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David Brainerd: vida y curiosidades de un inesperado icono misionero

Nadie pudo adivinar el impacto de la corta vida de este enfermo y melancólico misionero presbiteriano. Sin saberlo, David Brainerd (1718-1747) impulsaría el movimiento misionero protestante del siguiente siglo XIX.

BIBLIOTECA DE CLáSICOS AUTOR 1043/Lisi_Clark 15 DE SEPTIEMBRE DE 2024 15:00 h
Banner de David Brainerd en la Biblioteca de Clásicos. / [link]Mi Tienda Evangélica[/link].

Un joven cristiano, David Brainerd, registró en su diario tres años y medio de su vida misionera en Norteamérica en el siglo XVIII. Contra todo pronóstico, las páginas privadas en las que plasmó su espiritualidad en bruto se convirtieron en el libro de cabecera de las misiones protestantes del siguiente siglo XIX.



William Carey, el «padre de las misiones modernas», dijo que el diario de Brainerd era como una «segunda Biblia» para él. Para el misionero anglicano Henry Martyn, el diario fue la inspiración de su lema: «Déjame quemarme por Dios». Hoy el diario sigue vigente y conmovedor, y retiene su importancia literaria como la primera biografía estadounidense en alcanzar a una gran audiencia europea. Sin embargo, este clásico espiritual casi no llegó a ver la luz, ya que su autor quería destruirlo.



¿Cómo ha llegado entonces a nuestro día, y qué tuvo de especial?



Una niñez marcada por la pérdida



David Brainerd nació en 1718 en un hogar próspero y piadoso en la colonia de Connecticut, Norteamérica, el sexto de nueve hijos de Hezekiah y Dorothy Brainerd. Cuando contaba con tan solo nueve años, falleció su padre, legislador y terrateniente. Cinco años más tarde, también perdió a su madre. El adolescente desconsolado fue acogido por sus familiares.



A los diecinueve años Brainerd heredó una granja, pero su deseo de estudiar superó su inclinación por la agricultura. Volvió a su pueblo natal y se preparó para la universidad, comprometiéndose con una vida de servicio cristiano.



Del legalismo vacío al nuevo nacimiento



Siempre en contacto con su mundo interior, Brainerd reflejó en su diario que por fuera no podía ser más cristiano y que estaba satisfecho con su religiosidad, hasta que caló en él la verdad bíblica de que, sin Cristo, sus buenas obras eran como trapos sucios ante Dios.



Ahora Brainerd se debatía angustiado entre sus esfuerzos por ganar el favor divino, un sentido vívido de condenación y su rechazo hacia un Dios soberano. «No me atrevía a afrontar la verdad tan importante acerca de mí mismo: que estaba muerto en mis delitos y pecados», escribió.



Una tarde de verano a los veintiún años, habiendo reconocido intelectualmente que solo podía salvarse por los méritos de Cristo, caminaba introspectivamente por un bosque. De repente le cautivó la gracia de Dios de tal manera que se despejaron todas sus dudas:



Mi alma se regocijó con un gozo indescriptible al ver a un Dios así… me pregunté por qué habría imaginado la salvación de otro modo. Estaba asombrado de no haber abandonado mis propios prejuicios antes y haber seguido este dulce camino, bendito y excelente.



[photo_footer]Los bosques que llegaría a conocer tan bien fueron testigos de su recién hallada paz. / Daniel, AdobeStock[/photo_footer]



Etapa en Yale



Poco después, Brainerd fue admitido a la Universidad de Yale, donde sobresaldría como estudiante. Pero fue aquí donde también aparecieron los primeros indicios de la enfermedad que se lo llevaría en plena flor de la vida: la tuberculosis.



En Yale no encontró aliento en su nueva fe. La facultad, supuestamente cristiana, distaba mucho del verdadero sentir del evangelio, y sus compañeros tampoco mostraban interés espiritual. Pero en 1740 el avivamiento sacudió el campus con la visita del gran predicador inglés George Whitefield.



La administración, preocupada por la ola de «entusiasmo» y la creciente rebeldía del alumnado, invitó al famoso Jonathan Edwards a dar el discurso de graduación en 1741. Pero su respuesta no fue la esperada: dijo que, a pesar de los excesos, el avivamiento que presenciaban era obra de Dios. Al día siguiente la universidad sentenció que expulsaría a los estudiantes que criticaran la espiritualidad de cualquier tutor.



