¡Deprisa, deprisa!

Y le doy la razón, aunque sorprenda a los lectores. Tenemos el mismo tiempo que siempre, pero lo hemos ido llenando de actividades, como el trabajo, los compromisos –adquiridos y/o impuestos-, las aficiones, el ocio social y el personal, etc.

Que el comienzo de mi reflexión esté repleto de falta de datos (ni siquiera puedo decir que la contestación incluida sea textual, sólo es auténtico el concepto vertido) se debe a no haber tomado notas; a esa prisa que nos consume, a ese querer llegar a todo, sin llegar plenamente a nada.

El Conejo Blanco, de “Alicia en el país de las maravillas”, quien siempre disgustaba a la niña con su repentina marcha, ya anticipaba al frustrado hombre posmoderno. Pero algunos poetas, sin embargo (por mucho que le pese a ese entrevistado) siguen leyéndose, precisamente porque parecen estar impregnados de tranquilidad; esa misma tranquilidad que nuestro Señor quería a veces para Él y sus discípulos cuando proponía, venid aparte y descansad.

Poetas, que en su mayoría, nacieron en el medio rural, hechos de la misma naturaleza de la que luego hablan con enamoramiento. Los Miguel Hernández, Rosalía de Castro o Antonio Machado proponen un alto en nuestro cotidiano y caótico camino y descansar leyéndoles.

Precisamente, después de las primeras lluvias, tan deseadas, de primeros de octubre, encarnaba en mis circunstancias un poema de Juan Ramón Jiménez en el que dice que al corazón “le distraen colores, brisas, cantos… Sólo turban [esa] paz una campana, un pájaro”.

Y así estaba yo, sentado bajo un arbolito, con el murallón de la Sierra al fondo, intranquila ya en la tarde por volver a ser azul (Machado) y todo quietud y alivio por la humedad recibida, cuando, de repente, como una flecha, a mi diestra, pasó una abubilla (el ojo se ha acostumbrado con ella a apreciar en una fracción lo que en un segundo otras aves). ¿Recordáis ese ave, más bien menuda, empenachada, con plumaje a rayas negras y amarillas, y muy huidiza? El caso es que ella rompió el embeleso de un “silencio de oro y una tarde de cristales”.

Ahora, un minuto para leer a JR Jiménez, y los que sean para disfrutar de su relato.

Hora inmensa (A Óscar Esplá, compositor)
Sólo turban la paz una campana, un pájaro...
parece que los dos hablan con el ocaso.
Es de oro el silencio. La tarde es de cristales.
Mece los frescos árboles una pureza errante.
Y, más allá de todo, se sueña un río límpido
que, atropellando perlas, huye hacia lo infinito...
¡Soledad! ¡Soledad! Todo es claro y callado...
Sólo turban la paz una campana, un pájaro...
El amor vive lejos... Sereno, indiferente,
el corazón es libre. Ni está triste, ni alegre.
Lo distraen colores, brisas, cantos, perfumes...
Nada como en un lago de sentimiento inmune...
Sólo turban la paz una campana, un pájaro...
¡Parece que lo eterno se coje con la mano!
(De El silencio de oro)