No debiéramos perder el tiempo juzgando a otras personas sino centrarnos en nosotros mismos.
No sé si alguna vez te han acusado injustamente. Sea por malentendidos, por mal interpretación de intenciones, por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado cuando pasó tal o cual cosa, por falta de conocimiento del contexto o la situación completa, por tergiversación de hechos, por una percepción superficial de apariencias... Sea lo que fuere, es uno de los sentimientos más difíciles de digerir.
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Cuanto más severa la acusación, más necesidad experimentamos de defendernos, de demostrar que los alegatos son falsos, de proporcionar una coartada, de silenciar a los calumniadores, de limpiar nuestro nombre y proteger nuestra reputación.
Menos mal que cuando Dios nos juzgue, no correremos ni el más mínimo riesgo de que pase algo semejante. La justicia y omnisciencia de Dios constituyen una garantía para todos de que no nos veremos nunca en el banquillo de los acusados cuando debiera ser otro.
Es más, la Biblia hace referencia a un principio básico muy justo y es al hecho de que cada cual responderá por su propio pecado. Nadie pagará por el pecado de otra persona. Lo vemos reflejado por todas partes pero a modo de muestra explícita, puedes verificarlo en Deuteronomio 24:16, 2º Reyes 14:5-6, 2º Crónicas 25:4, Ezequiel 18:20b.
Por tanto, no debiéramos perder el tiempo juzgando a otras personas (Romanos 14:10 y 12-13) sino centrarnos en nosotros mismos (1ª Corintios 11:31).
A fin de cuentas, es para nuestro propio bien:
“Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados; mas siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo” (1ª Corintios 11:31-32).
¿Cómo es eso posible?
Porque el Santo, el Impoluto, el Intachable, el Perfecto, no abrió su boca cuando le acusaron falsamente. Mira lo que dice Isaías 53:7: “Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca”.
¿Sabes de quién habla ese versículo? De quien dijo: "¿Quién de vosotros me redarguye de pecado? Pues si digo la verdad, ¿por qué vosotros no me creéis?" (Juan 8:46). De quien testigos fidedignos dijeron: “Y sin hallar en él causa digna de muerte, pidieron a Pilato que se le matase” (Hechos 13:28).
Has dado en el clavo: se trata de Jesucristo, quien sin haber pecado, sufrió el castigo del pecado para que nosotros pudiéramos escapar del juicio. Te tiende la mano y te libra del Juicio Final si te arrepientes y le sigues como Señor y Salvador.
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Además, es el Fiscal más legal que te puedas encontrar. Hasta si le rechazas, te respeta. Y tampoco tienes que temer que te culpe por lo que haya hecho otro. Pero sí que te juzgará por tus pecados. Los que se queden sin palabra que rechistar serán aquellos que, habiendo podido disfrutar del perdón de pecados por lo que hizo el Fiscal en su día por ellos, decidieron no confiar en Él y seguir haciendo lo malo.
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