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El burrito y su madre: Lecciones sobre la misión

Nosotros llevamos a Cristo. Somos como ese burrito, que llevamos al Señor Jesús para que él cumpla su buena misión de redención.

ENROLADO POR LA GRACIA AUTOR 1053/Joel_Sierra 18 DE MAYO DE 2025 12:05 h
Foto: [link]Ellen Kerbey[/link], Unsplash CC0.

Cuando se acercaban a Jerusalén y llegaron a Betfagué, al monte de los Olivos, Jesús envió a dos discípulos con este encargo: "Vayan a la aldea que tienen enfrente, y ahí mismo encontrarán una burra atada, y un burrito con ella. Desátenlos y tráiganmelos. Si alguien les dice algo, respóndanle que el Señor los necesita, pero que ya los devolverá". (Mateo 21:1-3 Nueva Versión Internacional)



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El contador nos incluye a todos



Hay algo especial en el relato que nos dejó Mateo del episodio de la entrada triunfal. Jesús hizo su entrada con dos animales. Un burrito y su madre. De Mateo sabemos que era contador.



Fue cobrador de impuestos. En su Evangelio hay evidencias de su talento para las cuentas: Comienza con una genealogía del Señor Jesús organizada en tres secciones de catorce generaciones cada una.



Era una mente muy organizada, por el conteo de la genealogía de Cristo, en seis grupos de siete, es decir, una fracción incompleta que genera la sensación de expectativa y de preparación para la venida del Señor, que es quien completa toda la serie con su venida. Pero en otros lugares de su Evangelio nos preguntamos qué tan bien contó Mateo.



Por ejemplo, en el episodio del encuentro de Jesús con el endemoniado gadareno, Mateo (cap. 8) dice que eran dos los endemoniados. Asimismo en el capítulo 20, al salir de Jericó, mientras que los otros Evangelios dicen que sanó a un ciego (y en Marcos incluso tenemos su nombre: Bartimeo) Mateo dice que eran dos los ciegos que Jesús sanó.



Al poner así estos pares, Mateo nos está diciendo algo. Evidentemente, la fe cristiana siempre es mejor vivirla en compañía, en comunidad. El Señor mandaba a sus misioneros de dos en dos, para que se apoyaran mutuamente.



Si uno se desanima, el otro lo anima. Pero además del asunto de la comunidad en la misión, hay más en la intención de Mateo al poner a dos en los episodios: Nosotros estamos presentes ahí.



Cuando Jesús se encontró con un pobre hombre que estaba bajo el poder y el influjo del demonio, la persona que lee se mira a sí misma y dice: “En realidad éramos dos los que Jesús liberó. Yo era el otro gadareno”.



El lector se puede meter en el relato porque Mateo nos da ese espacio. Nos dice: “A ti también el Señor te sacó el demonio. Andabas perdido sin Cristo, encadenado y dominado por el enemigo. Pero el Señor te liberó. La historia del endemoniado gadareno es tu historia”. Y también con el episodio del ciego. Uno se llamaba Bartimeo; el otro era yo.  



En la entrada triunfal, todos los otros evangelistas ponen a Jesús montado sobre un burrito –Marcos y Lucas dicen que era un burrito en el que ningún otro se había montado antes.



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Pero Mateo nos presenta a dos animales. El burrito pequeño acompañado por su mamá. Este detalle tiene una enseñanza para nosotros hoy. Nos hace pensar en el acompañamiento que una generación le da a la siguiente en el servicio a Cristo.



Es una representación de los padres y madres que acompañan a sus hijos e hijas en el servicio que brindan a la causa del Señor Jesús. Demos gracias al Señor porque nos incluye en su gran historia de salvación.



 



Llevamos a Cristo



Aquel día de la entrada triunfal, el burrito en quien no se había montado nadie antes llevaba al Señor Jesús. ¡Qué tremendo privilegio para este animal de carga! Su primer trabajo fue el más importante de toda su vida: Llevar a cuestas a Jesús, servir de esa manera a Cristo, como el que lo transporta para ayudarle a cumplir su buena misión de redención.



