Que la radiación solar sea idónea para la vida en la Tierra depende de varias “coincidencias” extraordinarias y altamente improbables que se dan en la naturaleza.
Las personas, igual que el resto de los animales, necesitan alimentarse de materia orgánica para vivir. Debemos consumir glúcidos o azúcares, lípidos o grasas, así como proteínas, vitaminas, agua y sales minerales. Nada de esto lo podemos fabricar nosotros mismos sino que lo obtenemos nutriéndonos de animales, vegetales y otros productos del medio ambiente.
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Sin embargo, en las plantas no suele ser así. Los vegetales que poseen moléculas de clorofila pueden captar la energía proveniente del Sol y así, por medio de la reacción química de la fotosíntesis, convertir el dióxido de carbono y el agua en azúcares como la glucosa, fructosa, sacarosa, etc., liberando oxígeno como subproducto. Tales azúcares vegetales constituyen la base de todas las cadenas alimentarias de los ecosistemas. No obstante, ningún organismo puede vivir sólo de azúcares. Se requieren también otros elementos químicos como el nitrógeno, fósforo, potasio, azufre, hierro, calcio, magnesio, etc., que son captados a su vez del suelo y del aire por las raíces de las plantas, pasando así a los animales herbívoros que los consumen, después a los carnívoros y finalmente a los carroñeros y descomponedores.
De ahí que las plantas verdes, tanto terrestres como acuáticas, las algas y algunas bacterias, sean consideradas como los productores primarios de la materia orgánica ya que toda la energía solar que fluye en cualquier ecosistema es captada por estos vegetales que son la base sustentadora de todo. También se les llama seres autótrofos porque elaboran su propio alimento orgánico tomando del medio sólo sustancias inorgánicas sencillas y energía. A todos los demás organismos que no pueden realizar este proceso de la fotosíntesis, como las personas, los animales y muchas bacterias, se les denomina heterótrofos porque deben obtener sus macromoléculas consumiendo a otros organismos.
¿Cómo se originó este singular proceso fotosintético? Los libros de texto de biología parecen saberlo cuando afirman que “hace unos tres mil millones de años, una combinación novedosa de moléculas que absorbían la luz y enzimas dio a una célula bacteriana la capacidad de convertir energía luminosa en energía química de los enlaces carbono-carbono y carbono-hidrógeno de los azúcares. (…) El origen de la fotosíntesis es uno de los grandes acontecimientos en la historia de la vida. Desde que este proceso evolucionó, los organismos fotosintéticos han dominado la Tierra en lo que respecta a abundancia y masa.”[1] Desde luego, no se puede exagerar la importancia de la fotosíntesis ya que es evidente que gracias a ella nuestro planeta resulta habitable. Se supone que dicha reacción química aumentó la concentración atmosférica de oxígeno, permitiendo así la vida compleja de los seres superiores. Siguiendo el paradigma evolucionista, la fotosíntesis se concibe como el gran invento casual de algunas bacterias del pasado.
Sin embargo, los problemas surgen a la hora de determinar cómo pudo evolucionar un proceso tan complejo -cuya maquinaria química abruma la imaginación humana- en unas de las células más simples que se conocen. Imaginar las etapas graduales necesarias desde una bacteria no fotosintética hacia otra que sí lo es, resulta una tarea absolutamente pasmosa. De ahí que se hayan propuesto escenarios como el que afirma que las bacterias emplearon máquinas bioquímicas ya existentes usadas para otras funciones o que unas bacterias compartieron su tecnología con otras mediante transferencia horizontal de genes. Por supuesto, tales hipótesis no satisfacen a todos los especialistas porque no explican realmente el origen de tal reacción fotoquímica y muchos se muestran escépticos. ¿Cómo es posible que una función tan eficiente y compleja como la fotosíntesis haya aparecido por puro azar? Imaginar historias no es lo mismo que demostrarlas. Actualmente, la ciencia no sabe cómo pudo ocurrir esto. Sin embargo, muchos investigadores aferrados al materialismo se siguen resistiendo a admitir lo que resulta más evidente y lógico. Es decir, la realidad de un diseño inteligente en el origen de la vida y de la fotosíntesis.
