Que los deseosos de quemar las obras que no les gustan, las que consideran peligrosas para la fe cristiana, busquen asideros en otras partes para sus ánimos inquisitoriales. Pero no en Pablo, no en el Evangelio de paz y reconciliación.
Leer no se reduce a la decodificación del alfabeto y del lenguaje escrito que con él se efectúa. Leer es un verbo plural y una acción múltiple. Va más allá del alfabeto, porque el alfabeto es el medio y no el fin: el fin está en la mejoría inteligente y sensible para participar en una ciudadanía mejor: por ello, tampoco se trata de leer más libros que el vecino, sino de leerlos a fondo, y leer especialmente aquellos que son capaces de cambiar nuestro destino.
Juan Domingo Argüelles
Hechos 19:19, de acuerdo a la traducción de la Biblia Nueva Versión Internacional, relata que “un buen número de los que practicaban la hechicería juntaron sus libros en un montón y los quemaron delante de todos. Cuando calcularon el precio de aquellos libros, resultó un total de cincuenta mil monedas de plata”. De la anterior lectura muchos han desprendido la interpretación de que los cristianos deben quemar libros y objetos llamados paganos, porque al ejecutar esa acción estarían demostrando su irrevocable ruptura con sus pasadas creencias y conductas. Es muy larga la lista de los instigadores y sus ejecutantes en la extensa historia del cristianismo.
Antes de la simbiosis Imperio romano-Iglesia (católica en formación), unión a la que por cierto se opusieron en el siglo IV los seguidores de la Iglesia de creyentes, la fe cristiana había sido perseguida y tuvo además personas martirizadas. La literatura cristiana fue objeto de incineraciones ordenadas, entre otros, por Diocleciano en el año 303 mediante un edicto [1].
Con el paso de fe perseguida a Iglesia oficial del Imperio, el cristianismo perdió el acto de adhesión voluntaria como forma de integrarse a la comunidad creyente. En su afán de cristianizar mediante la coerción, y erradicar todo aquello que se considerase pagano y/o herético, distintas autoridades del naciente régimen de cristiandad juzgaron muy conveniente quemar libros de sus contrincantes. En los años 435 y 438 el poder religioso y político hizo posible que Teodosio y Valentiniano encabezaran grupos que iban de casa en casa, cuyo fin era confiscar libros, en especial todos los de autores vinculados con el nestorianismo. Los nestorianos fueron condenados por herejía en el Concilio Ecuménico de Éfeso del año 431 [2].
En los siglos posteriores los movimientos heréticos fueron combatidos doctrinalmente, pero también el uso de la fuerza formó parte de los recursos para hacer entrar en el redil a los contumaces, a quienes diferían de las creencias normadas por el catolicismo romano. En cada oleada persecutoria la expropiación de libros y su posterior quema eran elementos constitutivos de la operación limpieza.
A lo largo de los siglos XII y XIII las disidencias cátara y albigense son combatidas férreamente por los sucesivos papas católicos. En Toulouse queda establecido (1232) el tribunal de la Inquisición bajo la jurisdicción de los obispos locales. Al año siguiente, “por la bula Ille humanis generis, Gregorio IX confió a los dominicos —luego también a los franciscanos— la persecución de los herejes en ´Francia y provincias vecinas´ bajo la dirección directa de Roma” [3]. Dominicos y franciscanos serían muy efectivos en la quema de personas y libros considerados por ellos heréticos.
El teólogo católico español Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573), en la polémica que tiene en Valladolid (1550-1551) con Bartolomé de Las Casas, se pronuncia tajantemente por la conquista de los pueblos indios, y si en ella debe recurrirse a la violencia es por la negativa de los aborígenes a convertirse a la verdadera fe. Por cierto que en su intercambio con Las Casas, una y otra vez Ginés de Sepúlveda recurre al filósofo Aristóteles, para demostrar la superioridad de la cultura hispana y la consecuente inferioridad natural de los indios del Nuevo Mundo. No vacila en defender la destrucción de los ídolos aztecas y sus códices y si es necesario quemarlos, como para él lo es. Al arrojar a las llamas los escritos de los indígenas se estará prestando, afirmaba Ginés, invaluable servicio a la cristianización de los salvajes [4].
