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Disciplina de la iglesia, un gran bien, o un gran mal

La disciplina se debe administrar sobre quien piense solo en sí mismo. Y si se actúa con eficacia, será guiado, feliz y voluntariamente, al trabajo de sí mismo para el servicio al resto del cuerpo.

REFORMA2 AUTOR 7/Emilio_Monjo 08 DE JUNIO DE 2025 17:45 h
Foto: [link] Medienstürmer[/link], Unsplash CC0.

El capítulo XV de la Confesión de Fe de Londres, 1560 (o 1561, según se cuente), que Casiodoro de Reina compuso y presentó, dicta “de la disciplina eclesiástica”.



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Nada que decir aquí de la condición de documento de circunstancia de dicha Confesión española, ni de los aspectos de medios de gracia que en el mundo evangélico reformado se le atribuyen a la predicación, la administración de los sacramentos y la disciplina eclesiástica. Si acaso, advertir que es un tema bastante dañino cuando no se entiende bien, pues al final, algunos piensan que son medios que tiene la Iglesia para llevar la gracia al pecador, como si fueran canales, que ella administra.



Lo mejor siempre es poner las cosas en su debido lugar. Si de gracia de Dios se trata, cualquier medio para la misma es siempre de Dios, un medio en las manos de Dios, no de ninguna institución. Eso de que “somos las manos de Dios” y cosas así, parecen cosas bonitas, pero con ello se está a un paso de ser mediadores, y para eso ya está el papado.



Además, cualquier mediación, en este asunto, no pasa de ser simple manipulación. Aunque con el apaño de los medios de gracia algunos pastores viven como curas.



Dice el capítulo citado: 1.- “Aunque por el ejercicio de la disciplina eclesiástica no seamos justificados, parece que con razón la debemos poner entre los medios externos de nuestra justificación [negritas mías], en cuanto por ella primeramente se procura retener a los fieles, que son congregados en algún cierto lugar, en la justicia y limpieza de vida, y así mismo en la unidad de la fe, y consentimiento de doctrina, que profesa la Iglesia Católica.



2.- A esta doctrina gobernada por el Espíritu de Dios, y por la regla de la divina palabra, confesamos deberse sujetar todo fiel en cuanto la cristiana libertad lo permitiere y la caridad de los hermanos lo demandare.



3.- Y así nosotros nos sujetamos a ella de buena voluntad, deseando y pidiendo ser enseñados con caridad, de los que mejor sintieren, y corregidos por la misma en las faltas que en nosotros, como hombres, se hallaren”.



Que una comunidad, en este caso, la iglesia española de Londres, al hablar de disciplina no tenga cosa mejor que decir que se sujeta de buena voluntad a ser enseñada y corregida por los que mejor sintieren, resulta, cuando menos, sorprendente.



Especialmente con la idea de disciplina que suele ser la referencia común en la actualidad en el mundo evangélico. En esto, tan cercano al papado, o tan cercano al primer anabaptismo o los libertinos, como extremo opuesto.



Que la disciplina eclesiástica ha sido un gran motor de corrupción de la cristiandad, ahí está la historia. Si alguien quiere leer la carta de Jerónimo a santa Eustoquio, pobre chiquilla, ya verá la insensatez en grado sumo, presentada como santidad suma.



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El modelo siempre era la lucha personal para lograr la victoria por el esfuerzo, si se quiere, todo aderezado con textos bíblicos. En el caso de Jerónimo, usados de forma horrenda, que produce terror al saber que era alguien que tanto conocía el texto bíblico como para realizar su célebre traducción. Un aviso, si se quiere ver.



El mundo del monacato es el mejor espejo donde mirar esa corrupción. Aunque no solo en ese espacio, la figura también se integraba en la individualidad de cada uno en su casa o por el camino. Incluso el término “disciplina” se usa para indicar un tipo de látigo para el autocastigo individual, todo con la finalidad de formar verdaderos atletas, ejemplos de vencedores contra el diablo. Que ya hay que ser brutos, con una obra diabólica, ¡expulsando y venciendo al diablo!



Teodoreto de Ciro (-457), en su trabajo sobre los monjes sirios (allí está el famoso Simeón el Estilita, que tiene guasa), raramente los llama monjes o eremitas, sino atletas. La vida cristiana se convierte en un espacio de lucha atlética. Incluso se hicieron manuales de lucha, las famosas listas y métodos de lucha espiritual: lista de pecados y virtudes, cómo hacer las llaves necesarias para tumbar al enemigo… en fin, el papado en estado puro.



Cuando esta corrupción se mira en el mundo llamado evangélico, la cosa se reduce un poco, no en su perversión, sino en su individualidad.



Parece que lo que se propone con esos ejercicios espirituales, esas disciplinas, no es más que culturismo. Cuando te presentan los modelos o modos de alcanzar santidad, es normal que mires algún musculado. Se trata de mostrar lo que se ha progresado.



Algunos se presentan ellos mismos como ejemplo, como aquél fariseo. Sin entrar en otras consideraciones, lo normal también es que si miras cómo mira la Escritura el tema, esos culturistas musculados salgan con la verdadera figura: colgajos por todas partes, pero haciendo figuras musculares. Santidad del ridículo.



Sin embargo, al comprender la disciplina como vida cristiana, la cosa cambia, y se atiende a su condición fundamental de la fe cristiana. Así lo entendió la Reforma en sus inicios, continuada en el pensamiento especialmente de Calvino, al que si se ve en sus escritos se verá como el autor que más se interesó por la disciplina, porque tanto se interesó en la vida cristiana. Ve, si no, su Institución.



Con disciplina cristiana se atendía a un espacio de comunidad. Se trata de la comunidad, no de cómo uno se hace un musculito. El procurar la disciplina simplemente significa, en esos momentos, que la comunidad disponga de lo necesario para su vida, material y espiritual.



Por eso, en este caso de Calvino, el Consistorio, cuando “disciplina” a una persona, lo que hace es indicarle y guiarlo al cambio, respecto a cómo esa persona está perjudicando el bien de la comunidad.



Que la cuestión es crucial en la comprensión de Calvino lo demuestra el tratamiento del asunto en el libro que varias veces he citado (Villacañas, 2025), donde la revolución práctica de Calvino incluye su explicación de la Biblia con ese asunto de referente. Por eso vemos a cada individuo, por supuesto, pero en la comunidad sin la cual no puede ser cuerpo.



Esto suena sorprendente por cómo suena el discurso normalizado en las iglesias, pero de lo que se trata es de que el individuo si solo piensa en su propio bien, incluso al punto de usar a los demás como “medios”, está descarriado.



En este caso es como las ovejas que dice el profeta, aquellos gordas y fuertes, que no dejaban beber a las más endebles. La disciplina se debe administrar sobre quien piense solo en sí mismo, en su santidad. Y si se actúa con eficacia, será guiado, feliz y voluntariamente, al trabajo de sí mismo para el servicio al resto del cuerpo.



El crecimiento, “progreso” bien entendido, en nuestra santidad, esa alegría que dura toda la vida, es medido por el aborrecimiento de sí mismo que se produce. No es un aborrecimiento destructivo o anulante, sino con el que levantamos la mirada para ver la esperanza. No se trata de llegar al puesto del fariseo, sino de crecer hasta la posición del publicano.


 

 


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