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Los ingredientes del Pentecostés: El resucitado nos sopla de su Espíritu

Hay que celebrar que el Señor resucitado se acerca a nosotros, nos da la facultad de perdonar y nos invita a averiguar qué estamos haciendo en esta vida.

ENROLADO POR LA GRACIA AUTOR 1053/Joel_Sierra 08 DE JUNIO DE 2025 13:40 h
Foto: [link]Jametlene Reskp[/link], Unsplash CC0.

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, y estando las puertas cerradas en el lugar donde los discípulos se reunían por miedo a los judíos, Jesús entró, se puso en medio de ellos y les dijo: “¡Paz a ustedes!”. Habiendo dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se regocijaron cuando vieron al Señor. Entonces Jesús les dijo otra vez: “¡Paz a ustedes! Como me ha enviado el Padre, así también yo los envío a ustedes”. Habiendo dicho esto, sopló y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A los que remitan los pecados, les han sido remitidos; y a quienes se los retengan, les han sido retenidos”. (Juan 20:19-22 RVA2015)



Al celebrar el Pentecostés, nos servirá mucho recordar que el Señor resucitado estuvo con sus discípulos durante cuarenta días antes de su gloriosa Ascensión al cielo. Convivió con ellos, enseñándoles más acerca del reino de Dios, y preparándolos para el cumplimiento de la misión en todo el mundo.



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Queremos observar con detalle ese período, esas apariciones de Jesús resucitado antes de la Ascensión. De todos los escritores del Nuevo Testamento, testigos del Señor Jesús, el evangelista Juan es muy original en su manera de relatar los eventos de nuestra salvación.



Por ejemplo, mientras que Mateo, Marcos y Lucas ubican el episodio de la purificación del templo casi al final del ministerio de Jesús, en Juan aparece apenas en el capítulo dos, cuyo tema parece ser la purificación, por la transformación del agua de las tinajas del rito de la purificación en vino, que es el símbolo de la sangre de Cristo, que realmente nos purifica más que cualquier rito de lavamiento con agua.



En los otros Evangelios, la institución de la Cena del Señor está ubicada en la última noche antes de la crucifixión de Cristo. Pero en el Evangelio de Juan no es así. La enseñanza sobre la Cena del Señor está trenzada con el relato de la multiplicación de los panes y peces, en el capítulo seis.



Para los cristianos, el Pentecostés es la celebración del cumpleaños de la iglesia. No es el aniversario de cada congregación, sino el de toda la iglesia cristiana.



El Espíritu Santo vino a la comunidad de los ciento veinte, que luego fueron capaces de ser testigos de la resurrección del Señor en todas partes del mundo. En el libro de los Hechos aparece ubicado cronológicamente en la fiesta de las cosechas, cincuenta días después de la pascua.



Sin embargo, observamos que en Juan aparecen los ingredientes del Pentecostés ya desde la noche de aquel primer día de la Resurrección del Señor Jesús.



Están reunidos los discípulos, llenos de miedo, y en medio de ellos se presenta Cristo resucitado, los saluda con su paz, les muestra sus heridas y su buena voluntad de gracia, los envía por todo el mundo de la misma manera que el Padre lo envió a él; se acerca a ellos, les sopla el Espíritu Santo y les comparte un poder extraordinario.



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Nos identificamos con aquellos discípulos porque sabemos bien lo que es tener miedo. Y le rogamos a Dios que se haga presente entre nosotros, se acerque y nos sople su aliento.



 



Ese no es el punto final



El Espíritu Santo proviene de la presencia misma de Dios y nos llega a través del Señor Jesús resucitado. Las puertas de la casa estaban cerradas porque los discípulos tenían miedo. El Señor Jesús se apareció en medio de ellos y les dio su bendición y su paz.



La presencia del resucitado entre nosotros dándonos su aliento de vida echa fuera nuestros miedos. Nosotros no sabemos lo que es morir y resucitar, como el Señor Jesús, pero sí sabemos lo que es tener miedo, como los discípulos.



