Conocido como el «apóstol del sentido común» y el «príncipe de las paradojas», G. K. Chesterton (1874-1936) fue un periodista inglés prolífico que defendió la fe cristiana en el siglo XX.
Un príncipe de bigote rizado portaba una gran llave de metal amarillo al cruzar un puente hacia un castillo. Desde una de las ventanas más altas, le contemplaba expectante una bella dama.
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Corría la década de 1870 en Londres, y el pequeño Gilbert observaba el teatro de marionetas, embelesado con la historia que le contaba su padre, el agente inmobiliario que en su tiempo libre sacaba a relucir toda su creatividad, llenando la vida de sus hijos con fantasía.
Décadas más tarde escribiría:
esa escena relumbra en mi memoria como una visión fugaz de un inefable paraíso, y me imagino que la recordaré incluso cuando todos los demás recuerdos hayan desaparecido de mi mente.
Aquella llave dorada se hundiría en su imaginación, anclándole, hablándole de esperanza, de un regreso al gozo y la gratitud, y finalmente de un Dios portador de aquella llave.
[photo_footer]Una llave se hundió para siempre en su imaginación. / Fahad, Adobe[/photo_footer]
Cuando creciera, Gilbert encarnaría una figura digna del teatro, su gran envergadura de 1,93 m y 130 kg envuelta dramáticamente en capa, sombrero y bastón-estoque. Pero el colosal periodista que se codeaba con las celebridades de su época no se olvidaría de la llave dorada, y aun en la vorágine adulta, volvería una y otra vez al asombro y la inocencia de su infancia. Gracias a su imaginación, visión y fe cristiana, cautivaría a toda una generación.
Este fue G. K. Chesterton, el contrapunto ortodoxo del siglo XX: despistado polímata e icono cultural inglés capaz de debatir con los ateos más férreos sin perder los papeles, para luego invitarles al pub; o esgrimir la paradoja para explorar ideas complejas a lo largo de más de cuatro mil ensayos y ochenta libros, y a la vez encandilar a los niños vecinos con el viejo teatro de cartón.
De su explosión de escritos que abarcan desde crónicas de viaje hasta obras de teatro han bebido figuras tan dispares como Ernest Hemingway, André Maurois, Iron Maiden, Gabriel García Márquez o Neil Gaiman. Sus columnas inspirarían a Mahatma Gandhi en la lucha contra el colonialismo británico, sus relatos policiales influirían en la pluma de Agatha Christie, y sus libros defendiendo el cristianismo «bautizarían el intelecto» del ateo C. S. Lewis antes de su conversión. En cuanto a la apologética, el poeta T.S. Eliot afirmaría que Chesterton «hizo más que cualquier hombre de su tiempo» para «mantener la existencia de la minoría [cristiana] en el mundo moderno».
Gilbert Keith Chesterton nació en Londres en 1874 en una familia de clase media que, sin ser practicante, lo bautizó en la Iglesia anglicana. Beatrice, su hermana mayor, murió joven; sus fotos se ocultaron de cara a la pared y no se hablaba del tema. Cuando anunciaron que llegaba un hermano, un Chesterton de cinco años se emocionó porque por fin tendría con quien discutir. Cecil sería su mejor amigo hasta que falleciera en la Primera Guerra Mundial.
La educación formal chirriaba con este espíritu libre, tanto que a los nueve años sus padres le llevaron a evaluar por un posible retraso mental. Su brillantez y caos convivirían el resto de su vida —sería incluso capaz de dictar dos artículos distintos a la vez a su secretaria— dando pie a conjeturas modernas sobre su posible trastorno de déficit de atención. En la escuela de St. Paul se empezó a formar en el arte del debate que emplearía el resto de su vida.
[photo_footer]Desde adolescente, Chesterton se consideró «prácticamente un pagano». / Wikimedia Commons[/photo_footer]
A partir de 1892, Chesterton cursó tres años en la escuela de arte Slade, además de algunas asignaturas de literatura en la University College, pero no se graduó.
En el terreno filosófico, se había considerado «prácticamente un pagano» desde los doce años y ahora a los dieciocho, agnóstico militante. Empapado de las corrientes de su tiempo, se hundió en el nihilismo y cinismo, experimentando además con el espiritismo. Sus amigos empezaron a preocuparse por su salud mental, pero Chesterton aclaró que no estaba loco; más bien: «Simplemente estaba llevando el escepticismo de mi tiempo hasta donde podía llegar».
Un par de años más tarde, sin embargo, leyendo a autores como George MacDonald, Robert Louis Stevenson y Walt Whitman, empezó a salir de la depresión y volvió a creer en el concepto de la bondad. La llave dorada volvía a resplandecer.
En 1895 Chesterton probó suerte en el mundo del periodismo popular en diarios como el London News ilustrado, donde su columna duraría más de un cuarto de siglo. Sus ensayos —«todos ellos, tan divertidos como serios» e igual de «lecturables y gratificantes un siglo después de haberlos escrito», como dice Dale Ahlquist, presidente de la Sociedad de G. K. Chesterton— le llevaron al estrellato. Chesterton podía redactar sobre cualquier tema, a menudo desde el andén de un tren donde se había quedado tirado por algún despiste suyo.
G. K. Chesterton había dado un primer paso hacia la fe cristiana al reconocer que el regalo de la vida que tanto agradecía no podía venir de un vacío. El segundo paso llegó con la escritora Frances Blogg con la que se casó en 1901. Desde su fe anglicana como profesora de escuela dominical y voluntaria en la obra social, su influencia en Chesterton fue enorme.
