Hay una concepción de Dios, desgraciadamente muy común, que consiste en enchufar a Dios en las lagunas de la ciencia.
Se habla a menudo del “dios[1] tapa agujeros” en el debate ciencia y fe. Una concepción de Dios, desgraciadamente muy común, que consiste en enchufar a Dios en las lagunas de la ciencia. En otras palabras, una tendencia a considerar que si la ciencia explica algo, Dios no tiene nada que ver con ello. De aquí cierto afán en hallar fenómenos inexplicados por la ciencia.
Me gustaría recordar tres antecedentes históricos que muestran hasta qué punto este planteamiento es un callejón sin salida para la fe. Hablaremos del planeta Mercurio, de los átomos y del Sol.
Estamos a finales del siglo XIX. Los astrónomos se han dado cuenta de que la órbita de Mercurio, el planeta más cercano al Sol, no puede explicarse mediante las leyes de Newton. Una situación similar se había producido antes, con el lejano planeta Urano. Pero la anomalía de su órbita pudo explicarse dentro del marco newtoniano gracias al descubrimiento del aún más lejano Neptuno. Incluso fue la propia anomalía de Urano la que llevó a predecir la existencia de Neptuno. En resumen, en el caso de Urano, Neptuno había “salvado a Newton”. Pero en el caso de Mercurio, no se pudo hacer nada. A finales del siglo XIX, su órbita seguía siendo un enigma inexplicable.
Corre el año 1911. Los experimentos de Rutherford acababan de demostrar que un átomo es un núcleo cargado positivamente, con electrones girando a su alrededor. Pero hay un problema. ¿Qué problema? Según la física conocida en ese momento, los electrones deberían estrellarse rápidamente sobre el núcleo. Y cuando digo rápidamente, hablo de una fracción de nanosegundo (0,000 000 001 segundo). En resumen, según la ciencia de la época, los átomos no deberían existir[2]. En otras palabras, la materia no debería existir. En otras palabras, el mundo entero, incluidos nosotros, no debería existir.
Llegamos ahora a 1920. Arthur Eddington explica[3] un enigma científico de la época: el Sol emite más de 1026 julios cada segundo[4]. Sabemos que la energía se conserva. En 1920, también lo sabía Eddington. Pregunta: ¿de dónde vienen todos esos julios? Nada conocido entonces podía explicarlo. Eddington vislumbró que la reciente ecuación de Einstein, E=mc2, podría ser la clave, aunque no sabía de dónde saldría la masa transformada en energía.
Los seguidores del dios de los agujeros tenían, pues, unos buenos agujeros en los que hincar el diente. No sé si se mencionaron en el debate entre ciencia y fe de la época.
Desgraciadamente para el dios tapa agujeros, la anomalía de Mercurio fue explicada en 1915 por la Relatividad General de Einstein. La Relatividad General se ha convertido en algo tan común que ahora forma parte de nuestro GPS. Por desgracia para el dios tapa agujeros, la inestabilidad de los átomos, según la ciencia del siglo XIX, fue explicada por la Mecánica Cuántica, que, por extraña que sea, anda por el corazón de todos nuestros juguetes electrónicos. Por último, y de nuevo por desgracia para el dios tapa agujeros, la física nuclear no tardó en servir en bandeja la masa que Eddington suponía transformada en energía, sin que él supiera su origen: cuando 2 protones se fusionan en el corazón del Sol, el fruto de la fusión pesa algo menos que los 2 protones del principio. El defecto de masa se ha transformado en energía.
Si algunos adeptos del dios tapa agujeros basaron su fe, o su apologética, en estas preguntas sin respuesta, ¿qué fue de esa fe cuando se resolvieron los enigmas de Mercurio, del átomo y de la fuente de energía del Sol? ¿Qué pasó con la fe de quienes pensaron que podrían triunfar sobre el ateísmo con argumentos como “la prueba de que Dios existe es que Newton no puede explicar Mercurio”, o “no sabemos cómo se sostienen los átomos”, o “nada puede explicar la fuente de energía del Sol”?
Quizá algunos negaron las explicaciones. Quizá otros perdieron la fe. Los primeros se unieron a las filas de los tropiezos. Los segundos, modernos Egeos[5], se suicidaron (espiritualmente) por nada.
Hoy en día, muchos creyentes hacen lo mismo con el origen del universo, o de la vida. Ojalá se escucharan las lecciones de la historia.
Notas
[1] Sin mayúscula. A propósito.
[2] Ver por ejemplo el artículo de Niels Bohr en 1913, “On the constitution of atoms and molecules”.
[3] Arthur Eddington, “The Internal Constitution of the Stars”, Nature, vol. 106, p. 14 (1920).
[4] 1026 es igual a 1 seguido de 26 ceros. Más de un millón de veces el consumo anual mundial de energía.
[5] En la mitología griega, Egeo había hecho un trato con su hijo Teseo: cuando vuelvas de tal o cual campaña militar, que tu flota lleve velas negras si estás muerto, blancas si estás vivo. Teseo, tan despistado como vivo, se tragó las instrucciones e izó velas negras. Al verlo desde lejos, su padre se suicidó. Para nada.
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