Si no manifestamos ese miedo al estar despiertos, sí se nos manifiesta durante el sueño, por medio de pesadillas que reflejan nuestra ansiedad, preocupaciones o miedos.



El Señor les mostró las manos y el costado, y los discípulos se alegraron al verlo. Es el que fue crucificado. No es otro. Es él. Tiene las marcas de haber sido torturado y ejecutado, pero ha resucitado.



Esto es una fuente de alegría enorme, porque significa que la violencia y la muerte no tienen la última palabra. Los sucesos terribles que han ocurrido no son el final de la historia.



La historia no termina con un crimen, y las tragedias indeseables no son el punto final. Son sólo ‘comas’, ‘punto y coma’, o ‘punto y seguido’, pero no punto final. Todavía no ha terminado la historia, porque es una historia de bendición.



El que fue crucificado ha resucitado y está aquí entre nosotros. Para quienes creemos en Cristo esto es una fuente de gran alegría, porque estamos inmersos en un contexto de violencia, de crímenes sin resolver, de justicia humana imperfecta.



Sin embargo, estas crucifixiones no son el final de la historia. La resurrección de Cristo anuncia el triunfo de la vida como la verdadera conclusión de todo relato.



Es entonces —en el contexto del triunfo de la resurrección— que recibimos las palabras de envío; es la versión de “la gran comisión” en el Evangelio de Juan. Somos enviados al mundo de la misma manera que el Hijo fue enviado por el Padre.



El Hijo fue enviado por el Padre para reparar un mundo descompuesto, para rescatar algo que le pertenece a Dios, para comunicar la buena voluntad de amor de Dios por el mundo, para bendecir a todas las familias de la tierra. Y a eso mismo nos ha enviado el Señor Jesús también a nosotros.  



Que el Señor nos ayude a ver que la historia no ha terminado aún, y que nos invita a participar hoy en la bendición y la reparación de su mundo.



 



Enviados al mundo



El Hijo, el Verbo eterno de Dios, se encarnó. Asumió la condición humana. Esto quiere decir que el mensaje de Dios no quedó sólo en palabras o ideas, sino que tomó forma concreta. Dios caminó por nuestros barrios, habló nuestro idioma y comió nuestra comida. Fue uno semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado.



El Hijo fue enviado para anunciar que el reino de Dios se ha acercado, para llamar al arrepentimiento e invitar a la fe. Ese fue el mensaje de Jesús: “El reino de Dios ya está aquí. ¡Arrepiéntanse, y crean en la buena noticia!”



Con ese mensaje fue enviado Cristo del cielo a la tierra. Y de la misma manera nos envía a nosotros al mundo.



Somos enviados, eso es lo que significa la palabra apóstoles; por eso la iglesia cristiana es verdaderamente apostólica; somos comisionados, embajadores que representan al evangelio.



Somos enviados a proclamar con palabras y con acciones (con la vida misma), que Dios reina. Que, en medio del imperio de intereses económicos, de poderes políticos y sociales, en medio de las fuerzas de costumbres y tradiciones, en un contexto de potestades de maldad y envidia, y de pequeñez de espíritu, el verdadero rey es Dios.



Y si Dios ya reina, entonces nuestra vida ha de llenarse de justicia y paz. Debemos andar en el camino correcto, porque el testimonio del SEÑOR es fiel y hace sabio al ingenuo. Si Dios reina, hay que reconocer y discernir cuando algo nos hace daño para apartarnos de ello.



Como el Padre envió al Hijo, así el Señor Jesús nos envía a nosotros, su iglesia apostólica, a proclamar que Dios reina…



Luego sopló sobre ellos para darles el Espíritu Santo. El Espíritu proviene de Dios el Padre y nos llega por medio del Hijo resucitado. Reconocemos y admitimos nuestro miedo. El que fue crucificado ha vencido a la muerte y al resentimiento, y nos sopla de su aliento.



