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Los niños deshechos y desechados

Un artículo de Carlos Díaz, filósofo.

INFANCIA PLENA 11 DE OCTUBRE DE 2025 21:25 h
Niños en Haití./ World Vision

Desde hace treinta largos años tengo puesto el corazón en las calles. Un corazón callejero quisiera que fuera el mío, y de hecho lo es en parte. Por el contrario, un corazón clausurado en la intimidad sólo sirve para escribir autobiografías cursis y lastimeras; en lugar de salir fuera para acompañar al doliente en su propio terreno, ellos y ellas se clausuran para regodearse en la complacencia de sus afectos y sentimientos propios, familiares o amicales, no vaya a ser que, si lloramos de verdad lo ajeno en exceso, nos quedemos sin lágrimas para llorar lo nuestro y lo de nuestro círculo. Así pues, prudencia sentimental ante todo, coraza y reciedumbre.



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A veces, cuando esos círculos se sienten amenazados real o imaginariamente,  pueden llegar a desear el exterminio de lo ajeno sin desodorante y a la empatía. Las vísceras del ego hipócrita ni traspasan el Rubicón, ni transfunden sentimientos altruistas, pues la diplomacia está para sustituir a la condolencia. Y ahí los ves en el  funeral con gafas negras hablando de si el Real Madrid ha ganado o perdido el partido, y eso constituye el más profundo pésame del que son capaces los reyes y las reinas del corazón y de la brillantina.  No entienden lo sagrado, y por eso lo convierten en profano. Así les han educado.



Dicho esto, como puede colegirse, participo en muy pocos velorios tanáticos, huyo de las plañideras y de los plañideros, a veces profesionales a sueldo, y sólo comparezco en quienes han conmovido alguna vez mi corazón sinceramente, especialmente los niños y los emigrantes desangrados en todas y cada una de las  venas abiertas de América Latina. 



No busca, pues, en absoluto este escrito sencillo "el momento del corazón" ajeno, que tanto denostaba Hegel, ni la admiración que subrepticiamente acompaña al narrador de necrologías, que como los cabos furrieles de intendencia son los últimos en morir. Alguna vez me he permitido el sarcasmo contra los falsamente devastados que engolados claman rasgándose las vestiduras ante el féretro abierto y aún caliente:  "no somos nada", a los cuales les replico con sorna: "desde luego, y menos en calzoncillos, ¿no le parece?".  



Estoy escribiendo con el corazón casi de rodillas. Si quieren acompañarlo, salgan de sus casas y vénganse a esos países: sólo falta dar ese paso, siempre demasiado breve y pobre, porque cuando un ciego guía a otro ciego ambos acaban en la zanja. Por tanto, busquen un buen guía y dejen de hacer manifiestos y programas sobre el mal. 



Aún así también a mí  me cuesta un chingo mirar a otro lado ante el sufrimiento infantil, y hasta me entristecen tantas y tantas asociaciones estatales, civiles y religiosas con su caridad correctamente administrada, aunque las considero desgraciadamente necesarias dado el fracaso brutal del Estado. De todos modos, seguramente las molestias cervicales que siento cada vez mayores procedan sobre todo de esa dificultad para torcer el cuello para evitar mirar allí a donde tengo que mirar. Soy el borracho que busca las llaves de su coche a la luz de una farola distante porque allí hay luz, y no junto al coche mismo. Esa podría ser la causa más habitual de cualquier forma de  estrabismo. Y, aunque siempre procuro evitaro, no paso de ser el esclavo cobarde que desde el fondo de la caverna asciende a la idea del bien y regresa al poco tiempo a la ardiente oscuridad porque allá arriba cuesta mucho  sostener la mirada de la claridad: el esclavismo como sanación, que es la farsa del platonismo.