La algarabía de la gente, los gritos de emoción, vivas y hosannas, los niños corriendo por delante y detrás y todos con palmas en las manos, todo eso podía haber llegado a confundir al burrito, porque en su pequeño cerebro pudo haber surgido la idea de que toda aquella fiesta era para él, sin darse cuenta de que lo más importante no es él –de ninguna manera—sino aquel a quien él lleva a cuestas.



Y así es con las iglesias el día de hoy. Nosotros llevamos a Cristo. Somos como ese burrito, que llevamos al Señor Jesús para que él cumpla su buena misión de redención. Y lo llevamos al lugar de trabajo o a la escuela; lo llevamos al vecindario y al mercado; lo llevamos al espacio público y al espacio privado.



Sí somos importantes y valiosos, pero nuestra importancia y valor no se compara con Cristo. En la tarea de llevar a Cristo, de ser portadores de Cristo a dondequiera que vamos, el importante es el Señor y no nosotros.



Nuestra importancia es derivada, es por aquel que va montado arriba de nosotros, que es Cristo.



No debemos olvidar que lo que vale de nuestro ministerio es Cristo, y no nosotros mismos. No es nuestra organización ni nuestros recursos; no es nuestra efectividad ni nuestra elocuencia. No son nuestros edificios ni nuestras estructuras. Lo que vale es Cristo.



Cuando el gran predicador Carlos Spurgeon se rindió a Cristo, no fue en una enorme catedral, sino en una iglesita muy humilde y pequeña. No fue por la predicación de un gran orador, sino por la proclamación sencilla de un laico que leyó y comentó brevemente el texto del profeta Isaías (45:22): “Mirad a mí y sed salvos”.



Como dice el canto: “Una mirada de fe es lo que puede salvar al pecador”. Eso fue suficiente. La invitación a mirar a Cristo clavado en la cruz fue lo que convirtió a Spurgeon en un seguidor de Cristo. Lo que vale de nuestra predicación es Cristo, y nada más.



Que el Señor nos ayude a entender que nuestra tarea no es llamar la atención hacia nosotros, sino llevar a Cristo a todo lugar para que ahí realice él su buena obra de redención.



 



El medio y el fin



En sus luchas por los derechos civiles de toda la población de Estados Unidos, sin distinción de su color de piel, el pastor Martin Luther King insistía en que el fin preexiste en los medios.



Su fin era lograr relaciones de justicia y paz en ese país. Pero ese fin no podía alcanzarse utilizando medios injustos y violentos. Esta característica de la unidad intrínseca entre el medio y el fin proviene de la vida y ministerio del Señor Jesús.



Los romanos heredaron de la tradición imperial de los griegos la idea de civilización. Creían que al llegar ellos con su lenguaje, sus derechos y leyes, sus instituciones sociales, sus baños y anfiteatros, ellos traían la civilización a pueblos bárbaros e ignorantes. La civilización es la construcción de ciudades, al estilo grecorromano.



Así, en Palestina, como en todo su imperio, los griegos y los romanos pretendían traer la salvación, el progreso, la justicia y el derecho. Algunos reyes se denominaban a sí mismos “Salvador”, “Hijo de Dios”, o incluso “Dios aparecido”.



Eran los ejecutores de la PAX ROMANA, un apaciguamiento de toda rebelión por medio de la fuerza de sus policías militarizados. En el esquema romano, el gobernador supuestamente traía una civilización de derecho y justicia, pero por medios represivos y violentos.



Las crucifixiones masivas y horripilantes, las ejecuciones y los abusos de poder hacían que los gobernantes como Pilato fueran odiados profundamente por toda la población.



Aquella multitud que gritó las vivas a Jesús cuando entró a Jerusalén, compuesta principalmente por peregrinos que habían venido a la fiesta de la pascua –muchos de ellos también galileos—identificó al que venía sentado sobre un burrito como el profeta de Nazaret.