[photo_footer]Brainerd comenzó sus estudios en la Universidad de Yale en 1739. / Wikimedia Commons[/photo_footer]



Este fue el caldo de cultivo en el que Brainerd, neófito que luchaba con el orgullo espiritual, cometió la imprudencia que cambió el curso de su vida. Alguien le oyó comentar que cierto profesor no tenía «más gracia que la silla en la que estaba sentado» (es decir, que no era creyente). Por negarse a confesarlo públicamente, y además por la infracción de acudir a una reunión congregacionalista, Brainerd fue expulsado en su tercer año de carrera.



Brainerd se arrepentiría y trataría de enmendar su error, y amigos influyentes también abogaron por él, pero la universidad se mantuvo inflexible. Sin embargo, la vida está plagada de ironías: su expulsión sería el primer eslabón que llevaría al establecimiento de las universidades de Princeton y Dartmouth.



Por su parte, se sumió en una depresión, ya que, para ejercer de pastor anglicano, necesitaba un título de una universidad reconocida. Con todo, Brainerd siguió estudiando independientemente con un pastor pro-avivamiento. Ese verano de 1742 consiguió una licencia de predicación bajo la asociación evangélica New Lights, y en menos de un año tendría un nuevo cometido.



El llamado misionero de Brainerd



De estudiante, Brainerd fue impresionado por un sermón sobre la misión a los nativos americanos. Hoy conocemos las corrientes culturales de su tiempo y la mala prensa que tenían los indígenas, reacios a ser evangelizados tras siglos sometidos a colonos europeos que encontraban «que era más fácil matarlos que convertirlos». Pocos, aparte de los misioneros moravos, veían la necesidad de llevarles el evangelio.



Pero cuando se invitó a Brainerd a servir entre los indios norteamericanos, no reaccionó con el espíritu de su tiempo, sino con un espíritu quebrantado. No se sentía digno de predicar a nadie, ni en su propia tierra ni en el destino más recóndito. A pesar de su falta de confianza, «simplemente entendió la necesidad que había de alcanzar a esa gente y decidió hacer algo al respecto», subraya el misionero Óscar Aguayo Mora en su introducción a esta edición.



Tras ser examinado por la entidad misionera escocesa que lo encomendó, ese invierno Brainerd recorrió 2.000 km a caballo y predicó unas sesenta veces en múltiples congregaciones.



Casi cuatro años entre los nativos americanos



[photo_footer]Brainerd perseveró predicando a la población indígena a pesar de su mala salud y los resultados iniciales nulos. / Wikimedia Commons[/photo_footer]



Brainerd inició su carrera misionera en la primavera de 1743 a los veinticinco años. Bajo la tutela de un misionero veterano, se mudó a Kaunameek (hoy Nassau, Nueva York) para vivir entre los mohicanos y aprender su lengua, aunque predicaba con intérprete. Ninguno abrazó la fe cristiana, pero estableció una escuela y tradujo parte de los Salmos.



Pero el joven misionero tenía un lastre: su tuberculosis ahora se agravaba con los cambios drásticos de temperatura, su mala alimentación, su pésima vivienda, lo mucho que trabajaba y lo poco que se cuidaba. A todo esto, se sumaba la soledad y su tendencia a la melancolía. Su diario alude veintidós veces a su deseo de morir.



Al siguiente año, Brainerd fue reasignado a los indígenas del río Delaware en Pennsylvania. Pero, aunque lo recibieron con amabilidad, tampoco aceptaron el evangelio. El panorama interno de Brainerd oscilaba entre su esperanza en Cristo y su desesperanza por su propio pecado y torpeza, la falta de fruto evidente y sus muchas dificultades. Con frecuencia hambriento y deprimido, cabalgaba por los bosques sufriendo brotes de extremo dolor por la tuberculosis. Sin embargo, anhelaba que se manifestara la gloria de Dios entre los pueblos originarios de América.



