El acercamiento a los libros con espíritu de aprendizaje nos vivifica, a la vez que la vida y sus retos amplían el entendimiento de lo que vamos decodificando al ejercitar el acto de leer.
Cada disciplina u oficio tiene maestros y maestras que son como brújulas. Con su ayuda podemos evitar extraviarnos en el aprendizaje de las rutas a seguir. En el caso de la lectura es de agradecer la orientación que nos han dado quienes con sus comentarios, sugerencias y entusiasmo abrieron puertas a mundos ignotos, que se nos vuelven entrañables.
En Una vida como lector (Grupo Nelson, 2023) Clive Staples Lewis comparte sus gustos literarios, significado del acto de leer, apreciaciones sobre distintos escritores (hombres y mujeres), lecciones de la interacción entre lectura y vida, lo importante que es dialogar con otro(a)s sobre un libro comúnmente leído.
En el capítulo “Cómo saber si eres un verdadero lector”, C. S. Lewis traza lo que voy a llamar el cuadrilátero conformado por definiciones que, en conjunto, hacen luz sobre quiénes son lectores y quiénes no. No lo hace con altanería, descalificando a los lectores ocasionales, sino delinea el perfil de las personas que leen cotidianamente como parte de un hábito internalizado que fructifica de muy diversas formas. Leer consuetudinariamente es un acto de humildad, no lo dice así textualmente Lewis, pero, me parece, lo implica. Porque leer es, entre muchas otras posibilidades, una manera de escuchar para dialogar con lo que estamos leyendo.
Los cuatro puntos cardinales de Lewis para definir a un lector(a) son clarificadores y muy útiles de tomarse en cuenta para evaluarnos respecto a un “oficio” poco valorado en las sociedades contemporáneas. Para Lewis, punto uno de su cuadrilátero, al verdadero lector(a) le “encanta releer libros”. Dice que “la mayoría nunca lee algo dos veces”, pero en cambio “quienes gustan de las grandes obras leen un mismo libro diez, veinte o treinta veces a lo largo de su vida”. Concuerdo, porque el universo de obras por leer es abrumador, por lo cual para los y las que leer es gusto cotidiano hay que tener en los libreros joyas antiguas y joyas nuevas. No nada más unas u otras, porque la combinación es enriquecedora. Tener planes de lectura donde quepan los clásicos y algunas novedades u obras publicadas, por ejemplo, en la última década, crea vasos comunicantes insospechados que fertilizan conocimientos y experiencias.
Entonces, un verdadero lector(a) es un relector(a), cuya lista de obras favoritas esta formada por obras que ha decantado y considera torales por distintas razones. El relector(a) regresa varias veces a los libros que le sacudieron y sacaron del letargo. Algunos libros se quedan en la superficie, otros se adentran en la conciencia. Unos pocos nos cimbran de pies a cabeza, de cerebro a corazón y arroban el alma. Nos dejan estupefactos, llenos de interrogantes y, a veces, de respuestas. Son las obras a releer.
El segundo punto de Lewis: “Valoras en gran manera la lectura como actividad (no como último recurso)”, ni como distractor ocasional, agrego. Una vez que la persona ha sido contagiada por el hábito de leer diariamente, que constantemente anda en busca de la siguiente obra en la cual fijar ojos, cerebro y corazón, es posible considerar que la dinámica lectora le ha poseído y él o ella poseen la lectura. De tal manera que como para los fans de algún cantante y/o grupo musical, así como para los compulsivos seguidores de equipos de fútbol, es imposible vivir sin satisfacer todos los días su gusto y mucho del tiempo gira en torna a lograr el consumo de su afición, para los lectores verdaderos su inclinación lectora compulsivamente les lleva a encontrar recursos y tiempo para darse a recorrer páginas de papel o virtuales de obras literarias, históricas, teológicas y de distintas disciplinas del conocimiento.
Bien escribe Lewis que, a diferencia de los lectores ocasionales, “las personas con sensibilidad literaria siempre están buscando tiempo y silencio para entregarse a la lectura, y concentran en ella toda su atención. Si, aunque solo sea por unos días, esa lectura atenta y sin perturbaciones les es vedada, se sienten empobrecidos”. La lectura es una actividad que muy difícilmente puede hacerse simultáneamente mientras, por ejemplificar, vemos una película o escuchamos música de ritmos intensos. La lectura demanda toda nuestra atención y es “celosa”, no se lleva bien con actividades que nos desconcentran de lo que con los ojos enviamos a las neuronas y éstas hacen sinapsis para convertir lo leído en conocimientos y sensaciones.
La tercera característica de una persona lectora, expresa Lewis, es que clasifica “la lectura de determinados libros como una experiencia transformadora”. Este acercamiento a los libros es equidistante tanto a la lectura academicista como a la lectura escapista. Ambas posibilidades mutilan lo que debiera ser una experiencia enriquecedora: la lectura vital. El acercamiento a los libros con espíritu de aprendizaje nos vivifica, a la vez que la vida y sus retos amplían el entendimiento de lo que vamos decodificando al ejercitar el acto de leer. En este sentido cabe recordar lo citado por Carlos Monsiváis: afirma George Steiner: “Leer bien es arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos (...) Quien haya leído La metamorfosis, de Kafka, y pueda mirarse impávido al espejo será capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un analfabeto en el único sentido que cuenta”. Si la lectura de libros no contribuye a que sepamos leer mejor nuestra vida y el mundo que nos circunda, entonces solamente hemos acumulado consumo de papel y tinta, pero continuamos iletrados en la maravilla que es la vida. Al cerrar la última página de ciertos libros, se nos abren otros horizontes, otras posibilidades, antes no consideradas.
La cuarta consideración de Lewis sobre quienes leen vitalmente destaca que “lo leído es objeto de reflexión y recuerdo” recurrentes. Además, con frecuencia, las lecturas que dejan improntas son incorporadas en las conversaciones con otras personas, no como pretextos para la pedantería o exhibicionismo de pretendida erudición, sino para incorporar historias y personajes al charlar de asuntos de la vida en los que hallamos conexión con la obra leída.
En el tema de la identificación con las condiciones de otras personas, lo desventajosas que son para ellas y que sentirlas como propias puede llevarnos a entender sus necesidades y esperanzas, me hicieron reflexionar Mark Twain y Harper Lee. El primero con El príncipe y el mendigo, novela en la que súbitamente el integrante de la realeza pasa a ser un indigente y éste, con sorprendente parecido físico a aquél, transmuta en hijo del rey. Harper Lee, por su parte, nos sitúa en el juicio de Tom Robinson, afroamericano falsamente acusado en un pequeño pueblo de Alabama de haber violado a una mujer blanca. Con maestría, pone en el banquillo de los acusados al racismo blanco que niega la humanidad de Robinson. Harper Lee, cuando describe las lágrimas de Tom al momento de narrar que él no cometió el delito por el que se le acusa, tuvo como efecto que, silenciosamente, yo también llorara por las víctimas de los prejuicios que carcomen y causan miopía moral, al tiempo que me hizo preguntarme sobre mis propios deseos de creerme impoluto, con autoridad para lanzar la primera piedra.
No por ostentación, sino por practicar el hermoso acto de leer habitualmente, soy, si algo, nada más, pero nada menos, un lector.
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