En el seno de la(s) Reforma(s) protestante(s), mientras por un lado hubo gestas heroicas al traducir la Biblia, contribuir a la democratización de la lectura y estimular el pensamiento crítico; por otra parte existieron acercamientos literalistas a las Escrituras, y lecturas de las mismas vinculadas a los intereses del poder. En este último sentido es doloroso el cúmulo de evidencias de lo que James Simpson llama “doscientos años de violencia bíblica” (1517-1700) en Europa [5], resultado de ejercicios autoritarios e impositivos de una interpretación particular de la Palabra [6].
La sentencia del 27 de octubre de 1553 por parte de las autoridades calvinistas de Ginebra en contra de Miguel Servet fue por dos acusaciones: 1) Por su antitrinitarismo. 2) Por su oposición al bautismo de infantes. Los síndicos le condenaron a la hoguera, y Juan Calvino intentó cambiar la forma de la ejecución. “Él prefería el hacha (decapitación) por consideraciones humanitarias” [7].
Para los jueces la condena fue motivada por su deseo de “purificar la Iglesia de Dios de tanta infección y cercenar de ella tal miembro podrido, habiéndonos aconsejado con nuestros ciudadanos y tras invocar el nombre de Dios para hacer justicia rectamente […], teniendo ante nuestros ojos a Dios y a sus santas Escrituras, y hablando en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, damos sentencia definitiva y por escrito: Te condenamos a ti, Miguel Servet, a ser atado y conducido al lugar de Champel y allí ser sujeto a una estaca y quemado con todos tus libros hasta reducirte a cenizas. Así terminarás tus días para ejemplo de otros que quisieren cometer hechos semejantes”.
Los quemadores de personas y libros que en los dos últimos milenios se han amparado bajo su entendimiento de que la Biblia, y sobre todo Hechos 19:19, les otorga licencia para incinerar, cometieron una grave falta hermenéutica y horrorosas acciones derivadas de ella. No quisieron entender la otra lectura de la Palabra, la de las víctimas que reiteradamente argumentaron que el ejemplo de Cristo, lo prescrito por él, iba en absoluto sentido contrario de la violencia ejercida en nombre del Príncipe de paz.
Antes de la escena en que son quemados los libros por los practicantes de hechicería, en los versículos iniciales del capítulo 19 de Hechos, se narra el trabajo misionero de Pablo en Éfeso y sus primeros convertidos. En el verso número ocho leemos que Pablo durante tres meses en la sinagoga “discutía acerca del reino de Dios, tratando de convencerlos” (NVI). La Biblia Traducción Interconfesional es, según mi parecer, más certera al decir que “hablaba sobre el reino de Dios con firme convicción y con argumentos persuasivos”. La persuasión es contraria a la coacción, a la imposición que anula las convicciones de lo demás.
En los versículos 9 y 10 del capítulo que venimos citando, después de los tres meses en la sinagoga Pablo toma la decisión de iniciar un grupo con los nuevos creyentes. Se instalan en la escuela de Tirano por dos años, y allí el apóstol “a diario debatía”. Para que haya debate (y no monólogos) es necesario, al menos, dos posiciones desde la que se argumentan ideas, y en el proceso es necesario escuchar al otro/otra.
Por la segunda carta a Timoteo sabemos que Pablo le encarga a su discípulo que cuando vaya a donde él se encuentra, le lleve “los libros, especialmente los pergaminos” (2 Timoteo 4:13, NVI). La Biblia Textual traduce “Cuando vengas trae la capa que dejé con Carpo en Troas, junto con los rollos, especialmente los pergaminos”. El hacer la distinción entre unos y otros, ha dado pie a diversos comentarios de especialistas. Para unos se trata de secciones del Antiguo Testamento (los rollos), y los pergaminos pudiesen ser hojas en forma de códice (con una cubierta para protección) con anotaciones del apóstol y/o en blanco para escribir en ellas [8]. Cabe la posibilidad de que además de solicitar a Timoteo no olvide llevarle algunos rollos veterotestamentarios, tampoco deje escritos de literatura no cristiana que a Pablo le interesaba releer.
La anterior probabilidad debe verse a la luz de que el apóstol era lector y conocedor de autores llamados paganos. En algunas secciones de los escritos paulinos no han faltado eruditos que han visto citas dispersas de autores no cristianos, en especial de poetas griegos (1 Corintios 15:33 y Tito 1:12). Lo que sí es claro sobre el conocimiento de Pablo acerca de pensadores y filósofos griegos queda explicitado en Hechos 17:16-34, en el discurso que da en Atenas. Allí cita a dos autores griegos, lo hace en el versículo 28. Primero se refiere a Epiménedes (“puesto que en él vivimos, nos movemos y existimos”), y después al ciliciano Arato (“De él somos descendientes”, o como queda plasmado en la versión Reina-Valera “Porque linaje suyo somos”) [9].
