Esta precisa y relativa falta de reactividad del oxígeno y el carbono a temperatura ambiente es la que permite la vida en la Tierra. Si no fuera así, ningún compuesto orgánico con carbono reducido podría durar mucho tiempo.
La cantidad de oxígeno en la atmósfera de la Tierra, que resulta necesaria para la vida y en particular para la vida humana, parece exquisitamente calculada. Si fuera mayor o menor de lo que es, nosotros no estaríamos aquí para reflexionar sobre este asunto. En efecto, se podría decir que la reacción química que mueve el mundo, por ser la más ubicua de la biosfera, es la oxidación de la materia orgánica. Se llama “combustión” al proceso químico en el que un elemento combustible (como los materiales ricos en carbono de los vegetales y animales) se combinan con el oxígeno del aire, desprendiendo CO2 y energía en forma de luz y calor. Se considera que la combustión es completa si al reaccionar la sustancia orgánica con el oxígeno se produce, además de energía, CO2 y también agua.[1]
Teniendo en cuenta la abundancia de oxígeno en la atmósfera y la gran cantidad de energía que se libera en la combustión de la materia orgánica, hay una cuestión que ha venido llamando la atención de los científicos hasta el presente. ¿Por qué no se producen más incendios forestales, espontánea y constantemente, capaces de arrasar la superficie de la Tierra?[2] La respuesta está en que los átomos de carbono de la materia orgánica y los del oxígeno atmosférico no reaccionan espontáneamente a temperatura ambiente. Esta es otra característica única que se da entre tales átomos y que hace posible la vida en la biosfera terrestre. Todos hemos sido alguna vez conscientes de esta propiedad al intentar encender mediante una cerilla un fuego de leña, sobre todo si ésta estaba húmeda por el rocío de la noche. La madera debe estar seca y se le debe aplicar durante un rato cierta fuente de calor, como papeles encendidos o alguna pastilla ignífuga. Hay que aportar una pequeña cantidad de energía previa para iniciar la combustión que después generará muchísima más energía. Esta reacción no espontánea a la temperatura del ambiente terrestre, que puede ser molesta al hacer una hoguera en el campo, resulta crucial para el mantenimiento de la vida en nuestro planeta y constituye otra milagrosa aptitud de la creación que nos permite respirar con seguridad un aire altamente enriquecido en O2.
Sin embargo, los seres vivos no podemos utilizar este tipo de combustión para obtener energía porque las células de nuestros tejidos son incapaces de soportar semejantes temperaturas. Arderíamos en llamas como la vegetación en los incendios forestales. Este problema se soluciona mediante ciertas enzimas portadoras de metales que hay en las células. Son las llamadas “metaloenzimas” que, por medio de complejas reacciones bioquímicas, reducen la energía y el calor generados en la combustión y los vuelven adecuados para la vida.
De manera que esta precisa y relativa falta de reactividad del oxígeno y el carbono a temperatura ambiente es la que permite la vida en la Tierra. Si no fuera así, ningún compuesto orgánico con carbono reducido podría durar mucho tiempo en la superficie terrestre. No se podrían producir reacciones fundamentales como la fotosíntesis, la respiración celular, la existencia de bosques ni de animales, ni por supuesto la del ser humano. Por tanto, dicha característica constituye otro elemento clave de aptitud del planeta Tierra para la vida aeróbica. Pero es interesante señalar que tanto el carbono como el oxígeno fueron de los primeros elementos químicos creados en el corazón de las estrellas resultantes del Big Bang. Esto significa que tales características mencionadas estaban ya presentes en su constitución inicial. Desde una perspectiva poética, quizás se podría decir que los primeros átomos del universo estaban ya preñados de vida, en particular de vida humana. No puedo creer que esto sea una simple casualidad.
Notas
[1] Ver el artículo “Los gases de la atmósfera” (A. Cruz) en esta misma sección.
[2] Lane, N. 2002, Oxygen: The Molecule That Made the World, Oxford University Press, Oxford, Reino Unido, p. 119.
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