 



Quiero estar cerca



El Señor Jesús resucitado sopló sobre sus discípulos para darles el Espíritu Santo. Es el aliento de nueva vida que llena los pulmones de quien ha vencido a la muerte.



Pero para que nos llegue el soplo del aliento de Jesús, es necesario estar cerca de él. Si alguien sopla a varios metros de distancia, no se percibe nada. La cercanía con Jesús es el ingrediente indispensable para poder recibir el soplo de su aliento.



Su corazón resucitado palpita con nueva vida. Por eso su aliento es distinto, porque ha resucitado. No es el aliento de alguien agonizante, que al final exhala diciendo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.



Ahora es aliento de vida, es el mismo aliento que sopló sobre la faz del abismo, sobre el océano primigenio, y que lo llenó del fenómeno espectacular de la vida con toda su asombrosa diversidad. Es el mismo aliento. Es la rúaj de Dios que llenó de vida todo el planeta.



Ese es el aliento del resucitado que es capaz de generar nueva vida en nosotros hoy. Pero para poder recibirlo hay que acercarse a Jesús. Es necesario estar en una relación estrecha y cercana con el Señor Jesús resucitado. Quiero estar cerca de ti, Jesús, tanto que me llegue el soplo de tu aliento. En medio de la duda, el dolor y el miedo… más cerca de ti, Señor, cerca de tus pasos, de tus huellas, cerca de tu fe y de tu pensamiento, más cerca de tu voz y de tu corazón.



Esto quiere decir que recibir el Espíritu Santo no significa tener nuevas revelaciones o desarrollar un conocimiento secreto, independiente de Cristo. Más bien tiene todo que ver con el Señor Jesús.



Recibir el Espíritu Santo es aprender más y más de Cristo. Es tener la capacidad de orar y confiar en el Padre celestial, así como Jesús. Es poder cenar con los pecadores sin contaminarse, es tocar a los leprosos con una actitud sanadora.



Es la capacidad de dar la otra mejilla y andar la milla extra para servir al enemigo opresor y echarle en cara su violencia y su abuso. Tener el Espíritu Santo es compartir los pensamientos de Jesús, tener la mente de Cristo, llena de la Palabra de vida, de la ley de Dios que es perfecta y convierte/transforma el alma.



El Espíritu Santo no es una nueva revelación de Dios. Viene a recordarnos todo lo que nos enseñó Jesús, y a guiarnos a toda verdad. Es indispensable ser llenos del Espíritu, del aliento del resucitado, para poder realizar el encargo al que nos envía Jesús al mundo.



Señor Jesús, queremos estar cerca de ti, tan cerca que nos llegue el soplo de tu aliento. Queremos pensar y actuar como tú, por el poder de tu Espíritu en nosotros. Ayúdanos a amar al enemigo para verlo como un hermano, y a confiar en el buen Padre celestial hoy y siempre. Amén.



 



El primer poder 



Al pensar en el poder de Dios tal vez somos muy dados a pensar en las grandes empresas misioneras y evangelizadoras. La idea de poder nos pone en la sintonía de lo grandioso, lo espectacular.



Además, entendemos que el Señor nos sopla su Espíritu para capacitarnos y poder así cumplir con la misión a la que nos ha enviado a todo el mundo.



Con el poder del Espíritu Santo podemos ser testigos “en Jerusalén y en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra”. La realización de la misión cristiana es gracias al aliento de vida de Cristo, gracias al Espíritu Santo. Pues, sin Espíritu no puede haber misión.



Sin embargo, en el Evangelio según Juan se pone en primer lugar un poder muy especial. Es el primer poder que nos confiere el Espíritu Santo. Es la capacidad de perdonar.



Tal vez nos imaginamos que al tener el Espíritu Santo recibimos poderes extraordinarios, como el hablar en lenguas, sanar enfermos o adivinar los pensamientos de los demás.



Tal vez pensamos que con el aliento y el impulso del Espíritu podemos llevar el evangelio en una súper cruzada cristiana hasta el último rincón del planeta. Y todo eso está bien, pero hay una capacidad primordial, que es el poder de perdonar.



