El impostor que vive en mí

“… A cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura… Se glorían en las apariencias… Miráis las cosas según la apariencia…No nos hagamos vanagloriosos… Tu arrogancia te engañó y la soberbia de tu corazón… No seáis arrogantes…” Rom. 12:3: 2 Co. 5:12; 10:7; Jer. 49:16; Rom. 11:25.

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“No ser nadie más que tú mismo, en un mundo que hace todo lo posible día y noche para que seas alguien más, significa luchar la más dura batalla que cualquier ser humano pueda enfrentar”. (E. E. Cummings).

Quizás la lucha más encarnizada que libro en la vida tenga que ver con traer al “impostor” que llevo dentro a la presencia de Jesús. Porque, a menudo, y sin que apenas me aperciba, proyecto en Dios mis propias aspiraciones, actitudes y sentimientos. Y esa distorsión tiene consecuencias, porque poner al Señor al servicio de mis apariencias significa que, a menudo, mis deseos determinan lo que Dios debe ser y mi obrar lo que Dios debe hacer. Solo hace falta recordar al profeta Jeremías, gran analista de la condición humana, cuando escribe: “Engañoso es el corazón, más que todas las cosas,  y perverso, ¿quién lo conocerá?”.

La decisión de salir de mi escondite es la puerta de entrada que me permite iniciarme en la experiencia de la sanidad plena. Si permanezco en lo oculto, seguiré viviendo en la trampa de la mentira. Si sigo disfrazando ante Dios y ante los demás mi ser más profundo con todas sus heridas por miedo, por vergüenza o por rebeldía, mi oscuridad interior no podrá ser iluminada ni transformada por el poder del evangelio. La necesidad de aparentar puede convertirse, y de hecho se convierte, en un “ídolo”. Pero cuando me atrevo a vivir con transparencia, como una persona acogida, perdonada y reconciliada por Dios, entonces me uno a los sanadores heridos que buscan ayudar a sanar también a otros.

Ahora bien, esto no es tan sencillo. Sobre todo porque muy a menudo pretendo que mi “brillante imagen” sea preservada a toda costa y a cualquier precio. Vivir a partir del falso yo, en la más absoluta impostura, me genera un deseo compulsivo de presentar una imagen perfecta ante los demás para que todo el mundo me conozca y me admire. Lo que sucede es que, por ese camino, la vida se convierte en una montaña rusa perpetua de euforia y depresión (“El impostor que vive en mí”. B. Manning). Sobre todo, porque en los momentos de lucidez me contemplo a mí mismo pretendiendo “comprar” compulsivamente y sin descanso experiencias externas que me proporcionen una fuente personal de significado: dinero, poder, glamour, reconocimiento, prestigio y status. Como impostor quiero ser visto, admirado, querido y valorado, porque las apariencias lo son todo.

La naturaleza de ese impostor es salvarme de la verdad acerca de mi verdadero yo, ocultando las causas más profundas de mi insatisfacción interior: vulnerabilidad, injusticia, miedo, violencia, timidez, cobardía. Todas estas realidades no reconocidas que habitan mi ser personal más esencial son reprimidas e ignoradas, porque no puedo vivir con esa verdad tan radical frente a mí mismo y ante el mundo. El impostor que hay en mí siempre se las arregla para disfrazar la realidad mostrando la versión de un falso yo perverso, mentiroso y siempre preocupado por “vender” la mejor imagen, aunque sea una mera apariencia.

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Pero, cuando me acerco al Señor y pongo ante él esta imagen distorsionada de mi propio yo, prescindiendo de todos los disfraces que revisten mi autenticidad, descubro algo que me hace libre: Soy amado por el Señor incondicionalmente. Eso es lo que de verdad me define en la vida como persona. Ese es el patrimonio más rico y duradero que puedo soñar con poseer: saber que soy un hijo de Dios amado, sin importar quien sea ni lo que haya hecho. La base de lo que soy no son mis bienes, ni mis talentos, ni mi patrimonio personal, ni la estima de los demás, ni los aplausos, ni las felicitaciones de los otros. Aceptar eso y dejar que solo el amor de Dios se convierta en el tesoro más grande es lo único que me proporciona el poder para ser yo mismo sin máscaras, ni disfraces. Y entonces me reafirmo en la Verdad que me hace libre porque en su presencia experimento vida plena. Por eso, una vez más: Soli Deo Gloria.