Dios actúa a menudo de maneras insólitas, y no se conforma con ser un mero reflejo de nuestros deseos o expectativas.
Sería imposible hablar de todas las cosas que podemos aprender de cada historia, versículo y personaje del Antiguo Testamento. Así que me conformo con contarte 6 grandes aprendizajes que he atesorado en mi camino después de leer, estudiar y meditar durante muchos años en estos textos.
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La primera cosa que aprendí al leer el Antiguo Testamento es que Dios es fiel. Así de fácil. El Antiguo Testamento no es una novela edulcorada y naif, todo lo contrario: es un espejo bastante realista del mundo en el que vivimos, un mundo lleno de engaños, guerras, asesinatos, crueldad y abusos. Vez tras vez, los protagonistas de estas historias muestran su miseria: Adán y Eva comen del árbol, Caín mata a Abel, Noé se emborracha, Sarah no le cree a Dios, Abraham miente, Jacob manipula, Rebeca engaña, Moisés desconfía, Sansón es soberbio, Elías es miedoso, David es asesino, Salomón es idólatra, y el pueblo en conjunto es corrupto y egoísta. Estos personajes tan rotos nos recuerdan que el verdadero protagonista de la Biblia no son ellos, es Dios. Los israelitas no se convirtieron en el pueblo de Dios porque fuesen intelectualmente brillantes, ni por sus hazañas militares ni por su superioridad moral. Israel era un pueblo más entre un montón de naciones del mundo antiguo. Lo que hizo que este pueblo fuera especial fue que Dios decidió unir su historia con la de ellos.
La segunda cosa que aprendí al leer el Antiguo Testamento es que estar en paz con Dios no es imposible. Libros como Levítico o Deuteronomio son bastante aburridos para personas del siglo XXI. Tienen leyes y rituales que al día de hoy suenan muy raros, como «No uses ropa tejida con dos clases diferentes de hilo» [Levítico 19:19, NTV]. La primera impresión que nos queda después de leer las 613 leyes de la Torá es que Dios parece demasiado rígido. Pero es interesante comparar esta experiencia con la de otras religiones de la misma época. Hay una historia en la que el profeta Elías reta a los profetas de Baal para demostrar quién era el Dios verdadero. Armaron dos altares y empezaron a pedir que Dios enviara fuego del cielo. Los profetas de Baal invocaban a su Dios, pero no había respuesta. «Entonces se pusieron a bailar, cojeando alrededor del altar que habían hecho. Como acostumbraban hacer, se cortaron con cuchillos y espadas hasta quedar bañados en sangre. Gritaron disparates toda la tarde hasta la hora del sacrificio vespertino, pero aún no había respuesta, ni siquiera se oía un solo sonido» [1 Reyes 18:26-29, NTV]. Los dioses eran caprichosos; nadie sabía muy bien qué hacer para dejarlos contentos. Pero el Dios de la Biblia no es así. Aunque libros como Levítico o Deuteronomio suenan muy aburridos, son textos que definen claramente la relación entre Dios y su pueblo. Sabían lo que tenían que hacer y cuáles serían las consecuencias de no hacerlo. Al igual que ellos, nosotros tampoco tenemos que andar llenos de culpa y confusión. Dios no es una fuerza silenciosa y ausente.
La tercera cosa que aprendí al leer el Antiguo Testamento es que Dios está comprometido con la historia. Casi se podría decir que los judíos “inventaron” la historia; otros pueblos de la antigüedad (como los egipcios, los griegos o los asirios) veían el tiempo de manera cíclica, como una rueda que sucedía una y otra vez. Las acciones, situaciones y personas se repetían, y lo que tenía que pasar, iba a pasar. Pero los judíos tuvieron una experiencia transformadora: Dios entró en su historia, y desde entonces nunca más pudieron ver el tiempo como algo cíclico. Y tampoco pudieron seguir viviendo de la misma manera: si lo que hacemos tiene consecuencias, no da lo mismo actuar de una manera u otra. El dios griego Zeus, cuando tenía ganas bajaba a la tierra y agarraba lo que quería de la humanidad; a diferencia de Zeus, el Dios de la Biblia está comprometido con la historia. Podría tratar a los seres humanos como sus títeres, pero se toma el tiempo para interactuar con las personas, respeta sus decisiones, escucha sus oraciones y espera sus procesos. El compromiso de Dios con nuestra historia es tan grande que un día Él mismo se hizo histórico y habitó entre nosotros. El poeta Edward Shillito lo dijo de esta manera preciosa: «Los otros dioses eran fuertes; pero Tú fuiste débil; / llegaron cabalgando, pero Tú te tambaleaste hasta el trono; / pero a nuestras heridas sólo las heridas de Dios pueden hablar, / y ningún dios tiene heridas sino sólo Tú».
