Para Williams “la Reforma Radical, llamada a veces el ala izquierda de la Reforma, fue un movimiento hecho de tres tendencias principales: el anabautismo, el espiritualismo y el racionalismo evangélico”.
Las mujeres eran parte activa en las comunidades de creyentes en la reforma radical. / Photo: [link]@CultiusCultural[/link]
El resquebrajamiento del régimen religioso y político del siglo XVI suele ser explicado por las causas y consecuencias del reto que significó para la Iglesia católica la ruptura iniciada por Martín Lutero en 1517.
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Es abundante la historiografía sobre el tema, incluso en español, pero, sobre todo, en inglés, alemán y francés.
Frente a la explicación binaria, dos fuerzas enfrentadas, a saber: la Reforma protestante versus la Contrarreforma católica, a mediados del siglo pasado fueron ganando terreno investigaciones sobre un conjunto de movimientos y personajes cuyas propuestas de transformación sociorreligiosa se alejaron tanto de las distintas vertientes del protestantismo como del catolicismo.
Los movimientos y personajes aludidos han sido agrupados bajo el nombre de Reforma radical.
Antes de que George Williams, investigador de la Universidad de Harvard, publicara en 1962 la primera edición de The Radical Reformation, ya había visto la luz un importante número de trabajos sobre algunos aspectos e integrantes del movimiento.
El mismo Williams hizo causa común con Ángel M. Mergal para conjuntar la antología Spiritual and Anabaptist Writers, publicada en 1957, que sirvió de modelo para la compilación de John H. Yoder, Textos escogidos de la Reforma radical, cuya tercera edición es de 2016.
La obra de George H. Williams tuvo una segunda edición en español, La Reforma Radical, publicada por el Fondo de Cultura Económica en 1983. Es un volumen de mil veintiséis páginas.
El autor revisó el texto de la edición original en inglés e hizo precisiones y algunas ampliaciones, de tal manera que consideró el editado en México un libro más completo que el dado a conocer en 1962.
Él mismo escribió en el prefacio: “La versión española que el autor tiene en sus manos deja muy atrás la versión inglesa original, de manera que es, por ahora, la edición definitiva y autorizada”. La tercera edición, en inglés, vio la luz en 1992.
Williams ahondó en la superioridad de la edición en español, la cual es resultado del filólogo y crítico literario Antonio Alatorre, quien “ha hecho subir notablemente el valor de mi libro”.
Esto fue así porque Alatorre, reconoció Williams, “No sólo ha mejorado el texto original y puesto al día ciertos addenda et corrigenda gracias a inteligentes preguntas y propuestas que me han obligado a procurar una mejor claridad de exposición, sino que también, gracias a sus verificaciones personales de citas procedentes de obras escritas en diferentes idiomas, y a su afán de hacer plenamente coherentes y completas las notas de pie de página de la edición original y de las ediciones mecanografiadas, ha dado una mayor solidez al conjunto del libro, para beneficio de los lectores de habla española, lo mismo que de los investigadores de otros países”.
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La edición del Fondo de Cultura Económica constó de tres mil ejemplares, algunos de los cuales son ofrecidos por libreros especializados en precios altos.
A mí no son poco(a)s lo(a)s investigadore(a)s de otros países que me han solicitado les consiga un ejemplar, tarea prácticamente imposible de cumplir porque el volumen está agotado.
De manera un tanto inexplicable para mí el Fondo no reimprimió la obra. Tal vez ahora sea tiempo de hacerlo. Si así fuese, la benemérita institución sumaría un gran reconocimiento a los muchos obtenidos desde su fundación en 1934.
La de George H. Williams es una obra monumental, que ofrece una visión panorámica sobre un movimiento disperso por prácticamente toda la Europa del siglo XVI.
Williams abrió caminos historiográficos sobre la temática más allá de los espacios contemporáneos confesionales identificados, sobre todo, con el anabautismo para hacer que el tópico ganara “respetabilidad” en esferas académicas de Norteamérica y Europa.
