Nuestro arrepentimiento sincero y la fe en la persona y en la obra de Jesucristo nos otorgan el impagable don de la vida eterna y nos indulta del pecado.
No son pocos los que piensan que la cuestión del pecado es un puro invento religioso para reprimir a las personas en general, además de culpabilizarlas por incumplir las demandas de un supuesto Dios totalmente ególatra y caprichoso, que exige una total lealtad a sus seguidores para que estos sean merecedores de las bendiciones divinas.
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El pecado es una palabra maldita según los nuevos ingenieros sociales, porque según estos, la palabra pecado tendría que desaparecer de todos los diccionarios habidos y por haber.
Lo ideal y necesario sería desterrar del imaginario social la influencia judeocristiana y especialmente el concepto del pecado, que para estos promotores de los antivalores cristianos, la palabra y la cultura religiosa del pecado estigmatiza a las personas en general y eso no se puede consentir en el siglo veintiuno.
Todos somos imperfectos, aunque estamos dotados de grandes potencialidades tanto humanas como divinas. Aunque también es innegable que todos los seres humanos somos defectibles por naturaleza. Y constantemente nos debatimos entre el bien y el mal.
Cambiemos por momentos el término pecado por error, falta, defecto, maldad, etcétera y llegaremos a la misma conclusión, porque aunque cambiemos la etiqueta del envase del veneno este sigue siendo igual de autodestructivo para uno mismo. El pecado es un mal endémico y humanamente irreparable para toda la raza humana
La Biblia nos muestra que el pecado es una transgresión de cada ser humano contra la buena voluntad de Dios, que por cierto siempre es benigna.
Nuestra indiferencia hacia nuestro Creador, nuestra rebelión activa y nuestra independencia confirman nuestro pecado personal de autosuficiencia. Hemos expulsado a Dios de nuestras vidas y también de nuestros proyectos colectivos cual Torre de Babel.
Pero Dios muestra su amor hacía todos nosotros, en que siendo aún pecadores como somos, Cristo murió por cada uno de nosotros. Dios en su pura esencia es santo y existe un verdadero abismo entre él y nosotros por nuestra pecaminosidad.
Pero la gran paradoja del amor de Dios, es que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores de la condenación eterna a través de su muerte en la cruz y del poder de su gloriosa resurrección.
Por esta razón las Escrituras nos declaran que “si confesamos nuestros pecados, Dios es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad”.
Nuestro arrepentimiento sincero y la fe en la persona y en la obra de Jesucristo nos otorgan el impagable don de la vida eterna y nos indulta del pecado que nos sentenciaba a la muerte eterna. Solo Jesús es nuestro verdadero pontífice para con Dios
La psicología nos habla del sentimiento de culpa que tortura a muchísimas personas en el mundo actual y este estado lo atribuyen a diversos factores tanto personales como a traumas familiares.
Pero lo cierto de este asunto es que todos en mayor o en menor medida padecemos este mismo sentimiento de culpa que por lo general lo enmascaramos como podemos para aliviar momentáneamente nuestras dolientes conciencias.
Pero la buena noticia es que la cruz de Cristo es el fin de la culpa en todos los sentidos.
Por eso el evangelio de Jesús es en síntesis, este “que de tal manera amó Dios a este mundo nuestro, que dio a su Hijo eterno, para que todo aquel o aquella que en él crea no se pierda más tenga vida eterna”.
Y solo por medio de la fe en la persona de Jesús se nos otorga la doble bendición de la salvación eterna de nuestra vida y también de recibir la capacidad del Espíritu Santo en nuestra vida cotidiana contra el poder del pecado.
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