Se trata de grupos residuales, combatientes, fanáticos, que se consideran a sí mismos en posesión de verdades absolutas y, convencidos de “su verdad”, tratan de imponerla a los demás recurriendo al argumento de que es “la voluntad de Dios” o que “así lo afirma la Palabra de Dios”, cuando en su insolencia (o ignorancia) no llegan mucho más lejos, y se atreven a asegurar que Dios mismo se lo ha indicado, independientemente de que con ello se vulnere la historia y las esencias doctrinales o eclesiales de esa iglesia, esencias que han pervivido a lo largo de varias generaciones.
Tan firme es su militancia y fanáticas y arropadas de falsa espiritualidad sus diatribas (necesarias a veces para poder desautorizar a quienes no coinciden con su forma de pensar y actuar pero que sí están revestidos de la autoridad institucional), que consiguen arrastrar tras de sí a esas mayorías silenciosas, apacibles, ingenuas, bondadosas, acríticas que conforman la inmensa mayoría de las congregaciones, y que terminarán respaldando con su necesario voto la voluntad de esos grupos minoritarios, temerosas de contravenir de otra forma la voluntad de Dios.
Esta tiranía de las minorías se hace posible a partir de instaurar previamente la desconfianza y la falta de reconocimiento hacia pastores y ancianos (según sea la denominación que se les de en cada tradición eclesial), estos sí escogidos y colocados por Dios para guiar, instruir y pastorear a las congregaciones, cuando su trayectoria de servicio así lo acredita. No deberíamos olvidar lo que a tales efectos enseñan las Escrituras: “Él mismo constituyó a unos apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros” (Efe. 4:11), de donde se deriva el mandato de la epístola a los Hebreos:
“Obedeced a vuestros pastores, y sujetaos a ellos” (Heb. 13:17).
Se desoye la palabra de Dios y se incurre en aquello que ya denunciaba Jesús:
“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados” (Luc. 13:34), y se reproduce aquélla situación que Jesús lamenta al ver que las multitudes
“estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor” (Mat. 9:36). Y, como dice el refrán, a río revuelto ganancia de pescadores; y es precisamente en ese caldo de cultivo en el que medran los arribistas de turno, pequeños grupos de presión que toman la iglesia como un cortijo particular e imponen un sistema de gobierno ajustado al capricho o a la improvisación. Conducta ajena a las enseñanzas neotestamentarias y a la tradición de la propia iglesia, aunque en cada caso las decisiones se vean “legitimadas” por el voto mayoritario de los fieles, ¡ay! con frecuencia sorprendidos en su buena volunad.
Aprovechándose de la impunidad que producen esos sistemas de gobierno asamblearios, siempre acompañados del descrédito de quienes fueron escogidos por Dios y, en su nombre, ungidos para ejercer el sagrado ministerio de la cura de almas,
esas minorías logran convertir el gobierno de la iglesia en algo parecido a una comunidad de vecinos, en la que el que más grita, o el más sutil o perseverante termina “arrimando el agua a su molino”.
Es hora de que las iglesias que practican el “gobierno democrático” revisen la forma cómo ejercen dicho gobierno y se cercioren de que no han caído en un asamblearismo estéril y destructor. Será necesario seguir el consejo de Jeremías y, parados en el camino, mirar hacia atrás en busca de pautas y referentes cristianos, recuperando la figura de los pastores, de los ancianos y de los obispos, es decir, reconociendo los dones del Espíritu y estableciendo formas de gobierno que, respetando el criterio de los fieles en su expresión comunitaria, hagan un uso adecuado del ministerio instituido por Dios para su Iglesia.
(1) El título lo toma el autor “prestado de la entrevista realizada a Alain Finkielkraut en el suplemento Domingo de El País del 18.12.2005”
Si quieres comentar o