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Cómo lograr un hijo rebelde (2)

“Lo que se les dé a los niños, los niños darán a la sociedad.” Karl Menninger
Mientras escribo este artículo un nombre resuena, con insistencia machacona, en mi mente: Alba. Es el nombre de una niña de cinco años que ha saltado a la fama sin quererlo, sin buscarlo, estoy seguro de que sin merecerlo. La notoriedad que ha alcanzado es dolorosamente terrible; fundamentalmente por las razones que la han catapultado a la popularidad. Se ha
FAMILIA AUTOR José Luis Navajo 18 DE MARZO DE 2006 23:00 h

En este momento Alba se encuentra en la UCI de un hospital, debatiéndose entre la vida y la muerte a causa de la última paliza recibida. Escribo presa de una febril indignación. Toda violencia me parece detestable, pero califico de tiranía intolerable aplicarla sobre una inocente criatura, incapaz de defenderse.

Hoy, más que nunca, deseo que se asimile lo que humildemente me dispongo a exponer concerniente a la forma de aplicar disciplina a nuestros hijos. Y entiéndase, por favor, que el título de estas reglas pretende ironizar, aunque sea con un tema tan sensible.

Lo que intentamos transmitir es que, NUNCA DEBERÍAMOS HACER LO QUE EL ENUNCIADO DE ESTAS REGLAS NOS INVITA A QUE HAGAMOS.

La segunda regla para conseguir un hijo rebelde es la siguiente:

2ª Regla.- Aplica la corrección impulsado por la ira; nunca la apliques con serenidad

Si quiere empujar a su hijo a la rebeldía disciplínele de forma impulsiva, por ejemplo en público, delante de sus amigos o de otras personas. Eso le humillará y provocará en él rencor hacia usted.

Por supuesto que ninguno de nosotros desea criar un hijo rebelde, por eso no debemos olvidar la gran importancia de no gritar ni perder los estribos. A veces es difícil no hacerlo. De hecho todo educador sincero reconoce haberlos perdido alguna vez en mayor o menor medida. Perder los estribos supone un abuso de la fuerza que conlleva una humillación y un deterioro de la autoestima para el niño. Además, a todo se acostumbra uno. El niño acaba acostumbrándose a los gritos, a los que cada vez hace menos caso: "Perro ladrador, poco mordedor". Al final, para que el niño hiciera caso, habría que gritar tanto que ninguna garganta humana está concebida para alcanzar la potencia de grito necesaria para que el niño reaccionase. Por otro lado, gritar conlleva un peligro inherente. Cuando los gritos no dan resultado, la ira del adulto puede pasar fácilmente al insulto, la humillación e incluso los malos tratos psíquicos y físicos, lo cual es muy grave.

Muchos padres, llevados por la ira del momento, hieren el corazón de los hijos con palabras semejantes a éstas: "Tú no sirves para nada." "Maldita la hora en que te engendré." "Tú eres la vergüenza de la familia."

Después, cuando uno está en calma, reflexiona y se arrepiente. Pero ya es tarde. Las palabras ya fueron dichas y el corazón del hijo ya fue herido. Al corazón herido siempre le queda una cicatriz. Nunca debemos llegar a este extremo. Si los padres se sienten desbordados, deben pedir ayuda. Hay tutores, psicólogos, escuelas de padres...

Lo correcto es que la corrección se haga “estando de buenas”, y en ello va gran parte de su eficacia. La inoportunidad y la falta de diplomacia son errores graves. Nada conseguirá un padre o una madre que reprenda a sus hijos a gritos, dejándose llevar por la ira, amedrentando, imponiendo castigos precipitados, haciendo descalificaciones personales o sacando trapos sucios y antiguas listas de agravios.

Si no somos educados al corregir, no estamos educando.

Recuerdo el caso de un muchacho al que el miedo aterrador a sus padres llevó a una fabulosa sucesión de mentiras, tejiendo un verdadero castillo de naipes que acabó finalmente por caer, con un elevado coste familiar. El caso es que los motivos que el muchacho daba para haber hecho todo eso eran quizás injustificados, pero comprensibles.

El mal genio de sus padres, los castigos irreflexivos y desproporcionados, y los repetidos disgustos familiares que cualquier tontería provocaban, acabaron por retraerle con un miedo que -para él, a esa edad- resultaba insuperable.

La precipitación al castigar produce injusticias que a los chicos les parecen tremendas. Es mejor tomarse el tiempo necesario, y si hay más de una parte implicada, conocer la fiabilidad de cada versión, cerciorarse de la culpabilidad de cada uno, y entonces, una vez calmados y con elementos de juicio, decidir lo más oportuno.