El oxígeno que necesitamos continuamente proviene de la luz solar, así como también los azúcares y las grasas que oxidamos para obtener energía metabólica. Todo esto se origina en la reacción fotosintética producida en los cloroplastos de las plantas verdes y el combustible inagotable que la provoca es la energía lumínica proveniente del Sol. Esto es bien conocido. Sin embargo, lo que no suele tenerse siempre en cuenta -sobre todo en los textos escolares- es cuán improbable resulta dicho proceso. En efecto, que la radiación solar sea idónea para la vida en la Tierra depende de varias “coincidencias” extraordinarias y altamente improbables que se dan en la naturaleza. Las características del espectro electromagnético, así como de la estrecha banda de la luz visible, la infrarroja y, en general, la luz proveniente de las estrellas, confluyen para hacer posible nuestra existencia en eso que Carl Sagan llamaba “un punto azul pálido” del cosmos.
La radiación solar que llega a nuestro planeta posee diversos niveles de energía que constituyen el llamado espectro electromagnético de la luz ya que se trata de radiación electromagnética. Esta energía depende en realidad de la longitud de onda de las distintas radiaciones, que puede ser extremadamente baja (de miles de kilómetros); media, como las ondas de radio (de un kilómetro a un metro); las microondas de los radares (de un centímetro a un milímetro); los rayos infrarrojos (cuya longitud de onda está comprendida entre un milímetro y un micrómetro) que experimentamos como calor cuando los rayos solares tocan nuestra piel; la luz visible para el ojo humano (entre 700 y 400 nanómetros aproximadamente), (un metro equivale a 109 nanómetros) que ocupa una franja extremadamente delgada; y, por debajo de estas magnitudes, estarían ya las longitudes de onda más altas como la luz ultravioleta, los rayos X, los rayos gamma y los rayos cósmicos. Cada una de tales radiaciones solares interactúa con la materia de forma diferente, debido a sus distintas longitudes de onda. Éstas pueden ejemplarizarse por medio de las ondas que se producen en la superficie del agua de un estanque cuando se arroja una piedra. Pequeñas, si la piedra en pequeña, o grandes si ésta es mucho mayor.
Cuando la longitud de onda es muy pequeña, la radiación solar posee mucha energía y ésta es capaz de arrancar electrones de las macromoléculas de las células, con lo que acaba destruyéndolas o provocando mutaciones indeseables. Esto es lo que pueden hacer los rayos gamma, los rayos X e incluso los ultravioletas. Por el contrario, la radiaciones de onda muy larga son poco energéticas y por tanto demasiado débiles como para arrancar electrones de la materia viva o modificar negativamente su ADN. Tales son las ondas de radio, las microondas y los rayos infrarrojos. Únicamente la región del espectro ocupada por la luz visible -que constituye una mínima parte del mismo- aporta la energía adecuada para permitir la fotosíntesis, una química controlable y por tanto la vida en el planeta. Resulta que en el amplísimo espectro electromagnético de la emisión solar sólo una ínfima franja de radiación es apta para la vida y ésta es prácticamente la luz que podemos ver, más un poco del rango ultravioleta próximo y otro poco del infrarrojo cercano.
