Cuanto más “dios” quiere ser el ser humano, menos humano acaba siendo.
“Sabe Dios que el día que comiereis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como dioses, sabiendo el bien y el mal”. Gn. 3:5
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“El ser humano solo vive de absolutos. Los fabrica con todo lo que tiene a mano; para uno el absoluto es el café con leche, para otro, la raya de su peinado. Nos pasamos la vida creando lo absoluto en cada cosa. Todos nuestros pensamientos son la verdad, todos nuestros actos son el bien”. (J. Leclerc). Necesitamos ídolos, reconocidos o no, porque nos hace falta dar un sentido, una fundamentación y un carácter unificador a una existencia que experimentamos arbitraria, vacía, dispersa y carente de objetivos. En una sociedad como la nuestra, aunque no lo expresemos así, vivimos motivados y manejados por el “ego-teísmo” (La deificación del “Yo”) que nos lleva a pensar y creer que la felicidad está en el éxito.
Madonna, leyenda del pop, describe con sus propias palabras la seducción del éxito: “Tengo una voluntad de hierro que he centrado siempre en superar una terrible sensación de indignidad… Supero uno de estos episodios y descubro que soy un ser humano especial, y luego llega otro bache y ceo que soy mediocre, y así una y otra vez. Lo que me impulsa en la vida es este miedo espantoso a la mediocridad que no deja de empujarme y empujarme. Porque, aunque me he convertido en Alguien, aun tengo que demostrar lo que soy. Mi lucha no ha acabado y es probable que no termine jamás” (Diario La Vanguardia. 16.08.18). Para Madonna, el éxito es como una droga que le proporciona un valor cuyo efecto se disipa rápidamente reclamando otra dosis a cada momento. La fuerza que la impulsa no es la alegría, sino el miedo. El problema es que, las cosas que el éxito nos proporciona nunca pueden ofrecer aquello que prometen, pero lo que sí hacen, porque es el peaje que cobra esa ambición, es vaciar nuestras vidas de significado y transformar nuestro yo en algo irreconocible incluso para nosotros mismos.
El problema es que la búsqueda del éxito reclama un no intransigente a los valores éticos y un sí pragmático al utilitarismo. Conceptos como: Dignidad, autenticidad, sinceridad, honestidad, lealtad, compromiso, solidaridad, fraternidad ¿sirven para algo? La pregunta es pertinente, porque el mundo/jungla en el que vivimos ha reelaborado un nuevo “código ético” a partir del principio de la utilidad, más acorde con los tiempos que vivimos.
Sí, como lo oyes, el sendero hacia el triunfo implica adentrarse en un escenario canalla es el que debes aceptar cualquier exigencia de encanallamiento. Esto suena fatal, claro está, pero cuando se va adquiriendo destreza y soltura en estas cosas, se pierde con la misma facilidad cualquier residuo de perspectiva moral. Todo ha de apuntar a patrones de utilidad, o sea: ¿Qué es lo mejor para mis intereses? ¿Nos vamos entendiendo? ¿Cómo crees que han construido su imperio buena parte de las celebridades de este mundo? ¿Con inteligencia, honestidad, humildad, generosidad, solidaridad y buena voluntad? ¡Despierta! Hay que competir para ser el mejor, tú lo vales, el “ego-teísmo” que te impulsa no puede tener techo.
La primera pregunta de Dos al ser humano fue: “¿Dónde estás tú?”, Gn. 3:9. Pero a este interrogante desafiante por parte del Creador siguió otro no menos importante: “¿Dónde está tu hermano?”, Gn. 4:9. Cuando el ser humano reprime e ignora al verdadero Dios se convierte en un “dios menor” que atenta contra la integridad de todo y de todos porque los interpreta como una amenaza para su propia autosuficiencia. Un mundo sin Dios y sin valores absolutos, es un mundo sin ley, sin justicia, sin moral y sin más referentes para actuar que la ley del “ego-teísmo”. El problema es que, cuanto más “dios” quiere ser el ser humano, menos humano acaba siendo.
La idolatría es la proyección distorsionada de nuestros anhelos de trascendencia nunca resueltos. Clamamos buscando la vida verdadera y plena, anhelamos sentido de eternidad, pero los buscamos en los lugares equivocados porque no existe ninguna cosa material en este mundo que pueda ofrecer aquello que promete: ni el prestigio, ni el dinero, ni el poder, ni la búsqueda compulsiva de fama, celebridad o grandeza. Todos estos son “dioses que fallan”, porque la falsa sensación de seguridad que nos ofrecen es el resultado de esperar que nos mantengan en los “paraísos artificiales” que construimos para sostener nuestras vidas. Pero no pueden. No tienen esa capacidad. Nos dejan siempre insatisfechos por dentro, aunque nos resistamos una y otra vez a reconocerlo.
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San Agustín de Hipona, obispo de la iglesia y tenido por uno de los más influyentes pensadores de la historia del cristianismo, cuya vida antes de ser cristiano se distinguió por la búsqueda del placer, la satisfacción de los deseos y la práctica del libertinaje más absolutos, escribió después de su conversión unas palabras que, en un momento como el actual, convendría tomar en consideración: “Señor, nos creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti”. Solio Deo Gloria.
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