “anunciar el Evangelio del Reino y sanar toda dolencia y enfermedad” (Mateo 9:35) de la gente.
No sé si la frase es original del teólogo René Padilla, yo se la oí a él y se la he leído en varios escritos, pero la expresión es certera y desafiante: “Cada necesidad humana es un campo de misión cristiana”. En consecuencia el mismo René enseña, con justeza y siguiendo Las Escrituras, que la misión es integral y que el dualismo espiritual/material es una deformación de lo normado por la Palabra. La parte política de la misión es faena de todos los días y lo electoral tiene su lugar, pero no debe acaparar todo el espacio.
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