El libre albedrío, según el modelo tradicional del papado, se trata de la voluntad del pecador que, aunque dañada, no ha quedado impedida para su manejo de la ley natural. La gracia es una ayuda.
Les pongo unas frases. “La monarquía liberal parlamentaria ya ha sembrado la semilla del mal [negritas mías], pues ha creado instituciones políticas cuyas señas de identidad son la división partidista y la constante inestabilidad de las instituciones sociales. Los partidos políticos llevan a las cortes la división de la sociedad… el gobierno queda reducido a un ‘gobierno de pandilla’… La pluralidad de partidos demuestra que nuestro país está dividido ‘lastimosamente en cuatro o cinco Españas’…
… Falta entonces un autentico gobierno nacional que represente, como hizo en el pasado la monarquía católica, la unidad, la homogeneidad, de la nación española.”
No son frases, aunque podrían, de algún programa de esos que patrocinan sobre la leyenda dorada del santo imperio. Que esos programas y proyectos existan indica que esto sigue vigente. Uno de los intelectuales de ese modelo de nación ya lo dijo (y se avanza que esas frases son del XIX) en su carta de despedida a don Carlos y doña Margarita: “Vuestra majestad sabe que toda la filosofía del mundo no vale una estampa de la virgen de los Dolores”.
Es el modelo de nación y civilización tan actual en algunos grupos. En el XIX se explicaba bien, hoy se olvida, que la Reforma Protestante es la causante de esos males de disolución social y revoluciones consecuentes. Esos “audaces heresiarcas” del XVI son los que sembraron la ruina nacional que hoy tenemos (decían en el XIX, pero dicen igual en el XXI). Aunque no pronuncian Reforma sino “pérdida de valores”.
Lo más chocante es que ese discurso lo han tragado en ámbitos evangélicos sin caer en la cuenta de que esa pérdida de valores, en ese discurso, significa la pérdida de los valores del papado. Se dijo y se olvida, que el diabólico libre examen fue el causante del derribo de esa tradición, y el promotor de la revolución social en todos sus aspectos.
Estas notas son del libro Reacción y revolución en la España liberal (Antonio Rivera García, 2006), que se encuentra fuera de edición, pero que es un buen granero de semillas de reflexión. No puedo evitar tener algunas declaraciones que aparecen como copias exactas del discurso político e ideológico en sectores actuales. También, aunque seguro que por despiste mío, que los males que iban a destruir a la sociedad, a la familia, a la autoridad, etc., de esos momentos son los mismos que se oyen en púlpitos evangélicos de la sana doctrina y de las solas. La consecuencia no es sorprendente, pero sintomática.
“La clave de esta reaccionaria filosofía de la historia radica en que acusa a la modernidad, que se inició con la Reforma y ha alcanzado su mayor grado de corrupción con las revoluciones decimonónicas, de ser una época ilegítima”. Ya se sabe, todo gobierno sumergido en una política o proyecto que no conserve la tradición, sufre una degradación que lo convierte en ilegítimo. Cualquier decente ciudadano y patriota, cada uno que haga lo que pueda, debe resistir y derribar esa anomalía histórica que no puede traer sino males patrios. Este principio natural del buen gobierno es inapelable, y debe seguirse por todos los medios, sean los que sean. Tal la historia de España.
El título de esta conversación tiene que ver con que todas esas empresas patriotas deben su razón de ser al ser de un cristianismo de libre albedrío. Tal el catolicismo hispano. Aunque me lo puedan firmar pastores afamados. Que el entendimiento y la voluntad, cada uno que haga lo que pueda, se han unido para conocer y avanzar, que así habrá nuevas empresas, nada de quedarse postrados como el publicano de la parábola, ese inútil, que sólo confía en la misericordia, un perdedor. Empresas de imperio. Que Dios ha abierto “el orden sobrenatural”, por la puerta de lo natural, así librando al hombre “del pecado”, que ya son tres: la voluntad, el entendimiento, y la ayuda de la gracia. Con esa ayuda se “subirán los senderos que sean menester”, la gloria nacional de los que llegan arriba.
Todo esto necesita que “la autoridad infalible de la Iglesia mantenga intacta la norma constante de verdad y honestidad, esto es, la católica ley natural”.
