El que confía en sí mismo no puede agarrar la salvación porque no le cabe nada más.
Debemos ser ricos para con Dios pero reconocer nuestra bancarrota ante Él. ¿Cómo se come eso?
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“Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios” (Lucas 12:21).
Ahora bien:
“Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:3).
“Y alzando los ojos hacia sus discípulos, decía: Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios” (Lucas 6:20).
¿En qué quedamos?
Antes de resolver este tema, es preciso entender que los pasajes tratan de dos asuntos diferentes y no es sabio asumir que la enseñanza sea la misma. El primer versículo se encuentra al final de una parábola que enfatiza el hecho de que podemos tener éxito en la vida terrenal pero no conocemos el momento en que esta vida se acabará. Es necesario que nuestras prioridades encajen con las prioridades celestiales y nos pongamos al servicio de Dios aquí y ahora.
Los versículos que tratan sobre la pobreza tampoco tienen que ver con la falta de riqueza material (1ª Timoteo 4:3-4, 1ª Timoteo 6:17d).
Una de las parábolas que escribe Lucas nos indica como se digiere la verdad que afirma el presente escrito:
“A unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano. Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador. Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (Lucas 18:9-14).
El fariseo pensaba que era rico. Hasta da la impresión de que Dios estaba en deuda con él de lo bueno que era. Estaba ciego a la realidad de que era pecador como todos. Por el contrario, el publicano reconocía su pecado y acudía a Dios para obtener perdón.
En otras palabras, el fariseo llegaba a Dios con sus manos llenas de buenas obras. Era muy rico. Pero el publicano venía a Dios con las manos vacías reconociendo su bancarrota. No culpemos al fariseo por hacer cosas buenas tampoco. Lo que hacía estaba bien. El problema es que eso se le subió a la cabeza y era un arrogante orgulloso. Su pecado le estaba oculto. Y su error fue pensar que sus buenas obras servían para algo contrariamente a lo que dice un versículo que debiera haber conocido muy bien: “Todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia” (Isaías 64:6). El caso es que acudía a Dios con las manos tan llenas que no podía recibir el regalo de la salvación. No podía agarrar la salvación porque no le cabía nada más.
Por el contrario, el publicano acudió a Dios con las manos vacías de forma que podía juntarlas y dejar que Dios las colmara de misericordia, compasión, paz, perdón y amor en un torrente de salvación que pronto desbordaría la capacidad de sus manos.
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Moraleja:
Si eres creyente, ¿estás sirviendo al Señor?
Si todavía te crees bueno, ¿no crees que es mejor confiar en la misericordia de Dios que en tus trapos de inmundicia?
No caigas en el error de pensar que eres mejor de lo que realmente eres y tampoco reduzcas la santidad de Dios para llegar a la equivocada conclusión de que lograste complacerle por tus propios méritos. A fin de cuentas, ¿qué pesa más en tu balanza, tus “buenas obras” o la misericordia de Dios que te imputa Su justicia si te arrepientes y confías en Él?
“La ley se introdujo para que el pecado abundase; mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia; para que así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro” (Romanos 5:20-21).
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