En 1745 con veintisiete años, Brainerd ya era pastor presbiteriano oficial. Había rechazado ofertas para liderar congregaciones cómodas y establecidas, pero se preguntaba si debía seguir «malgastando fondos» como misionero. Con estas dudas, Brainerd visitó otro asentamiento en Crossweeksung (hoy Crosswicks, Nueva Jersey) donde por fin vería a Dios moviéndose. Tan receptivos estaban al evangelio que acabó bautizando a 38 nativos, y en un año la congregación creció a 130 miembros.



En 1746 la pequeña comunidad cristiana se mudó para labrar su propia tierra en paz y construir una aldea. A pesar del gozo de vivir entre estos nuevos creyentes, Brainerd sufría cada vez más, desmayándose y tosiendo sangre. Cuando un médico confirmó que no se recuperaría, Brainerd tuvo que despedirse. Su «rebaño más querido» quedó al cuidado de su hermano John, cuya labor misionera duraría 34 años.



Brainerd pasó el duro tramo final de su vida rodeado de familiares y amigos, entre ellos, Jonathan Edwards, que lo recibió en su casa en Northampton, Massachusetts. Se especula sobre su relación con su hija Jerusha de diecisiete años, que lo cuidó y que falleció al año de la misma enfermedad.



Impacto de David Brainerd



[photo_footer]Jonathan Edwards inmortalizaría a Brainerd, aquí ilustrado visitando poblaciones nativas, al editar su diario. / Wikimedia Commons[/photo_footer]



Brainerd murió en octubre de 1747 sin llegar a cumplir los 30 años. Pero la historia no termina con su lápida en Northampton.



Antes de que falleciera, ocurrió algo que impactaría el mundo misionero en Occidente: Edwards descubrió una joya, el diario de Brainerd, y junto con otros amigos consiguió convencerle para editarlo. A través de la publicación póstuma de su diario, Brainerd pasaría a ser casi un santo patrono de las misiones, su vida haciendo eco del texto, «Mi poder se perfecciona en la debilidad».



Brainerd inspiró a la familia Edwards en un momento clave. Justo entonces Edwards, el teólogo americano más eminente de la época, combatía el antinomianismo, corriente que defendía que no era necesaria la obediencia cristiana. Edwards vio en el diario un aliado, y lo publicó en su esfuerzo por educar sobre la transformación auténtica del nuevo nacimiento.



Gracias a editores posteriores, el libro también traspasó barreras denominacionales. Por ejemplo, el predicador inglés John Wesley imprimió siete ediciones abreviadas para distribuir entre sus seguidores. Con su edición económica en Estados Unidos en el siglo XIX, el diario no tardó en convertirse en el arquetipo de las memorias misioneras para motivar a la «benevolencia desinteresada», y en el catalizador misionero de una ristra de nombres reconocidos como Hudson Taylor o Jim Elliot en el siglo XX.



Por otro lado, algunos han observado que el diario no es un manual. Las prácticas de Brainerd le llevaron a una tumba temprana, y su cuidado personal y emocional brilla por su ausencia. Otros han señalado las debilidades en su estrategia misionera, como por ejemplo su falta de desarrollo de liderazgo nativo.



Sin embargo, otros ven la imperfección personal de Brainerd como un plus:



un testimonio vívido y poderoso de la verdad de que Dios puede usar y usa a santos débiles, enfermos, desanimados, abatidos, solitarios y luchadores, que claman a él día y noche, para lograr cosas asombrosas para su gloria (Piper, p. 9).



Entre sus virtudes que han motivado a miles de personas se han destacado su celo por la evangelización, vida de oración y ayuno, dedicación al estudio de la Palabra, énfasis en la santidad personal, optimización del tiempo y dependencia del Espíritu Santo.



Gracias a un diario que sobrevivió, hoy nos puede emocionar y enseñar también a nosotros «un estudiante de la Ivy League que murió a sí mismo y encontró el amor eterno en Jesucristo» (Doug Sweeney).



[photo_footer]Vida y diario de David Brainerd.[/photo_footer]



Cuéntanos: ¿qué te ha llamado la atención de David Brainerd? Si has leído su diario, ¿cuál ha sido su impacto en ti?



Si todavía no has tenido la oportunidad de leer La vida y el diario de David Brainerd, es el sexto tomo de la Biblioteca de Clásicos Cristianos que puedes consultar aquí.



 



 



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