Jesús el Salvador del mundo. Y el mundo del que nos hablan las Escrituras, somos exactamente tú y yo.
Volvemos a considerar el hecho más grandioso de la historia humana y prueba de ello es la implantación universal de la era cristiana en el siglo VI después de Cristo con algún pequeño error de cálculo por parte de Dionisio el Exiguo quién fue el encargado de indagar y ponerle fecha al nuevo calendario que anteriormente se le conocía como el anno domini o el año del Señor.
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Prefiero no buscar ninguna comparación en la mitología griega ni en otras supuestas divinidades de la antropología social, comparables en el tiempo y en el espacio a la manifestación del Verbo Eterno, “y aquel Verbo se hizo carne y habito entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre) lleno de gracia y de verdad”. El Logos, la Palabra encarnada de Dios, la sabiduría personificada, se humanó y plantó su tabernáculo (su cuerpo mortal) entre nosotros, los seres humanos…
El gran misterio de la pluralidad, a la vez que de la perfecta unidad de la divinidad, para la mente humana se nos anticipa de forma tanto explicita como implícita en la poderosa declaración teológica del prólogo del evangelio de Juan en su primer capítulo, “En el principio era el Verbo y el Verbo era con Dios y el Verbo era Dios”. Esta descripción un tanto filosófica más que teológica del más veterano de los apóstoles del Señor Jesús, como respuesta al gnosticismo rampante de la época, manifiesta una revelación extraordinaria de la encarnación del Hijo de Dios y de su anonadamiento absoluto, como también nos lo muestra la siguiente declaración paulina: “el cual Jesús siendo en forma de Dios, no estimo el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres…” .
Este hecho además de su gran excepcionalidad también nos resulta sorprendente por su singular aparición en la escena humana, como fue la de un bebé que nace de una mujer virgen y se somete a los procesos naturales del desarrollo biológico como cualquier otro ser humano. Este es el denominado misterio de la piedad, Dios manifestado en carne. La irrupción del Mesías ignorado por los suyos en Israel nos demuestra la deliberada aproximación del Dios que se hizo hombre hacia la raza humana perdida en sus muchos extravíos.
Es realmente asombrosa, además de maravillosa, la venida de Jesús al mundo de los mortales de forma tan sencilla cómo paradójica, tal como fue la de un niño pobre sin un lugar estable donde vivir y que además contrariaba las expectativas mesiánicas de Israel, de tal modo “que a lo suyo vino y los suyos no le recibieron”.
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Podríamos tratar otras muchas consideraciones respecto a la venida del Hijo de Dios a nuestro pobre mundo, pero con esta breve reflexión solo quiero limitarme a exaltar la humildad y la grandeza del Hijo del Hombre, quién fue nada más y nada menos que el Dios que se hizo hombre. Tal como nos lo describe magistralmente Juan, quien fuera su fiel amigo del alma, “… y el Verbo se hizo carne… y aquel Verbo era Dios”, el Pantocrátor el Todopoderoso que venía a este mundo para iluminar la oscuridad y salvar lo que se había perdido, que éramos precisamente todos y cada uno de nosotros.
Desde entonces, cuando el cielo besó la tierra con la llegada del más Admirable de los hijos de los hombres, quien fuera también el Príncipe de paz, cumplió a la perfección el presagio profético de las Escrituras: “Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envío a su Hijo nacido de mujer…” este es Jesús el Salvador del mundo. Y el mundo del que nos hablan las Escrituras, somos exactamente tú y yo querido amigo/a. Por ello, como también lo expresa el viejo himno evangélico, decimos a viva voz que “No hay un Dios tan grande como Tú Señor, no lo hay… ni nunca lo habrá”.
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