Con referencia a uno de los pensadores clave de ese momento del XIX, Juan Donoso (-1853), se indica que contrario a los pueblos paganos, siempre en guerra civil, “en la católica Edad Media asistimos a la más perfecta plasmación de la unidad en la diversidad: la Respublica Christiana. Que eso es el papado medieval al que hay que volver cada vez que se quiera preservar la patria. Que se ve que con la revolución religiosa que supuso la Reforma esa unidad se ha disuelto, y en su lugar se ha vuelto al paganismo de las divisiones en Estados, que tal es la Europa de la Reforma, la que hoy existe.
Junto a Donoso, Jaime Balmes (1848), y más reciente Ramiro de Maeztu (1874-1936), requieren un patriotismo que “defienda la valores universales católicos”. Ante todo “ensalzan la tradición, que es uno de los rasgos más sobresalientes de la Iglesia católica, frente a las rupturas revolucionarias que ya empezaron con la Reforma. Asimismo saben que la tradición católica española se forja en la Edad Media y permanece vinculada a ella, a la época católica por excelencia, durante la cual alcanza su apogeo la civilización cristiana”.
Estos asuntos se basan, de ahí el título de la conversación, en el libre albedrío según el modelo tradicional del papado. Esto es, que se trata de la voluntad del pecador que, aunque dañada, no ha quedado impedida para su manejo de la ley natural. Tiene sus estorbos, pero nada que no pueda ayudar a eliminar la gracia divina. La gracia es una ayuda. Que esto es también común en doctrinas evangélicas, no seré yo quien lo niegue.
Frente a los postulados liberales para la acción civil, se enfatiza la corrupción del ser humano, pero como instrumento necesario para la necesidad de la presencia mediadora de la jerarquía católica. El pecador está mal, pero para eso existe la iglesia (pongan la que quieran). Dios ha colocado en la esfera sobrenatural a la iglesia papal para ayudar a la humanidad en la esfera natural. Sólo puede salirse de ella y pasar a la otra, pasando por el puente de la Iglesia con sus medios de gracia (lectura demasiado común en ámbitos evangélicos).
Si uno de estos autores papistas del XIX te dice que “el hombre, ayudado por la gracia divina y por su mediadora, la Iglesia, logró convertir la aceptación voluntaria de la pena justa en ‘virtud expiatoria y purificante”, pueden reconocer que si se cambian términos por los usados en el grupo remonstrante en la polémica de Dortd, no estamos muy lejos. Si no, pongan otra declaración del mismo autor: “Dios, en virtud de su libertad soberana, perfecta y absoluta, decide los fines que otorgan sentido a las cosas y acciones mundanas. El hombre, manchado por el pecado original, posee una perfecciónrelativa, y por ello su libertad se reduce a la facultad de escoger, o la capacidad para equivocarse o acertar, obedecer o desobedecer. La deificación del hombre, la unidad con Dios, se alcanza después de la larga jornada que pasa en el mundo. Esto es, la criatura logra el fin absoluto de una manera propia de seres imperfectos: mediante el lento y paulatino esfuerzo de su voluntad y con ayuda de la gracia.”
No quiso nuestro buen amigo Calvino ni siquiera entregarse a discursos sobre el libre albedrío, que sabía de su confusión incluso en los términos. Seguimos con él, pero no tenemos más remedio que acudir a las doctrinas propuestas sobre un tipo de libre albedrío, que actuando en el plano de la ley natural, dice el papado, es capaz de obediencia o desobediencia a esas leyes, con el añadido de que en ese espacio se ha instalado (dicen que la ha instalado Dios) la iglesia papal, su magisterio y jerarquía, que trae a ese espacio lo espiritual y divino, la salvación. Por eso, es tal papado el que se tiene que asumir como instancia suprema en ese plano natural, civil o político, pues sería la entidad superior en cada aspecto que se mire. Y eso pensaron y propagaron aquí. Y eso es lo que la Reforma derrumbó. Dejando al Estado y a la Iglesia cada uno en su lugar; y confesando una Iglesia que no era natural, sino fruto de la cruz, celestial, que vive con Cristo siempre.
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