Los pensamientos, las palabras y las acciones que provocan división, violencia y destrucción tienen raíces muy profundas.
“Cada año permanecen abiertos en el mundo más de 30 conflictos. Desde principios del siglo XX, el impacto directo de las guerras en las poblaciones civiles se ha ido agravando: a menudo son víctimas buscadas de los bombardeos, ataques y abusos, y cuando no, quedan atrapadas entre las facciones en liza sin posibilidad de recibir asistencia, o se ven obligadas a huir en las más adversas condiciones”. (Médicos sin fronteras).
Santiago 4:1-2 - ¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No son de vuestras concupiscencias, las cuales combaten en vuestros miembros?Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia…”.
El escritor uruguayo Eduardo Galeano, reflexionaba sobre la impresentable justificación de las guerras con estas palabras: “Las guerras siempre invocan nobles motivos, matan en nombre de la paz, en nombre de dios, en nombre de la civilización, en nombre del progreso, en nombre de la democracia y si por las dudas, si tanta mentira no alcanzara, ahí están los grandes medios de comunicación dispuestos a inventar enemigos imaginarios para justificar la conversión del mundo en un gran manicomio y un inmenso matadero.
En Rey Lear, Shakespeare había escrito que en este mundo los locos conducen a los ciegos y cuatro siglos después, los amos del mundo son locos enamorados de la muerte que han convertido al mundo en un lugar donde cada minuto mueren de hambre o de enfermedad curable 10 niños y cada minuto se gastan 3 millones de dólares en la industria militar que es una fábrica de muerte”.
Uno se pregunta ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo la paz del mundo estará en manos de los que hacen el negocio de la guerra? ¿Hasta cuándo seguiremos creyendo que hemos nacido para el exterminio mutuo y que el exterminio mutuo es nuestro destino? ¿Hasta cuándo? ¿Estamos en contra de la guerra? ¿De todas las guerras? Si tuviéramos capacidad para mediar en los conflictos bélicos que asolan este mundo ¿Lo haríamos? Si estuviera en nuestras manos negociar la paz ¿Serviríamos como mediadores? Si pudiésemos resolver todos los conflictos violentos de este mundo ¿Los solucionaríamos? Si dispusiéramos del poder necesario para evitar la muerte, el sufrimiento y el empobrecimiento de tantos en medio de contiendas tan dramáticas ¿Usaríamos esa autoridad para resolver estos terribles dramas?
Vale, muy bien. Entonces ¿Por qué somos tan incapaces de resolver los conflictos y los pleitos que desgarran nuestro corazón en las relaciones interpersonales? ¿Por qué fracasamos tanto en estas etapas preliminares que dan origen a todas las demás guerras? ¿Será que la agresividad y la violencia de los seres humanos procede de un trasfondo mucho más hondo del que nos imaginamos? ¿Será que la injusticia es un mal incurable que llevamos introyectado en el corazón como algo que nos corrompe y deshumaniza?
Los pensamientos, las palabras y las acciones que provocan división, violencia y destrucción tienen raíces muy profundas porque aparecen instaladas en el campo de las motivaciones del corazón. Si queremos la verdadera paz, solo hay un camino: proceder al desarme unilateral de nuestro espíritu, reconvirtiendo las armas violentas que gobiernan nuestro interior en brazos de acogida y misericordia ante nuestros enemigos. Pero eso solo se hace posible cuando todas nuestras defensas de autoafirmación son reducidas a la nada al pensar, creer e imitar el modelo que Dios nos propone: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón… Bienaventurados los pacificadores porque ellos serán llamados hijos de Dios”. Mt. 11:29, 5:9). Soli Deo Gloria.
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