[photo_footer]Espectro visible por el ojo humano./ Wikipedia.[/photo_footer]
Para hacerse una ligera idea de lo que esto supone, hay que tener en cuenta que existen ondas de radio, en el espectro electromagnético, cuya frecuencia es extremadamente baja, de hasta cien mil kilómetros entre cresta y cresta de onda. Mientras que, por el otro extremo, algunas ondas gamma muy energéticas poseen distancias de tan sólo 10-17metros entre crestas consecutivas de onda (Esto es solamente una fracción del diámetro de un núcleo atómico). Pues bien, entre estos dos extremos del espectro completo existe toda una infinidad de posibilidades de longitudes de onda. Se calcula que alrededor de diez cuatrillones o, lo que es lo mismo, un uno seguido de 25 ceros (1025).[2] Ante tal increíble magnitud de posibilidades, resulta que la vida sólo puede funcionar en una determinada longitud de onda visible. En una diminuta banda del espectro con longitudes de onda comprendidas entre 380 y 750 nanómetros. Lo sorprendente es que en esta estrechísima banda es precisamente en la que el Sol emite casi la mitad de su radiación que hace posible la vida compleja.
Otra parte importante de la radiación solar es la comprendida entre longitudes de onda de 750 a poco más de 2.500 nanómetros. Se trata de otra estrecha banda infrarroja responsable del calor que experimentamos cuando los rayos solares inciden en nuestra piel. Sin esta radiación, la Tierra sería como un desierto helado similar a la superficie de tantos exoplanetas descubiertos hasta el presente o a la propia Antártida. Sin embargo, nuestro planeta está repleto de vida porque los gases atmosféricos, al absorber dicho calor solar, proporcionan la temperatura idónea que hace posible la química de los seres vivos. Gases como el dióxido de carbono (CO2), el metano (CH4), el vapor de agua (H2O), el óxido de nitrógeno (NO) o el ozono (O3), son algunos de los que contribuyen a retener en la atmósfera el calor solar y a crear un efecto de invernadero imprescindible para la vida. Si no existieran dichos gases, la temperatura media en la superficie terrestre sería demasiado baja (de alrededor de -18 ºC, en vez de la media actual que es de +15 ºC).
El actual problema del cambio climático se debe a que este necesario efecto invernadero natural se ha visto acentuado en los últimos años por la acción humana. A raíz de la Revolución Industrial, se empezaron a usar combustibles fósiles que lanzaban a la atmósfera, entre otras cosas, dióxido de carbono y metano. Esto ha elevado peligrosamente la temperatura media de la superficie terrestre, deshelando los glaciares, elevando el nivel medio de los océanos y provocando los desajustes climáticos conocidos.
Por tanto, este rango de radiación solar es imprescindible para la vida en la Tierra debido sobre todo a dos razones fundamentales: nos llega en la longitud de onda precisa para permitir la fotosíntesis en las plantas verdes y con ello la subsistencia de toda la cadena trófica animal; y demás, dicha radiación mantiene la temperatura idónea (unos 15 ºC de media) para hacer posible la biología de todos los seres vivos. Una vez más, de entre una inmensidad de posibles radiaciones provenientes del Sol, aquellas que nos permiten existir se encuentran en el centro mismo del espectro.
El ser humano ha venido mirando el cielo nocturno desde la más remota antigüedad porque, tal como escribió el evangelista Juan, “la luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella” (Jn. 1:5). El firmamento estrellado inspiró la imaginación humana y muchas culturas divinizaron el Sol, la Luna y las estrellas. Creyeron que eran dioses amenazantes con peligrosos poderes sobre los mortales. Otros vieron constelaciones a las que llamaron con nombres de animales como Aries, Leo, Tauro, Escorpio, Cáncer o Piscis que podían influir en el comportamiento o el carácter humano. Sin embargo, la Biblia se refiere a las estrellas con cordura y austeridad. Las trata como lo que realmente son: lumbreras o meros objetos físicos creados. El libro de Génesis describe la creación de los astros luminosos con estas palabras:
Dijo luego Dios: Haya lumbreras en la expansión de los cielos para separar el día de la noche; y sirvan de señales para las estaciones, para días y años, y sean por lumbreras en la expansión de los cielos para alumbrar sobre la tierra. Y fue así. E hizo Dios las dos grandes lumbreras; la lumbrera mayor para que señorease en el día, y la lumbrera menor para que señorease en la noche; hizo también las estrellas (Gn. 1:14-16).