Él también tenía una agenda, y venía para lograr un fin. Según Zacarías 9, su fin –su propósito—es la paz. Su primer acto de gobierno había de ser prohibir la guerra: “humilde y montado sobre un asno… Destruirá los carros de guerra de Efraín y aniquilará la caballería de Jerusalén; quebrará los arcos de guerra y anunciará la paz a las naciones”. La humildad y la paz son el medio y son el fin de Jesús.



A la fiesta también había venido otro visitante distinguido: Pilato. El gobernador romano no residía en Jerusalén, sino en Cesarea, en la costa. De manera que también debió haber hecho su entrada a Jerusalén.



Sobre un corcel majestuoso, rodeado por un operativo amenazante de seguridad, y con guardias militares que alejaran a la población que quería gritarle sus quejas y protestas.  Una entrada muy diferente a la de aquel Señor que viene sentado en un burrito, a traer la paz.    



Que el Señor nos otorgue hoy su congruencia entre el fin y los medios que utilizamos. Una misión cuya meta es la ternura debe realizarse también desde la ternura.



 



Una generación acompaña a la siguiente



La fe se imprime de corazón a corazón, por el contacto cercano de una generación a la siguiente. La nueva generación enfrenta desafíos grandes en un mundo que está cambiando y en un planeta que está en graves riesgos de deterioro.



A los hijos e hijas hay que darles la historia de Jesús, ayudarles a encontrarse con el Señor por sí mismos, y a responder a su invitación.



En el relato de Mateo, Jesús entró en Jerusalén montado sobre un pollino, y en esa función de servicio al Maestro, le acompañaba la borrica, la madre del burrito.



Para llevar a Cristo al cumplimiento de su buena misión de redención, aquel burrito contaba con el acompañamiento de la generación anterior, que le daba confianza y seguridad. Eso nos habla de una gran ternura, porque así es el Señor.



Aquel burrito, un poco nervioso seguramente, es capaz de realizar la labor más importante de su vida gracias a que de pronto vuelve a ver a un lado y mira que ahí va su mamá. Percibe el olor de su madre cerca. Ella va caminando cerca. Eso le da confianza y fuerza en un momento crucial.



Nos hace pensar en el acompañamiento que una generación le brinda a la siguiente en el seguimiento de Cristo. Los padres y madres presentes –de alguna manera—cerca de los hijos e hijas que llevan a Cristo a cuestas. 



Al llevar a Jesús, somos dos los burritos que realizan esa función: La generación de padres y madres, y la generación nueva, de hijos e hijas. Estamos acompañando a los jóvenes que apenas están empezando su vida, y que el Señor Jesús los quiere involucrar en una tarea, en realizar una función para sus buenos planes de redención.



Tal vez la tarea es algo sencillo: llevar a Cristo a cuestas para que él logre tocar a la gente con su amor. Los jóvenes reciben esa invitación y responden diciendo: “Sí, Señor, yo me ofrezco a llevarte. Será para mí el mayor honor de toda mi vida, poderte llevar en mi espalda y poder servirte de esa manera”. Padres y madres quisiéramos que nuestros hijos respondieran así.



Y como esta madre – asna, acompañamos a nuestros hijos. El apoyo y bendición de la generación anterior les permite realizar su tarea. Les decimos: “No te quede duda: vas a ser mejor que yo. Sigue tu camino por la vida hasta el final. Construye tu historia paso a paso y andarás. Abre bien las alas de tu noble corazón. Ten valor y confianza; yo te voy acompañando, hijo de mi alma. Si no físicamente, sí con el recuerdo y sí con la oración. Me llevas en tu corazón. Cumple tu misión de servir al Señor Jesús. Hazlo con seguridad y excelencia, que tu padre y tu madre te acompañan”.



Que nuestros hijos sean mejores que nosotros. Que lleven a Cristo y lo sirvan. Gracias a Dios por el acompañamiento de las generaciones que caminan con nosotros.


 

 


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