Educar a la manera de Jesús (I)

Mateo 7:28-29; 23:1-12

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La fuerza del evangelio de Mateo se encuentra, en buena medida, en que nos extiende una invitación para que dejemos de ser observantes y cumplidores de capilla para convertirnos decididamente en discípulos de Jesús. Desde ese compromiso irrenunciable, los cristianos de todos los tiempos hemos de preguntarnos quiénes somos y dónde estamos mirándonos en el proyecto programático de Jesús de Nazaret, sin caer en la tentación de buscar respuestas fáciles ni soluciones de compromiso.

Los fariseos eran, en principio, hombres de la palabra, dedicados al estudio y la enseñanza de la Torá. Durante muchas generaciones se habían convertido en santo y seña de la religión de Israel  por su amor y conocimiento del al Antiguo Testamento. El problema es que, cuando la palabra de la Ley se deifica olvidando el espíritu que la anima, Dios se cosifica y acaba por desaparecer. Y, entonces, la palabra viva se transforma en imperativo categórico y los centuriones del precepto imponen una moral de bayoneta que gira solo y siempre alrededor de la religión legalista, punitiva y ciega ante las necesidades de las personas.

La cuestión es que la religión está tan necesitada de conversión como el ateísmo, porque el triunfo de la religión es siempre la muerte de Dios, un Dios que no ha estado nunca, ni está, ni se le espera en el negocio de la religión. Por tanto, al reflexionar sobre este tema, importa practicar más con el espejo que con la lupa: “Porque si alguno es oidor de la palabra pero no hacedor de ella, este es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, y se va y luego olvida cómo era”. Stgo 1:23-24.

Los fariseos no son una pieza de museo, ni un recuerdo del pasado. Siguen viviendo entre nosotros y, quizás, dentro de cada uno de nosotros. Y, si no, hagamos una comprobación que contrasta la ética farisea con la ética de Jesús:

La ética farisea se distingue por el escándalo. La ética de Jesús es la ética del amor. Mt. 23:2-3.

El discurso fariseo está plagado de reglas obsesivas. Lo suyo es guardar los preceptos, pero solo la “letra”, no la “música”; el mandamiento, pero no el espíritu que le da vida. Las incoherencias de estos “hombres de Dios” les dejan desnudos y sin autoridad moral para enseñar. Pero lo más trágico,  es siempre su actitud de profunda desafección hacia el pueblo: “¿Acaso ha creído en el alguno de los gobernantes o de los fariseos? Mas esta gente que no sabe de la ley, maldita es?” Jn. 7:46-49.

Esto es lo que pensaban los fariseos, sacerdotes, escribas y saduceos de aquellos a quienes enseñaban la palabra. Para estos “docentes”, el “pueblo discente” era un colectivo detestable, odioso, aborrecible e insoportable. El problema es que sin amor, sin respeto, sin reconocer el valor y la dignidad de las personas es imposible enseñarles nada valioso, porque la palabra moviliza, pero el ejemplo arrasa. El mal ejemplo, en cambio, genera desencanto, arruina vidas, divide comunidades y fabrica más descreídos que el propio ateísmo.

“Y cuando terminó Jesús estas palabras, la gente se admiraba de su doctrina, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas”. Mt. 7:28-29.

Los escribas, muchos de los cuales eran fariseos, practicaban siempre una pedagogía invasiva que se imponía “por lo civil o por lo criminal”. Se trataba de una enseñanza en la que los educadores eran los que sabían, los educandos eran los ignorantes; los educadores pensaban, los educandos eran objetos pensados; los educadores prescribían, los educandos obedecían con lealtad sumisa.  A veces, cuando enseñamos, sin ni siquiera apercibirnos, practicamos un “narcisismo espiritual” pensando que los demás deben fijarse en nuestros conocimientos, admirar nuestras virtudes y reconocer nuestros valores. Aparecemos sobreexpuestos en el escenario de la vida practicando un protagonismo enfermizo que reclama reconocimiento y aclamación popular.  ¿Por qué? ¿Qué anhelos inconfesados esconden esas actitudes?

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Jesús enseñaba siempre desde una libertad no impositiva. Él no actuaba como educador resaltando sus propios méritos y recursos, sino como aquel que también es educado por el pueblo sumergiéndose en sus necesidades y miserias desde abajo, desde cerca y desde dentro. En el pardigma docente del Maestro, tanto las personas como él mismo, aprendían juntos desde la autoridad incontestable de un modelo que brotaba de la coherencia entre el decir y el hacer, la cercanía, el afecto, la comprensión y el respeto por las personas, sin importar su condición. Solo si estamos dispuestos a enseñar desde ese marco ético es posible llegar al corazón de los otros. Y es entonces, y solo entonces, cuando descubrimos que el protagonista último de todo ese quehacer es el Espíritu de Dios. Porque Dios hace haciendo que hagamos. Soli Deo Gloria.