Demuestra de forma contundente que los reformadores radicales, y las comunidades por ellos influidas y/o creadas, tuvieron propuestas muy firmes que significaron desafíos para el catolicismo romano y, también, para la que llama Reforma magisterial, es decir, la que fue apoyada por las autoridades, los magistrados, e hizo posible la existencia de iglesias territoriales de distintas alas de la Reforma protestante.
Para Williams “la Reforma Radical, llamada a veces el ala izquierda de la Reforma [así denominada por Roland H. Bainton], fue un movimiento hecho de tres tendencias principales, no muy estrechamente vinculadas al comienzo: el anabautismo, el espiritualismo y el racionalismo evangélico.
Estas tendencias acabaron por constituir un testimonio y un empuje únicos, una auténtica tercera fuerza, comparable con las otras dos, el protestantismo clásico y el catolicismo romano”.
La lid del heterogéneo movimiento radical, en términos generales, consistió en oponerse a las iglesias oficiales territoriales, bajo el argumento que no debía imponerse una determinada creencia religiosa, y sus consecuencias políticas, al conjunto de la sociedad.
En este rubro fueron precursores, y precursoras porque la participación de mujeres fue muy importante, de la libertad de conciencia. Un mérito que les ha sido escasamente reconocido por lo(a)s estudioso(a)s de cómo fue el itinerario histórico de la tolerancia en las sociedades.
Entre las distintas corrientes de la Reforma radical predominó la postura de que la fe no se podía imponer ni defender por la fuerza, sino lo conducente era usar la persuasión para que las personas, voluntariamente, se convirtieran al camino de Cristo.
Los intentos de llegar al cielo por asalto, haciendo posible mediante la insurrección armada la Nueva Jerusalén, como en los casos de Tomás Müntzer en la Guerra de los Campesinos (1524-1525) y el reino anabautista en la ciudad de Münster (1534-1535), fueron descalificados al mismo tiempo en que se desarrollaban por anabautistas de la vía constructora de paz.
Los disidentes de la Iglesia oficial de Zúrich, encabezada por Ulrico Zwinglio, contraviniendo las ordenanzas de los magistrados, decidieron poner en práctica el 21 de enero de 1525 el bautismo voluntario de creyentes y rechazar el de infantes.
La acción les costó comenzar a padecer hostigamientos, persecuciones, encarcelamientos y/o destierros por no ceñirse a la simbiosis Iglesia oficial/Estado. Lo acontecido en Zúrich también tuvo lugar en otros lugares de Europa.
Los llamados anabautistas (rebautizadores) por sus adversarios contendieron en favor de la libertad de conciencia y enfrentaron la represión desatada en su contra y justificada por teólogos, tanto católicos como protestantes, que sostenían estar defendiendo la fe cristiana al combatir a los herejes.
Los libertarios fueron minoría, pero suficientes para dejar constancia de una vía que no pudo ser desarraigada, que fructificó lenta pero crecientemente.
Comenzaron a dar la lid por la libertad de creencias más de 150 años antes que John Locke, autor de Carta sobre la tolerancia (1689), desarrollara su argumentación justificando la coexistencia de distintos credos religiosos en un mismo territorio.
Afirma Bernard Cotrett que “ni la palabra ni el concepto” tolerancia “existían en el siglo XVI […]. La tolerancia nace hacia 1680 en los albores de la Ilustración; se inserta en un espacio singular, el de la Europa del Noroeste, Inglaterra y Provincias-Unidas. Por último, es cosa de un hombre en particular, John Locke” (Calvino, la fuerza y la debilidad, p. 196).
Al igual que Cotrett otros historiadores han dejado fuera de su registro historiográfico a quienes, mucho antes que Locke, desde su lectura y entendimiento de la Biblia, hallaron asideros para defender el carácter voluntario al asumir una creencia y la legitimidad de la misma frente al predominio de las iglesias territoriales.
