Es la iglesia y sólo ella quien reconoce, desde el discernimiento del Espíritu que actúa y habla en su seno, a quienes la presiden y guían.
“El que anhela obispado buena obra desea”. 1 Tim. 3:1
“En cuanto se tiene un martillo, todos los problemas empiezan a parecer clavos” (J. Antonio Marina).
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El Nuevo Testamento contempla a la iglesia como una comunidad corporativa, formada por muchos miembros con funciones distintas que revierten en el cuerpo, porque todos toman conciencia de que son parte los unos de los otros. Tendemos a pensar que la iglesia crece en la medida que se desarrollan los dones espirituales, pero eso no es exactamente lo que dice la Biblia. El énfasis está situado en la actividad de todas las personas y sus diferentes funciones, en tanto se saben referenciadas a un solo cuerpo del que participan como miembros los unos de los otros. La disposición al servicio desde el marco ético del fruto del Espíritu genera el dinamismo que precede a todos lo demás movimientos, Romanos 12:3; Ef. 4:1-2.
La iglesia en el Nuevo Testamento se vive a sí misma como una comunidad fraterna. 1ª Tesalonicenses 5:12-20.
A la fundamentación teológica que nos ofrece el texto anterior, corresponde este dibujo pragmático de una comunidad interactuando desde la eclesiología de la comunión:
* Reconocimiento del trabajo pastoral. Bien entendido que se trata de una tarea que se desarrolla entre el pueblo y no por encima de él. vv. 12-13.
* Práctica de una pastoral comunitaria. Todos los miembros se preocupan por todo lo que les sucede a todos. vs. 14.
* Transformación de los valores de relación. Preocupación por practicar el bien hacia los demás. vs. 15.
* Vivencia de la alegría de la fe y la experiencia de la gratuidad. vv. 16-18.
* Dejar “hablar” al Espíritu en el marco de la comunidad. vv. 19-20.
Un vistazo cuidadoso a estas sencillas consideraciones, nos debería llevar a una reflexión profunda sobre la poco meditada “Liderología” tan frecuente entre nosotros. Porque, al hablar de este asunto importa subrayar que el suelo teológico sobre el que se sitúa es la iglesia. Esto quiere decir que no puede hablarse de la iglesia desde el pastorado, sino únicamente del pastorado desde la iglesia. Pero, al mismo tiempo, esto implica que es la iglesia y sólo ella quien reconoce, desde el discernimiento del Espíritu que actúa y habla en su seno, a quienes la presiden y guían. Y, finalmente, quiere decir que los pastores realizan su tarea entre el pueblo como una parte importante, pero solo una parte, de las muchas funciones, tareas y dones que desarrolla el cuerpo en su totalidad. No existe, por tanto, ninguna persona, actividad o tarea en la comunidad que pueda considerarse “satélite independiente”, desgajada del todo y actuando por cuenta propia con status de espiritualidad privilegiada, poder o dominio sobre el resto. Ninguna es ninguna.
El pastorado en el Nuevo Testamento forma parte integral de la eclesiología de la comunión.
En el marco de la comunidad, ¿el todo promueve a las partes? ¿O son las partes las que promueven al todo? Conviene aclararse, porque para explicarnos estas cosas partimos de reflexiones y costumbres que convendría repensar. A saber: las iglesias crecen sólo y exclusivamente a partir de la elección de pastores capacitados para enseñar, dirigir, administrar y conducir el rebaño, como si fuera solo una parte proactiva la que promueve al todo y no éste el que, al promoverse, dinamiza a las partes.
Este modo de ver las cosas es corriente y lógico, pero inexacto. Porque parte de una premisa equivocada. Las iglesias, por difíciles y dramáticas que sean las situaciones que experimentan, nunca son realidades inertes sino dinámicas, vivas, con un “código genético” concreto que las hace irrepetibles como personas colectivas por obra y gracia del Espíritu de Dios. La tarea del pastorado, por tanto, consiste en aprender a participar de la vida comunitaria de la iglesia desde abajo y desde dentro a partir de la disponibilidad, el servicio, los dones y el fruto del Espíritu, que es lo mismo que se requiere del resto de la comunidad, con el objetivo de contribuir juntos al crecimiento de todo el cuerpo.
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No se trata, entonces, de que la iglesia tenga que dejarse seducir y manipular por el brillo de “pastores mesiánicos” que, a modo de “mirlos blancos” actúen como si fueran la panacea; ni tampoco que los pastores tengan que esforzarse por asombrar a la congregación para visibilizar sus credenciales. Se trata de que el cuerpo todo sea capaz de reconocer y elegir a mujeres y hombres con dones de pastorado que estén dispuestos a participar de la vida de la iglesia, situándose entre los demás, entregando lo mejor de sí mismos en un clima de espíritu fraterno, entendiendo que su tarea tiene sentido y eficacia en el marco de una teología pastoral a la que toda la comunidad es llamada. Soli Deo Gloria.
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