Tenemos que arder en el Espíritu Santo y ahí es cuando veremos al Hijo del Hombre en medio de nuestros fuegos y experimentar como las llamas no nos pueden quemar.
En una ocasión leí la historia de un niño rescatado de las llamas del fuego que consumía su casa, en sus propias palabras:
“Envuelto en una manta de mi abuelo, vi como el fuego consumía nuestra casa. Mi padre dice que yo dormía profundamente mientras él nos llevaba a mí, a mí hermano y a nuestra mascotas a un lugar seguro. Cuando me desperté y vi las enormes llamaradas, ya estaba a salvo..... El calor era intenso y el fuego cautivante..... Recuerdo el temor en las rostros de todos mientras revisaban una y otra vez para ver si todos los seres queridos estaban a salvo....”
“Préndete en fuego, y la gente viajará kilómetros para verte arder.”
John Wesley
“Jamás hay que dejar apagar el fuego de tu alma, sino avivarlo.”
Vincent Van Gogh
“Enciende un sueño y déjalo arder en ti.!”
William Shakespeare
Es para mí inevitable cada vez que pienso en el fuego, no recordar la historia de Sadrac, Mesac y Abed-nego. Los tres jóvenes judíos en el exilio de Babilonia que se negaron al decreto que obligaba a inclinarse ante la estatua del rey.
Esa actitud valiente enfureció vez tras vez al rey hasta que ordenó calentar el horno siete veces más de lo habitual. El que realmente ardía en ira y enojo era Nabucodonosor; ni le importaron las vidas de los que los echaron al fuego. Pero cuando se fijó atentamente, no podía dar crédito, miraba, y volvía a mirar... uno... dos... tres... cuatro, y otra vez... uno... dos... tres... cuatro. ¿No habían echado solo tres varones al fuego? ¿cómo es qué ahora había un cuarto varón y que además resplandecía como el hijo de los dioses? Se paseaba tranquilamente entre los tres jóvenes y la llama no prendía en ellos. Nabucodonosor no lo conocía, era el Hijo del Hombre y es bien conocido de todos el final de la historia. Por mandato del rey volvieron a sacar a Sadrac, Mesac y Abed-nego, pero el cuarto varón ya no estaba, solamente había venido para salvar a sus siervos fieles que ni siquiera olían a fuego, haciéndose realidad las palabras dichas por los muchachos cuando eran amenazados por el rey: “He aquí nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará”.
Cada vez que recuerdo esta historia pienso en los hornos de fuego que he pasado en mi vida. Y no puedo dejar de emocionarme, porque de todos ellos me libró mi Señor. Podía no haberlo hecho, pero lo hizo, y de la misma forma en que aquel niñito recordaba las llamas devorando su casa y él junto a su familia y en brazos de su padre descansaba seguro envuelto en una manta de su abuelo.
Me parece fabulosa la frase que os dejé anteriormente de John Wesley: “Préndete en fuego, y la gente viajará kilómetros para verte arder.”
Esta increíble historia real que contiene la Escritura, y que tanto le gusta escuchar a las niños, no sólo es para ellos, es y muy profunda para cada uno de nosotros. Tenemos que arder en el Espíritu Santo y ahí es cuando veremos al Hijo del Hombre en medio de nuestros fuegos y experimentar como las llamas no nos pueden quemar. Y aquí es cuando me sale del alma un ¡gloria a Dios! Alto, fuerte, y lleno de su conocimiento.
“Cuando las llamas de la vida nos prueben, quiera el Señor que aquellos que observen nuestras decisiones, reconozcan que amamos a los demás y a Dios” RKK
Tú eres quien más me importa, y a ti debo mi pasión;
Señor de la vida mía, amor, aire, y corazón.
Y me rindo ante tus plantas, y me rindo ante tu voz;
sólo tú Señor del alma ¡sólo tú, mi corazón!
Y hoy vengo de puntillas a entregarte lo que soy,
Señor de toda mi vida y de todo mi dulzor;
porque nada en este mundo me separará de ti,
¡amor de la vida mía y dueño del corazón!
Sólo tú llenas mi alma y das alas al volar,
volar ante tu presencia con alas de libertad;
corazón del alma mía y Señor del caminar,
sólo tú llenas mi aljaba, y me das felicidad.
Y hoy me entrego nuevamente y me rindo ante tu altar,
y dejo que todo el fuego me consuma al caminar.
Que no hay amor más precioso, que no hay amor más veraz
que el que recibo al postrarme, sólo eso, nada más.
Solo tú amor de vida, solo tú amor de paz,
sólo tú y mis sandalias muy puestas para gastar.
Gastar hasta ver tu rostro, gastar hasta ver tu faz,
y sin que nada lo impida, desgastarme al caminar.
Señor dulce de mi alma, Señor dulce de mi paz,
Señor que enredas mis anclas sin que lo pueda evitar.
Que hoy me queme tu fuego, que me rindo una vez más.
¡Eres todo mi universo, Dios de vida sin igual!
¿Quién habría de lograr qué me apartara de ti?
Ni la vida, ni la muerte, principado, potestad,
ni lágrimas, ni cansancio, ni quien ha de cuestionar;
Señor de todos mis fuegos ¡sólo tú, y nada más!
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