Si la Biblia es verdaderamente la Palabra de Dios, no puede contener errores fundamentales de ningún orden. Aceptar esto no es elaborar ningún tipo de “bibliolatría”, sino reconocer que no estamos simplemente ante una obra más de la literatura religiosa.
El creyente que acepta la inspiración bíblica y que está convencido de que Dios usó a muchas personas, en diferentes épocas de la historia y en lugares distintos, para transmitir sus planes a la humanidad, suele aproximarse a los escritos bíblicos con sumo respeto y entendiendo que cualquier aparente discrepancia o inconveniencia del texto con esa inspiración divina tiene que ser cuidadosamente investigada y escudriñada hasta comprenderla o descubrir su genuino significado. Si la Biblia es verdaderamente la Palabra de Dios, no puede contener errores fundamentales de ningún orden. Aceptar esto no es elaborar ningún tipo de “bibliolatría” -como en ocasiones se sugiere- que rivalice o sustituya a Dios ni a su Hijo Jesucristo, sino reconocer que no estamos simplemente ante una obra más de la literatura religiosa. Por el contrario, la Escritura es el libro de los libros inspirado sobrenaturalmente. Y al asumir esta premisa, que la propia Biblia manifiesta sobre sí misma en diversos lugares, el proceso de investigación escritural adquiere otros matices complemente diferentes y espiritualmente inspiradores.
Por supuesto que existen otras aproximaciones al texto bíblico, desde planteamientos bien diversos, que lo conciben como el producto artificial de diversas fuentes humanas desconocidas y cuya paternidad literaria queda difuminada en una especie de conglomerado especulativo o variable según la opinión de los diversos estudiosos. El espíritu diseccionista que busca encontrar en la Biblia discrepancias, diferencias o desacuerdos, seguramente los hallará, tal como podría encontrarlos también en cualquier otra obra literaria. Sin embargo, tales pretendidas desavenencias probablemente le pasarán desapercibidas al lector sencillo que lee la Escritura con la mente y el corazón abiertos para que el Espíritu le hable a él personalmente. Ante esta realidad, surge la cuestión ¿fue la Biblia pensada, en la forma en que nos ha llegado, para tocar el alma del lector común y despertar en él la fe en Jesucristo o quizás se dirige sobre todo a la mente exclusiva del exégeta especializado que hace de ella un mero objeto de investigación? Es evidente que el mensaje bíblico tiene pretensiones de universalidad y no de exclusividad, pero también es cierto que el raciocinio humano es legítimo y necesario para valorar las evidencias escriturales y decidir si realmente vienen de Dios o de los hombres.
La Biblia se presenta como la revelación escrita de Dios y proporciona respuestas a los grandes interrogantes de la existencia humana que tienen que ver con nuestra dimensión trascendente y espiritual. La ciencia y el pensamiento humano de los más sabios, en cambio, son incapaces de resolver las cuestiones fundamentales que nos preocupan: ¿hay vida después de la muerte? ¿Es el mundo material todo lo que hay o existe un más allá inalcanzable para el conocimiento humano? Si Dios es real y fue el creador del universo, ¿ha intentado comunicarse con la humanidad? ¿Es realmente la Biblia la Palabra inspirada de Dios? Si es así, ¿cómo debemos vivir? Etc. Frente a todas estas cuestiones, la Escritura manifiesta claramente que a Dios le preocupa nuestra salvación y que es precisamente en el contenido de sus páginas inspiradas donde se nos explica cómo podemos alcanzarla.
¿Puede la razón humana determinar la veracidad o falsedad de la revelación divina? Es evidente que el raciocinio humano es legítimo para valorar el texto bíblico y sopesar si lo que éste comunica es coherente y compatible con un origen divino. De hecho, así es como los humanos evaluaron y aceptaron todos los libros que constituyen el Canon bíblico. Lo que se hizo fue reconocer la identidad de cada posible revelación, mirar si éstas se contradecían entre sí y decidir finalmente si eran o no palabra inspirada por Dios. La capacidad de razonar y reflexionar del ser humano es competente para valorar tales evidencias escriturales. Ahora bien, admitido esto, surge otra cuestión ligeramente diferente. ¿Puede la razón del hombre o de la mujer abrir un juicio sobre la revelación divina para determinar si ésta es verdadera o falsa? Con el fin de que dicho juicio fuera válido, debería venir de un juez que tuviera el conocimiento necesario para poder valorar la verdad metafísica superior a la de la revelación misma. Es decir, para que una persona humana pudiera llegar a valorar la veracidad o falsedad de la inspiración de la Biblia, debería poseer mayor conocimiento de Dios, del ser humano, de las verdades espirituales y del mundo trascendente, que la propia Escritura. Sin embargo, esto es algo imposible para cualquier juez humano. Por lo tanto, las personas dependemos necesariamente de la revelación divina, expresada en la Biblia, para alcanzar este conocimiento que nos trasciende.
Además, para que la revelación escritural sea útil al ser humano y éste pueda confiar en ella, debe ser infalible, no puede depender del juicio falible del hombre. Si así fuera, si su validez dependiera de los razonamientos humanos, no nos serviría como revelación confiable de las verdades que vienen de Dios.
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