Ni aventurero ni temerario, me acerco vergonzantemente a los niños socialmente abandonados por todos nadando y guardando la propia ropa. Soy un valiente de lo más cobarde, un vulgar extraordinario, y me reconozco en eso en las instituciones de beneficencia estatales, sociales y religiosas que hacen la caridad en horario limitado y bajando la persiana en las horas de descanso. 





De todos modos, los niños señoritos de padres señoritos con caracola cerrando sus cabelleras en la Feria de Sevilla, y de instituciones y estratos sociales también me parecen víctimas, he sido su profesor y aún lo soy de cuando en cuando; pero uno no puede estar con todos ni lo puede todo. Con esa limitación, me esfuerzo por trabajar con los niños deshechos  y desechados. He tenido la experiencia fuerte de visitar y acompañar en cárceles y reformatorios latinoamericanos, como escribí en mis Memorias, entre los cuales -cárceles y reformatorios- apenas existe diferencia, ya que allí los niños son adultos presos que en no pocos casos invocan a gritos a sus mamás, a veces como mero recurso ideatorio,  pues se las inventan desde la más tierna infancia dado su déficit radical de amor.



Este perder la cabeza y desvariar, o al menos este sentir para siempre remordimientos, se me hace inevitable, y ni lo arreglan ni Lenin, ni Hitler, ni Trump, ni la hermana Teresa de Calcuta, ni las religiones que hablan del amor sin practicarlo porque son egosintónicas, ni el Dios omnipotente sin la anuencia libre de las personas.



También he conocido de cerca a niños de la calle en Centroamérica. Cuando rezo en el credo "descendió a los infiernos" me vienen inmediatamente a la vista los niños en búsqueda de algún bolo alimenticio medio podrido rescatado de los basureros o de alguno de los escasos albergues que les ayudan con limosnas al logro del mínimo vital necesario para sobrevivir. Toda su vida es la calle, en la que duermen, muchas veces en las redes de alcantarillas que conocen a la perfección y  que disputan a las ratas.



Vagabundeando por los arrabales en pandillas sucias y broncas, a veces enemigas mortales entre sí a la búsqueda de la supervivencia instintiva, ellos y ellas añaden a sus vidas brutales la hora enésima de la prostitución, exactamente como lo describía Marx a mediados del siglo XIX, sin que en estos ámbitos hayan cambiado un ápice las cosas. A la vista de lo cual siempre me hubiera gustado preguntar a Ortega y Gasset si se retractaría de su célebre afirmación "los hombres no tienen naturaleza, tienen historia". Entre el arco superficial, la mandíbula prognática, y los brazos para asfixiar a las presas, a veces tengo ante mí en pleno siglo la viva estampa del sinántropo, es decir, la mera naturaleza sin evolución histórica.



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No resulta fácil abrazar a esos niños sucios, malolientes y harapientos, siendo para ello necesario vivir a ser posible con ellos, olerlos y sobre todo, aprender con ellos. Mal hijo biológico será aquel que no sólo no lo comprenda, sino que además cuestione la paternidad de sus propios padres entregados a los hijos ajenos. Pero tampoco podría el padre que no se dedica a los propios retoños en beneficio de los ajenos  llamarse "padre" con la boca llena. Ciertamente, en la vida hay que atenerse con fidelidad a la escala de valores que uno elige, pero esa elección prioriza unos valores con  detrimento de otros. La escala es eso; una escala, no una hamaca bajo la palmera playera con café, copa y puro. Una mala capa no todo lo tapa, y ni siquiera una buena.



No quisiera dejar de concluir en cualquier caso, que, a pesar de todas las dificultades para alcanzar la cercanía, los niños de la calle son muy afectivos, aunque desordenadamente a veces. Pero de que llegan a quererte tengo menos dudas de que yo llegue a quererlos a ellos en sus lugares. Resulta muy duro volver y que algunos de ellos no estén ya allí porque han desguazado los cuerpos para vender sus órganos. Es el miedo a la distancia lo que, una vez más, impide la cercanía.


 

 


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