Pablo como lector de libros de autores no cristianos, que usaba tanto para conocer las convicciones e influencias de personas a las que les presentaba el Evangelio, como para desarrollar una defensa de la fe ante otras cosmovisiones, es ajeno a la decisión tomada por quienes en Hechos 19:19 deciden voluntariamente deshacerse de sus libros.
El apóstol no instigó la incineración de las obras de hechicería, cuyo monto da idea de la cantidad de rollos que poseían cristianos que antes habían practicado artes adivinatorias y maleficios: el cálculo que consigna Lucas equivale a 50 mil días de salario. Tampoco es justo representar a Pablo presidiendo, y tal vez hasta azuzando, la incineración de los libros, como lo hizo el pintor Eustache Le Sueur, en una imagen, por otra parte, cautivante por su belleza pictórica.
Que los deseosos de quemar las obras que no les gustan, las que consideran peligrosas para la fe cristiana y corrosivas para los cristianos, busquen asideros en otras partes para sus ánimos inquisitoriales. Pero no en Pablo, no en el Evangelio de paz y reconciliación.
1. Ramón Teja, “El cristianismo y el Imperio romano”, en Manuel Sotomayor y José Fernández Ubiña, Historia del cristianismo: I. El mundo Antiguo, Editorial Trotta-Universidad de Granada, Madrid, 2003, p. 313.
2. Fernando Báez, Historia universal de la destrucción de los libros. De las tablillas sumerias a la guerra de Irak, Editorial Debate, México, 2004, p. 96. El autor anota que “los nestorianos creían en un Dios dual: con una persona divina y otra humana, y les parecía absurdo llamar a María, la madre de Cristo, ‘Madre de Dios’, pues era para ellos una contradicción. No reconocían la supremacía del obispo de Roma y predicaban la vida sencilla de los apóstoles”.
3. Martín Alvira Cabrer, “Movimientos heréticos y conflictos populares en el pleno medievo”, Emilio Mitre Fernández (coordinador), Historia del cristianismo: II. El mundo medieval, Editorial Trotta-Universidad de Granada, Madrid, 2004, p. 425.
4. Historia de la polémica en Lewis Hanke, La humanidad es una, Fondo de Cultura Económica, México, 1985. Un cuidadoso estudio de las ideas teológicas del personaje es el de Luis Patiño Palafox, Ginés de Sepúlveda y su pensamiento imperialista, Los libros de Homero, México, 2007.
5. Burning to Read. English Fundamentalism and its Reformation Opponents, The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts-London, England, 2007, p. 10. Una obra muy interesante es la de R. S. Sugirtharajah, La Biblia y el Imperio. Exploraciones poscoloniales, Ediciones Akal, Madrid, 2009. El autor sintetiza su contenido de la siguiente forma: “[Este] libro trata de la Biblia, de sus lectores y de su accidentado viaje durante el colonialismo. Reúne ensayos que demuestran que la Biblia se ha utilizado de muy diversas formas, tanto por los colonizadores como por los colonizados. Saca a relucir personajes y temas que casi nunca se abordan con los parámetros de la erudición bíblica dominante. Pretende recuperar testimonios hermenéuticos y culturales, tanto en el discurso nacionalista como en el occidental”, pp. 7-8.
6. Jean-Francois Gilmont, “Reformas protestantes y lectura”, en Guglielmo Cavallo y Roger Chartier (coordinadores), Historia de la lectura en el mundo occidental, Santillana-Taurus, Madrid, 1998, pp. 329-365.
7. Roland H. Bainton, Servet, el hereje perseguido, Editorial Taurus, Madrid, 1973, p. 212.
8. Craig S. Keener, Comentario del contexto cultural de la Biblia, Nuevo Testamento, Editorial Mundo Hispano, El Paso, Texas, tercera edición, 2006, p. 625.
9. Datos tomados de Biblia de Estudio Arqueológica NVI, p. 1849; Ben Witherington III, The Acts of the Apostles. A Socio-Rethorical Commentary, Wm. B. Eerdmans Publishing Company, Grand Rapids/Cambridge, 1998, pp. 529-530.
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