Al reprender a nuestros hijos, debemos estar a solas con ellos, aunque eso suponga esperar. Es difícil que el chico reconozca su mala actitud o sus errores si lleva aparejada una confesión casi pública. Actuar así es facilitar que añada nuevas mentiras. La reprimenda pública suele ir acompañada de humillación, y él tiene un fuerte sentido del ridículo. Luego hablará del broncazo que me echaron delante de mi hermana, o ese día que estaban los tíos en casa..., y es algo que le costará sin duda digerir.

Cualquiera puede enfadarse, es muy fácil. Pero hacerlo con la persona adecuada, con la intensidad óptima, en el momento oportuno, por la causa justa, y de la manera correcta, eso ya no es tan fácil.

Por otro lado y “cambiando de tercio”, no debemos olvidar la importancia de la disciplina positiva, que consiste en apreciar aquello que nuestros hijos hacen bien, mediante palabras de agradecimiento y felicitación por los logros que hayan conseguido. El uso adecuado de la disciplina positiva evita en muchos casos la disciplina correctiva. A veces el mejor premio es una sonrisa, una felicitación efusiva ó un abrazo. Descubra a su hijo/a haciendo algo bien y elógielo

Se me ocurren algunos consejos prácticos que resumen lo que hasta ahora he mencionado:
  • Haga saber a su hijo que la disciplina es un acto de amor. No los disciplinamos porque han agotado nuestra paciencia. Lo hacemos porque no queremos que nuestros hijos se echen a perder. La disciplina aplicada con ese fin nunca aleja a los hijos de los padres, por el contrario, genera amor y respeto por los padres.

  • Enséñele a su hijo que el castigo se puede evitar si hay obediencia. Ningún hijo tiene, necesariamente, que estar siendo disciplinado todo el tiempo.

  • Castigue sin ira. El castigo tiene que aplicarse con prudencia y con moderación. Si usted se quita la correa y la descarga sobre su hijo, echando espuma de ira; no importa cuanta razón tenga usted, ni cuan equivocado esté su hijo. Se lo aseguro, esa disciplina fallará y dará frutos amargos. La disciplina no debe ser el último recurso de un padre que ha llegado al límite de su paciencia, sino el primer paso, lleno de amor, de quien quiere evitar a su hijo daños mayores. La disciplina no tiene como objetivo el desahogo de la ira momentánea, sino forjar un carácter en nuestro hijo que le evitará gran sufrimiento en el futuro.

  • Cuando castigue, hágalo en privado. No discipline, ni mucho menos pegue (quien esto escribe, opina que el castigo físico es un método de disciplina que debe ser circunscrito a una edad muy determinada y aplicado con una gran moderación. En siguientes artículos estaremos hablando de las diferentes formas de disciplina y la manera de aplicarlas) a su hijo delante de los demás, exponiéndole de este modo a la vergüenza. Hágalo en un lugar donde nadie los esté viendo.

  • Al disciplinar, explique a su hijo por qué lo hace. No debemos dar por supuesto que el niño sabe la razón por la que se le disciplina. Debemos explicarlo con claridad. Recordemos que la palabra es una herramienta con la que construimos o destruimos las relaciones con nuestros hijos. Ser conscientes de qué decimos y cómo lo hacemos nos ayudará en todas las situaciones a mostrarles lo mucho que los queremos.

  • Después de disciplinarlo, dedique siempre un tiempo a la reconciliación y perdón de su hijo. Que no se sienta únicamente disciplinado; él debe sentirse amado. Incluso, añadir un comentario con buen humor es una de las mejores formas de recuperar el buen ambiente y conectar de nuevo con lo mejor de nosotros.

  • Reconozca sus errores. Nadie es perfecto, los padres tampoco. El reconocimiento de un error por parte de los padres da seguridad y tranquilidad al niño/a y le anima a tomar decisiones aunque se pueda equivocar, porque los errores no son fracasos, sino equivocaciones que nos dicen lo que debemos evitar. Finalmente, si a pesar de todo hemos perdido el control y hemos usado las palabras para agredir a nuestro hijo, seamos capaces de pedirle perdón o de demostrarle que sentimos lo que ha sucedido. Será la mejor manera de restablecer la relación cicatrizando las heridas interiores que las palabras pueden provocar. Pedir perdón no resta autoridad, por el contrario, la confiere.

Nuestros hijos son tesoros que Dios ha entregado en manos de los padres y que merecen todo el amor, respeto y cariño.

“No corregir al hijo es no quererlo; amarlo es disciplinarlo” Proverbios 13:24 (NVI)




Artículos anteriores de esta serie:
  1  Cómo lograr un hijo rebelde (1)  
 

 


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