En el siglo XVI la tendencia general entre gobernantes católicos, como protestantes de las diferentes vertientes que se fueron oficializando en distintos territorios, era la de establecer en sus dominios el principio de cuius regio, eius religio (la religión del lugar es según la religión del gobernante).
En esa visión, “el príncipe –no el obispo– posee la autoridad final sobre la iglesia de su territorio, dado que él tiene el derecho de imponer la unidad en asuntos de religión, usando la fuerza si es necesario”, hace notar John D. Roth, historiador anabautista/menonita.
Ante el panorama generalizado de la intolerancia como régimen religioso y político, abogar por la tolerancia como virtud personal/grupal, ya que no se podía ir más allá y establecerla en instrumentos legales, iba a contracorriente del entramado social, religioso y político reinante en el siglo XVI.
La mentalidad predominante excluía de la sociedad a quienes no se plegaban a la simbiosis Estado-Iglesia oficial. En este contexto se levantaron voces y argumentaciones para defender una idea extravagante: la de que los creyentes y ciudadanos podían internalizar el valor de tratar con respeto a quienes no compartían el mismo credo religioso.
Se trataba de “la tolerancia [como una actitud] intelectual y emocional hacia la diversidad y valores de los otros, templada por el deseo de armonía y concordia y por una voluntad que no anhela imponerse sobre los otros de diferente pensar” (José C. Nieto, El Renacimiento y la otra España; visión cultural socioespiritual, p. 150).
David Joris, reformador radical refugiado en Basilea, donde encubrió su identidad bajo el nombre de Jan van Brugge para ponerse a salvo de sus perseguidores, escribió en 1554 el tratado Cuánto daño hacen al mundo las persecuciones.
Aquí, un párrafo en el que llamaba a las autoridades para que cesaran de perseguir a los que consideraban herejes:
“Vuestra espada no debe encargarse de enseñar teología. De otra manera si los teólogos consiguen que tratéis su enseñanza con las armas, lo mismo podrá reclamar con razón el médico: que lo defendáis con vuestras armas de las opiniones de otros médicos; lo mismo reclamará el dialéctico, el orador y las demás artes. Pero si no podéis tratar estas artes con hierro, tampoco la teología, dado que ella reside en las palabras y en el espíritu no menos que las otras. Y si un buen médico puede proteger su doctrina suficientemente con su ciencia sin ayuda del magistrado, ¿por qué no podría hacer lo mismo un teólogo? Pudo Cristo, pudieron los apóstoles y podrán quienes los imitan”.
Reformadores radicales como David Joris sin argumentar sistemáticamente en favor de la tolerancia, no eran pensadores dedicados a la tarea intelectual, sino creyentes bajo persecución, argumentaron de manera práctica sobre el respeto a la diversidad y los derechos de las minorías.
¿Fue la Reforma protestante, en sus distintas vertientes, un movimiento nada más de ciertas cúpulas intelectuales masculinas? ¿Se identificaron y participaron en ella otros sectores de la sociedad que han sido poco estudiados por los investigadore(a)s?
¿Qué repercusiones tuvo en la vida cotidiana de, por ejemplo, las mujeres, más allá de las polémicas doctrinales por parte de los teólogos que rompieron con el catolicismo romano?
En párrafos anteriores intenté describir las características de la Reforma magisterial y la Reforma radical. Ahora resalto el protagonismo de las mujeres en el movimiento anabautista, protagonismo que se manifiesta, particularmente, cuando se presta atención a personajes y acciones en ámbitos regionales y locales.
Entonces la investigación es fructífera y de ella emergen mujeres que desafiaron tanto a la Iglesia católica como a las iglesias surgidas de la Reforma magisterial. Un ejemplo de ello es la obra de Linda A. Huebert Hecht, Women in Early Austrian Anabaptism. Their Days, Their Stories.
En la gestación y crecimiento del anabautismo del siglo XVI las mujeres tuvieron un rol esencial. El anabautismo fue un movimiento popular y la participación femenina fue amplia, mayor que en cualquier otra expresión de las reformas religiosas que se desataron en Europa a raíz de la rebelión encabezada por Martín Lutero.