La cuarta cosa que aprendí al leer el Antiguo Testamento es que Dios está cerca de los pequeños. En su tiempo como prisioneros en Egipto y Babilonia, aprendieron que los dioses de los pueblos siempre trabajan codo a codo con los poderosos. Los reyes afirmaban ser hijos de los dioses, así que oponerse al rey significaba ponerse a ese dios en tu contra. Los dioses paganos eran los guardianes y legitimadores de los poderosos; pero el Dios de la Biblia siempre hizo las cosas de otra manera. Nunca quiso ser el Dios de los imperios; todo lo contrario: «escogió lo despreciado por el mundo —lo que se considera como nada—y lo usó para convertir en nada lo que el mundo considera importante» [1 Corintios 1:28, NTV]. El Antiguo Testamento me enseñó la importancia de cuidar especialmente a quienes no reciben ningún otro cuidado: las viudas, los huérfanos, los extranjeros, los pequeños, los despreciados, los humillados, los que nadie elige. Si queremos ser hijos de este Dios, esa debe ser nuestra posición en el mundo. Una posición humilde para reconocernos pequeños y necesitados, pero también generosa para convertirnos en las manos de Dios para consolar y dignificar las personas que lo necesitan.
La quinta cosa que aprendí al leer el Antiguo Testamento es que somos una imagen de Dios para nuestro prójimo. Los profetas del Antiguo Testamento insisten una y otra vez en que el propósito del pueblo de Dios no es mirarse el ombligo y disfrutar de los privilegios de ser especiales. Su misión, como la de Adán y Eva, era mostrar al resto del mundo un pequeño adelanto del carácter y las obras del Creador. Pablo dice que somos como una carta que Cristo escribió, dirigida a nuestros semejantes [2 Corintios 3:1-3]; si la carta es confusa o no llega a destino, hay una noticia muy buena que nunca van a saber.
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La sexta y última cosa que aprendí al leer el Antiguo Testamento es que no podemos domesticar a Dios. En muchas culturas antiguas, la esencia de una persona se encontraba figurada en su nombre. Los padres pensaban mucho en el nombre que pondrían a sus hijos, porque ese nombre iba a definir su destino. Por eso, cuando Dios cambia el destino de alguien (como pasó con Abraham, Jacob o Pedro), era necesario cambiar también su nombre. Me encanta la historia de la zarza ardiente; Moisés se encuentra con Dios y le pregunta su nombre. Y, con mucha maestría, Dios le responde: “Yo soy el que soy”. Esa respuesta tiene muchas interpretaciones, pero uno de los sentidos más desafiantes es que no puedo poseer a Dios como si fuera de mi propiedad. Él actúa a menudo de maneras insólitas, y no se conforma con ser un mero reflejo de nuestros deseos o expectativas.
Si agarrás un libro de historia antigua y lo comparás con el Antiguo Testamento, te vas a dar cuenta de que no hay una sola forma de interpretar las cosas. Donde otros pueblos veían a unos esclavos escapando, el pueblo de Israel vio la mano de Dios rescatándolos. Donde otros pueblos veían el desenlace lógico del poder de Babilonia sobre una pequeña nación, el pueblo judío vio el castigo divino su falta de fe. El Antiguo Testamento no es un libro de historia en el sentido moderno. Más bien, es una interpretación de la historia que nos ayuda a mirar la realidad con los lentes correctos.
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