Unos defienden la libertad irrestricta de prensa, mientras otros hacen llamados a decapitar a los herejes. Hay quienes sin matices condenan la provocación y ofensa hechas al mundo musulmán, y consideran que hubo extrema imprudencia en no aquilatar las reacciones islámicas. Algunos más vuelven a citar a Samuel Huntington, y su choque de civilizaciones, para pretendidamente demostrar que la polarización entre Occidente y la cosmovisión del Islam sólo tiene como horizonte la polarización. Es muy difícil, en este contexto de extremos, hacer llamados a guardar la calma e intentar analizar el tópico sin los arrebatos de la pasión encendida.
Tal vez pueda señalarse a los responsables de publicar las ya famosas caricaturas, de haber incurrido en imprudencia. Por los antecedentes, como el de Salman Rushdie y su novela
Versos satánicos, era seguro que el hecho iba a despertar la furia de la población islámica. Sin embargo,
por el lado de la reacción desatada, me parece necesario decir que no es lo mismo imprudencia que hacer llamados al exterminio de los herejes y pretender que los gobiernos de las naciones donde aparecieron las caricaturas son responsables de su publicación. Adicionalmente es necesario tener en cuenta que si los dibujos trascendieron las fronteras, por demás endebles en la globalización, y se conocieron en el mundo musulmán fue por la bien orquestada campaña de los
ulemas que viven en países occidentales.
La caricaturización de Mahoma les representó a los extremistas una excelente oportunidad para instigar a miles de iracundos musulmanes, que ni han visto las representaciones que hacen mofa de su profeta, para que arremetieran contra las sedes diplomáticas de varios países. En las revueltas ya hubo muertos, que fueron victimados por las turbas que a su paso buscaban arrasar con todo. Muertos y vivos son musulmanes.
Todos tenemos límites, y no nos gusta que se hagan caricaturizaciones o escarnio de asuntos y personajes que tenemos en alta estima o son para nosotros sagrados. En esto demandamos sensibilidad de quienes no comparten nuestra idea de sacralidad. Pero si, como es frecuente en los cartonistas o moneros como les llamamos en México a los caricaturistas, hay francas bufas y ridiculizaciones de símbolos católicos o cristianos, eso no puede justificar una respuesta violenta ni buscar el encarcelamiento del autor del exceso. Lo conducente es, una y otra vez, persuadir con argumentos a quienes parece gozan con zaherir las creencias de los otros. Puede ser frágil el recurso, pero no encuentro otro argumento en las sociedades democráticas y plurales.
Tener fe en una época de incertidumbre, tomo de Peter Berger el enunciado, es causa de sospecha en los círculos periodísticos, académicos e intelectuales, y uno puede ser señalado de intolerante. De la misma manera el espíritu de los tiempos en Occidente (y México es un extremo exótico de Occidente, como dijo Octavio Paz), marca observar la corrección política. Según ella, entonces, debe gobernar el relativismo, en el que todas las creencias son iguales y no puede, ni debe, existir jerarquizaciones en ellas. Lo único absoluto es lo relativo, nos dicen. Pero evoco al filósofo Lessek Kolakowsky, que ejemplificó bien esta escuela de pensamiento con una ilustración certera. Si en una sociedad sus integrantes rechazan comer carne humana, mientras en otra sí lo hacen, entonces, si todo se vale y si todo es igual, tendremos que concluir que los antropófagos tienen un problema de gusto gastronómico distinto y no un dilema moral.
Porque hay diferencias y las mismas importan, y eso no es intolerancia, subrayo que el origen de la fe cristiana es distinto al de las creencias del Islam. Mientras Jesús dijo que su Reino no era de este mundo, no procedía, es decir no había sido engendrado por idea humana alguna, y prescribió que sus seguidores y seguidoras debían respetar las conciencias de quienes rechazaran el Evangelio y estableció una diferencia sustancial entre la comunidad voluntaria de creyentes y el resto de la sociedad; por su parte el profeta Mahoma fue tanto líder religioso como líder militar, estableciendo así un paradigma integrista, al cual debían ceñirse sus feligreses. Con esto quiero decir que el integrismo (los religioso convertido en política pública y desde el Estado) musulmán tiene bases para rechazar el laicismo y buscar fervientemente la confesionalización de las sociedades. De ahí su reacción tan furibunda a unas imprudentes caricaturas.
Lo anterior para nada significa una defensa a ultranza de Occidente en todo y para siempre, nada más recordar que existen matrices culturales divergentes y que ellas permean valorativamente en una o en otra forma. Por lo demás hoy, como lo asentó Lesslie Newbigin y nos lo recuerda Samuel Escobar en su extraordinario libro
The New Global Mission, the Gospel from Everywhere to Everyone, el mayor reto misionero lo representa la Europa poscristiana, cuyo proceso secularizador ha producido sociedades repelentes al mensaje del Evangelio. En el fenómeno tienen buena parte de responsabilidad las iglesias cristianas que se contentaron con desplazar a una confesión, y pasar a ser la fe territorial oficial, olvidándose de que la vitalidad se pierde si se relega el principio de que a la comunidad de creyentes se ingresa voluntariamente y no a través de registros automáticos por el hecho de nacer en una sociedad nominalmente cristiana.
Los caricaturistas y los integristas nos tienen metidos en un debate global sobre la libertad de expresión y el respeto a las convicciones más íntimas. Quizás la respuesta está en construir una globalidad en las que unos internalicen el valor de la prudencia, mientras los otros vigorizan el valor de la tolerancia. Y tolerancia no es aceptar todo, sino mantenerse firme en una postura pero reconocer que hay límites que no se pueden traspasar en la defensa de las convicciones.
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