En las distintas expresiones del anabautismo se dio importancia a la acción del Espíritu Santo en la vida de los creyentes, varones y mujeres por igual. Por tal razón hicieron suya la enseñanza de que el Espíritu se derramaba traspasando barreras de clase, educativas, generacionales y de sexo.
Las mujeres, desde el entendimiento que los anabautistas tenían de la Biblia, eran también sujetos del accionar del Espíritu Santo y parte activa en las comunidades de creyentes.
Dado que en el anabautismo se enfatizaba la conversión personal, el bautismo como expresión pública del compromiso de seguir a Jesús, y la realidad de la Iglesia conformada por creyentes; las mujeres que hicieron suyas las anteriores enseñanzas encontraron que las mismas les proporcionaban principios para ejercer voluntariamente sus creencias y no las impuestas por la simbiosis Estado-Iglesia oficial y/o por el clan familiar.
Como integrantes de un movimiento gestado desde abajo de la sociedad, las anabautistas padecieron una triple marginación.
La primera por ser mayoritariamente pobres. La segunda por ser mujeres en una sociedad dominada por el patriarcado. La tercera por haber elegido identificarse con una “secta perniciosa”, demonizada por las autoridades religiosa y políticas.
Lo que sabemos de las mujeres anabautistas del siglo XVI proviene, mayormente, de las actas de los juicios que debieron enfrentar. Raramente dejaron testimonios escritos, ya que la mayoría no sabía escribir o lo hacía de manera muy rudimentaria.
Las actas de esos juicios revelan el carácter, las creencias y redes relacionales de esas mujeres. Pero también denotan las estigmatizaciones, el reduccionismo y las burlas de quienes las juzgaron y sentenciaron al exilio, pagar multas o a la muerte.
Las mujeres anabautistas ejercitaron la memoria para aprenderse versículos, muchos versículos, de la Biblia. En las actas redactadas por los enjuiciadores quedaron plasmadas sus respuestas cuando eran cuestionadas sobre por qué rechazaban el bautismo de infantes, cómo es que en reuniones caseras practicaban la Cena del Señor en dos especies, pan y vino; qué afirmaban al pedirles cuentas acerca de su desobediencia a las autoridades y sus ordenanzas.
Ellas simplemente citaban, sobre todo, secciones del Nuevo Testamento, para afirmar que su conducta se basaba en las enseñanzas de Jesús.
En contraste con la sociedad corporativa las mujeres anabautistas ejercieron una fe consciente y desarrollaron un discipulado voluntario. Debían responder personalmente y no su padre, esposo o guardián por ellas.
Al elegir ellas una comunidad de fe estaban rechazando el principio eclesiológico y político reinante en el siglo XVI, el de que según la religión del rey debía ser la religión del pueblo (cuius regio, eius religio). Porque en el anabautismo nadie podía ni debía imponerle la fe a otro ni a otra.
En el siglo XVI, en Europa occidental, entre dos mil y tres mil anabautistas fueron ejecutados, miles más torturados, les confiscaron propiedades, padecieron cárcel y/o destierro que les obligó a deambular por muchos lugares. La mayoría de las ejecuciones de anabautistas y las persecuciones más crueles tuvieron lugar en territorios católicos.
En el volumen compilado en 1660 por el pastor menonita holandés Thieleman J. van Braght (cuya traducción al inglés se titula Martyrs Mirror y tiene casi 1200 páginas), se incluyen casos de 278 mujeres, un tercio del total de quienes sufrieron la pena muerte, que fueron llevadas a la hoguera, ahogadas, o estranguladas por causa de su fe.
Otra fuente menciona que, durante el siglo XVI, en determinadas regiones de Europa, en las cuales la persecución fue más cruenta, las mujeres anabautistas ejecutadas representaron el 40 por ciento del total de martirizados.
No es posible recuperar el amplio abanico de la Reforma radical sin aquilatar el involucramiento de las mujeres en este movimiento.
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