Naomi, es una de los centenares de niños que el pasado 8 de octubre participaron en la que ya fue la 21ª edición de las Olimpiadas Evangélicas de Barcelona, celebradas en el estadio Joan Sarrahima de Montjuïc, y a escasos metros del Estadio Olímpico que en 1992 centró la atención de medio mundo. La cita, ya ineludible para decenas de iglesias catalanas, marca casi el inicio de un nuevo curso, un inicio envuelto de espíritu olímpico y decorado con medallas al esfuerzo de centenares de niños que corren, saltan y se pasan testigos de relevos al más puro estilo Carl Lewis.
Detrás del evento, que moviliza centenares de voluntarios, está la figura de Esther Rodríguez, directora de la Liga del Testamento de Bolsillo (LTB), y que hace un par de décadas importó a Catalunya una iniciativa nacida en Brasil. Allí,
en 1954 (el año pasado cumplieron medio siglo) tuvo lugar la primera competición deportiva entre escuelas evangélicas de los estados de Rí Grande de Sul, Santa Catarina y Paraná, época en que los atletas corrían descalzos por pistas de arena y hasta por las calles.
Medio siglo más tarde, las Olimpiadas Evangélicas brasileñas reúnen a 27 escuelas de seis estados y, eso sí, ya corren en pistas sintéticas y con cronometraje electrónico. La LTB (organización nacida en 1970 y dedicada a la evangelización en España) tuvo la visión y el valor de importar la experiencia, creando las olimpiadas de Barcelona y abiertas a niños y jóvenes de 4 a 16 años. Su éxito, provocó que desde entonces también se haya empezado olimpiadas en Madrid (1998) y Galicia (1999).
Los juegos, incluso han servido para que personajes famosos del mundo del deporte dieran su testimonio. El año pasado (el del vigésimo aniversario), en Barcelona, el defensa brasileño del Barça Sylvinho encandiló a todo el mundo con un discurso sincero, intenso, profundo, alejado incluso de las tópicas y cortas frases que suelen expresar muchos futbolistas.
Fe y deporte. Espíritu de autosuperación y espíritu de entrega a los demás. Conceptos compatibles al 100%, aunque a nadie escapa que los niños corren para ganar. Y esa es la cuestión, todos son ganadores. Unos pocos, de medallas, pero todos de la presencia de Jesús en sus vidas.
El pasado 8 de octubre, el estadio Sarrahima volvía a ser un hervidero de jóvenes atletas compitiendo, pero también todo un espectacular mural de colores con las camisetas, pancartas, banderas y estandartes que cada iglesia había montado en las gradas para animar a los suyos. Los atletas, todos con la camiseta oficial que este año tenía una hormiga como mascota, miraban de reojo el podio, esperaban oir su nombre por megafonía para levantar el puño, buscaban las miradas cómplices de padres y amigos en las abarrotadas gradas. Pero todos, absolutamente todos, tenían claro que al concepto deportivo de Olimpiadas le acompañaba el de Evangélicas, el que nos traslada a una carrera mucho más larga, mucho más intensa y con una recompensa mucho mayor.
El camino de un atleta en los 400 metros de un tartán rojo puede durar segundos, quizá minutos, pero en el camino de la verdad y la vida, el viaje dura años.
Naomi, baja del podio. Mira al suelo y aprieta la medalla contra su pecho. Alguien la toma de la mano y ella, con una sonrisa de oreja a oreja, le enseña su trofeo. Jesús, también nos tiende su mano y, nosotros, con esa misma sonrisa de oreja a oreja, debemos tomarla. Es el mejor trofeo.
“El camino de Dios es perfecto, la palabra de Yahvé es segura, es escudo para cuantos se acogen a Él” (2 Sm. 22:31)
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