Los súper poderes que vienen con el Espíritu —los dones que tanta atención han recibido en algunos círculos cristianos en las últimas décadas— no ocupan el lugar que en el Evangelio según Juan ocupa el poder de perdonar.



Es el primero y más grande de los poderes que vienen con el Espíritu. Es poder perdonar. Y para convertirnos en misioneros a cualquier parte del mundo, la realización de la empresa misionera requiere que primero sepamos y podamos perdonar.



También tenemos la libertad de no perdonar, pero eso nos entretiene y distrae con resentimientos inútiles, que nos deforman, amargan y envenenan el corazón.



Si nuestro Maestro Jesús es el experto perdonador, que no les reclama a los discípulos el haber sido abandonado y traicionado por ellos, sino que los perdona y les dice “paz a vosotros”, nosotros hemos de aprender que —en su momento y bajo las condiciones del caso— perdonar es más sano que no perdonar.



Perdonar es reconocer que no hay nadie perfecto, y aplicar la gracia, tanto para quien nos ha ofendido, como también para nosotros mismos. Pidamos al Dios de amor que nos ayude a realizar la misión con la alegría de haber perdonado, liberando las ataduras para que el resentimiento no siga lastimando nuestro corazón.



Que podamos dar testimonio de que Cristo ha resucitado, con el alma libre de odios y rencores.



 



La pregunta del soplo apacible



El Señor vino al profeta Elías de una manera muy suave, como un soplo apacible. No estaba en el estruendoso viento que partía las rocas, ni en el terremoto ni en el incendio, sino en un soplo que emitía un sonido muy suave y delicado, y que le presentó la pregunta de Dios: ¿Qué haces aquí?



Ese soplo se parecía mucho al soplo del Señor Jesús resucitado en medio de sus discípulos, dándoles el Espíritu Santo, en la noche de aquel primer día de la resurrección.



Así, Elías también experimentó lo mismo que los discípulos del Señor Jesús. Es la presencia misma de Dios, manifestada por medio de un soplo apacible, que nos comparte el gran poder de perdonar, y que tiene para nosotros una pregunta.



Es un soplo apacible que sólo se percibe cuando estamos cerca del Señor Jesús. Cuando escuchamos sus enseñanzas y consideramos su ejemplo, aprendemos a pensar y a caminar como él.



La pregunta que acompaña el soplo suave y delicado del Espíritu es “¿Qué haces aquí?”



El Señor nos pregunta: “¿Qué haces aquí?” Es una buena pregunta de parte del Señor. Hay que responder. Pidámosle ayuda al Espíritu: Ayúdame a entender qué hago aquí. ¿Qué propósito tienes para mí aquí? ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Cómo te puedo servir mejor aquí? ¿Por qué me ubicaste en esta familia? ¿Por qué me diste esta madre, padre, hermanos y hermanas?



¿En qué consiste mi paso por la vida, por este lugar? ¿Qué puedo hacer por ti en este momento de mi vida, y con los recursos que tengo a la mano? ¿Qué puedo hacer con mis experiencias y mis habilidades? ¿Cómo te puedo servir? ¿Qué hago aquí? Es la pregunta del Espíritu –soplo apacible.



La pregunta no queda sin contestar, porque el Espíritu mismo nos inflama, nos convierte de haber sido estatuas de piedra muerta, que no sabemos hacer nada, en piedras vivas: hombres y mujeres de carne y hueso y de corazón, que (aunque no seamos gran cosa), podemos abrir los brazos para compartir con quien sufre, una palabra de consuelo.



Podemos compartir una palabra de esperanza, porque el Señor se acerca a nosotros y nos renueva la esperanza en medio de grandes dolores.



Hay que celebrar que el Señor resucitado se acerca a nosotros, nos sopla su Espíritu, nos da la facultad de perdonar y nos invita a averiguar qué estamos haciendo en esta vida.



Que el Señor nos ayude a responder sinceramente y a tener claridad para vivir en la alegría de su servicio.


 

 


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