Muy unidos siempre, no pudieron tener hijos propios, incluso tras someterse Frances a una operación, pero los niños siempre adoraban a Chesterton, y juntos apoyaron causas como la Casa de Convalecencia en su localidad. Más adelante llegó Dorothy Collins de veinte años a ayudar a Frances con la administración; se convirtió en la hija que nunca tuvieron, responsabilizándose también de los escritos de Chesterton tras su muerte.
G. K. Chesterton plasmó abiertamente su fe cristiana en 1908 con Ortodoxia, el libro que llamó su autobiografía espiritual, hoy un clásico de la apologética. En él defiende el cristianismo ortodoxo como la «filosofía de la cordura» y muestra cómo las creencias cristianas responden a profundos problemas modernos.
Con su auge como escritor, y ahora como cristiano, se le abrieron más y más puertas, y sus charlas radiofónicas en los años 1930 llegaron a ser muy populares. Se agotaban las entradas a sus giras que ocupaban las primeras planas, también en España, donde sorprendía su aspecto desaliñado, y deleitaba su sentido del humor. Esta combinación de humor, memoria prodigiosa y oratoria acentuaba sus debates filosóficos con figuras como H. G. Wells, el padre de la ciencia ficción, o el Premio Nobel de Literatura Bertrand Russell.
[photo_footer]Los escritores George Bernard Shaw, Hilaire Belloc y G. K. Chesterton durante un debate en Londres. / Wikimedia Commons[/photo_footer]
Cuando se las vio con su amigo y oponente más famoso, el delgado dramaturgo George Bernard Shaw, Chesterton le dijo «Al verte, cualquiera pensaría que una hambruna asoló Inglaterra», a lo que este respondió: «Al verte, cualquiera pensaría que tú causaste la hambruna». Aunque el nombre de sus opositores ha perdurado más que el de Chesterton, el propio Shaw declaró: «El mundo no está lo suficientemente agradecido por Chesterton».
La pluma infatigable de G. K. Chesterton construyó una obra de crítica social y literaria además de teología y pensamiento religioso. A esta se suman sus biografías de figuras notables como Charles Dickens o Tomás de Aquino; sus obras líricas, como «Lepanto», «La balada del caballo blanco» y otros cientos de poemas memorables; su humor en ensayos como «Correr tras el propio sombrero»; sus más de doscientos relatos —los más queridos, sus cincuenta cuentos detectives protagonizados por el bajo y torpe Padre Brown—; o sus cinco novelas, entre ellas su alegoría sobre el mal y el libre albedrío, El hombre que fue jueves, y El Napoleón de Notting Hill, que inspiraría al revolucionario irlandés Michael Collins.
[photo_footer]Chesterton escribió más de 4.000 ensayos y 80 libros. / Wikimedia Commons[/photo_footer]
Señala Ahlquist:
Su estilo es inconfundible, siempre marcado por la humildad, la coherencia, la paradoja, el ingenio y el asombro. Sus escritos siguen siendo tan oportunos y atemporales hoy como cuando aparecieron por primera vez, a pesar de que gran parte de ellos se publicaron en periódicos desechables.
Chesterton fue un gran aforista. El autor Philip Yancey dijo que el ingenio y giro de sus palabras no tenían igual, pero que recomendaba beber un fuerte café antes de leer las oraciones compactas y saltos de pensamiento del caótico Chesterton, que ni se molestaba en meter fechas en sus biografías.
«Lanza ideas y frases al aire —continúa Yancey— pero se convierten en semillas. Las semillas caen al suelo y echan raíces, porque suenan verdaderas. Reflejan la realidad».
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Chesterton aportó a la reforma social: denunció escándalos, la financiación ilegal de los partidos y la venta de títulos nobiliarios, oponiéndose además a ciertas leyes sobre la educación, la eugenesia y el control de la natalidad.
Sobre todo, lidió con las tendencias del siglo XX como el materialismo, el determinismo científico o el relativismo moral; pero su manera de argumentar, desde la creatividad y el encanto, fue tan importante como lo que dijo. Quizá uno de los ejemplos más famosos es su ensayo contestando a la pregunta del Daily News, «¿Cuál es el problema del mundo hoy?»: «Estimados señores: el problema soy yo. Sinceramente, G. K. Chesterton».
Se ganó el derecho de ser un puente, «demasiado conservador para los liberales y demasiado liberal para los conservadores», dice el escritor Lucas Magnin:
Se convirtió así en un paradójico caballero que, desde la urgencia de los periódicos más populares de Inglaterra, vociferaba una canción muy antigua. (p. 17)
Chesterton no estuvo ni está exento de polémica. Su bautismo católico en 1922 tras más de una década luchando con el tema fue noticia internacional. Hoy se discute su posible antisemitismo, sus teorías distributistas, sus perspectivas sobre la mujer y su exaltación de la Edad Media, mientras que otros piden su canonización.
Poco después de terminar su Autobiografía en 1936, un paro cardíaco le arrebató la vida a los 62 años. Sus últimas palabras no fueron de despedida, sino un simple y cariñoso saludo, primero para su amada Frances y después para su ahijada.
«Monstruoso, gigantesco, asombroso, mortal, delicioso. Nunca antes se ha hecho nada igual ni se verá, oirá ni sentirá algo similar otra vez», dijo otro contrincante, el dramaturgo Cosmo Hamilton.
Quizá Ortodoxia, como una llave dorada —seguramente su escrito teológico más importante, el libro que se llevaría Yancey a una isla desierta aparte de la Biblia y, como señala Magnin, el libro más optimista del siglo XX según el dramaturgo Francisco Nieva.
¿Qué te ha parecido la vida de G. K. Chesterton? Su clásico de la apologética, Ortodoxia, es el quinto tomo de la Biblioteca de Clásicos Cristianos, que puedes ver aquí.
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