Es evidente que la fuente de la luz del primer día de la creación era el Sol, que ya había sido preparado por Dios mucho antes.
La Biblia dice que en el principio Dios habló y dijo: “Sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas. Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche. Y fue la tarde y la mañana un día” (Gn. 1:3-5). ¿Habla Dios? ¿Tiene boca? ¿Pronuncia palabras? El hombre sólo puede entender a Dios si éste se revela en términos humanos y pronuncia palabras majestuosas y creadoras que salen de sus labios divinos. El pensamiento y el verbo antropomorfizado que expresan los deseos de Dios se materializan y se hacen realidad en todas aquellas cosas creadas. La luz es fundamental para la vida, por eso se la crea el primer día. Pero ahora no se trata de la energía lumínica generada ya mucho antes, a propósito de la formación del universo (v. 1) ya que la materia y energía del cosmos incorporaban necesariamente la luz, sino de aquella otra luz particular del sistema solar, consecuencia de la primera, que tenuemente empezaba a vislumbrarse desde la superficie de la Tierra. De ahí que se la llame “día” y a su ausencia “noche”. Esto permite entender que el primer día de la semana creacional la luz solar logró atravesar por primera vez las oscuras nubes que rodeaban al planeta azul.
Aunque la Tierra había estado rotando desde sus inicios, no era posible distinguir el día de la noche porque la luz del Sol no podía verse desde la superficie terrestre. La eterna oscuridad ocasionada por una atmósfera densa impedía contar el tiempo o saber si era de día o de noche. Sin embargo, lentamente, durante esa primera jornada las cosas empezaron a cambiar. Las negras cortinas atmosféricas que contaminaban la atmósfera se volvieron translúcidas y la luz pudo atravesarlas parcialmente durante las horas en que la Tierra miraba al Sol. Esto tuvo consecuencias muy favorables para la vida. Las diferencias en la temperatura entre el día y la noche, así como en las diversas latitudes y altitudes se volvieron cada vez más suaves. Desaparecieron los infiernos tórridos -como los que existen hoy por ejemplo en Mercurio y Venus- así como los mundos congelados -similares a Neptuno- y la fotosíntesis tuvo su oportunidad. Esa maravillosa reacción bioquímica capaz de convertir la luz en alimento azucarado, que solamente las plantas verdes son capaces de realizar.
Dicha acción fotosintética modificaría poco a poco los ambientes del planeta ya que era capaz de convertir grandes cantidades de agua y dióxido de carbono en glucosa, almidón y grasas vegetales, a la vez que insuflaba oxígeno a la atmósfera. Todo esto representaba un excelente alimento para los seres vivos que vendrían después. Con razón el salmista escribirá muchos años después que Dios “hace producir el heno para las bestias, y la hierba para el servicio del hombre, sacando el pan de la tierra” y que también los árboles, como los cedros del Líbano, se llenan de savia vital (Sal. 104:14-16). El siguiente paso sería la creación del ciclo del agua en la naturaleza. Todo esto coincide con lo que ha descubierto la ciencia hasta el presente, acerca de la formación del planeta Tierra.
En ocasiones se ha elucubrado acerca de cuál podría haber sido la fuente de la luz, creada el primer día, asumiendo que el Sol no fue formado hasta el cuarto, y se ha pensado que quizás el texto se refería a otra clase de luz similar a la que iluminaba el rostro de Moisés en el monte Sinaí o a la que pudieron ver algunos discípulos en Jesús, sobre el monte de la transfiguración. Esta interpretación ha generado numerosos problemas físicos y biológicos. ¿Cómo podrían haber sobrevivido los vegetales, creados el tercer día, sin luz solar? Hoy sabemos que la luz procedente del Sol, capaz de provocar la fotosíntesis en las plantas con clorofila y otros pigmentos, debe estar en sintonía física con los requerimientos vegetales. Para que la energía solar pueda convertirse en energía química durante la fotosíntesis, los pigmentos vegetales deben absorber solo longitudes de onda específicas de la luz y, a la vez, reflejar otras. Al conjunto de ondas lumínicas que absorbe un pigmento se le conoce como “espectro de absorción”. De manera que este espectro de absorción de las plantas, así como la temperatura e intensidad de la luz solar, deben estar en perfecta sintonía. Además, la fuerza gravitatoria existente entre el Sol y la Tierra es esencial para la vida vegetal. Dicha fuerza mantiene a todos los planetas del sistema solar en sus respectivos movimientos de traslación alrededor del astro rey y también hace posible la vida en la Tierra.
Por lo tanto, es evidente que la fuente de la luz del primer día de la creación era el Sol, que ya había sido preparado por Dios mucho antes. No hay necesidad de elucubraciones teológicas. Aunque “Dios es luz y no hay ningunas tinieblas en él”, tal como dice Juan (1 Jn. 1:5), se está refiriendo aquí a la luz espiritual que puede iluminar a los mortales y no a la luz física o material.
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