[photo_footer]Imagen del cielo nocturno tomada cerca de Villarluengo (Teruel) (Foto: Antonio Cruz).[/photo_footer]
Mucho se ha especulado sobre las estrellas a lo largo de la historia. Sin embargo, su verdadera naturaleza no se ha comprendido bien hasta el presente. Las estrellas son en realidad “lumbreras”, es decir, enormes bolas de plasma muy caliente que emiten luz, entre otras muchas radiaciones electromagnéticas. Dicho plasma es un estado de la materia en el que buena parte de los átomos han sido despojados de sus electrones. Es como una sopa de núcleos atómicos y electrones formada básicamente por hidrógeno y helio.[3] Analizando la luz estelar que nos llega, se han podido averiguar muchas cosas. Hoy sabemos, por ejemplo, que la luminosidad de una estrella depende directamente de su temperatura en superficie. En el caso del Sol, dicha temperatura ronda los 6.000 grados centígrados y esto hace que la mayor parte de la radiación emitida sea en forma de luz visible y calor. Otras estrellas con temperaturas en superficie mayores emiten radiaciones ultravioletas o superiores que son incompatibles con la vida. Sin embargo, la mayoría de las estrellas del universo son similares a nuestro Sol y emiten por debajo de los 6.000 ºC, en forma de luz visible e infrarroja.
Esto es una coincidencia notable ya que es como si todo el cosmos estuviera “pensado” con el fin de generar la luz adecuada para la vida. Que la mayor parte de la radiación solar se compacte en el espectro visible y en el infrarrojo cercano, es algo que viene determinado por leyes físicas que son completamente diferentes de aquellas que determinan qué longitudes de onda son necesarias para permitir la fotosíntesis y la vida. Se trata de algo realmente asombroso pues de ninguna manera tendría por qué ser así.
La energía que se requiere para excitar un electrón de cualquier cloroplasto vegetal y que éste salte, en el proceso de la fotosíntesis, es del orden de 10-19 a 10-18 julios (J) -el julio (joule) es la unidad utilizada en física para medir energía, trabajo y calor-. Pues bien, exactamente dicha energía es la que proporciona cada fotón o cuanto de luz de la radiación solar. Si este rango energético fuera algo menor o algo mayor no sería posible la reacción química de la fotosíntesis y, por tanto, tampoco la vida en la Tierra. Si fuera, por ejemplo, de entre 10-20 a 10-21 J, o de entre 10-18 a 10-17 J, no podría excitar adecuadamente a los electrones que se requieren en dicha reacción. Resulta admirable que esta precisa energía dependa de la temperatura existente en la superficie del Sol que, como se ha señalado, ronda los seis mil grados centígrados. Lo cual resulta aún más sorprendente ya que se cree que en el interior del Sol deben darse temperaturas de decenas o centenares de millones de grados, capaces de fusionar núcleos atómicos sencillos -como el hidrógeno- para crear núcleos más pesados -como el helio- y generar así enormes cantidades de energía. Es impresionante que tales niveles energéticos del corazón de las estrellas puedan reducirse tanto al llegar a la Tierra como para poder excitar con precisión minúsculos electrones de las plantas verdes y darnos así la vida.
Una vez más, esto apoya la idea de que la luz de la mayor parte de las estrellas está finamente ajustada y pensada para la vida.
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Notas
[1] Freeman, S. 2009, Biología, Pearson Educación, Madrid, p. 198.
[2] Denton, M. 2022, The Miracle of Man. The Fine Tuning of Nature for Human Existence, Discovery Institute Press, Seattle, p. 51.
[3] Català Amigó, J. A. 2021, 100 qüestions sobre l’Univers, Cossetània, Barcelona, p. 85.
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