Unos pocos libros nos cimbran de pies a cabeza, de cerebro a corazón y arroban el alma.
El vicio de leer se adquiere por admiración. Admira ver a una persona absorta en el trance de leer: desconectada de la realidad. Y los padres, maestros y otras personas que hablan de sus lecturas con animación despiertan la curiosidad, la emulación, el deseo de viajar silenciosamente por ese mundo aventurado y distinto, el deseo de pertenecer. Así se llega a la imitación, al experimento de leer y encontrarle el gusto, aunque al principio no guste. Es un gusto adquirido, que se va refinando por exploraciones propias y la conversación con otros lectores. Es una tradición de lector a lector.
Gabriel Zaid
Multiplicar los espejos y acercarse a las ventanas para mirarnos y mirar. Hay muchas imágenes que tratan de capturar la esencia de los libros y el ejercicio de la lectura, resalto las de que son espejos y ventanas que nos colocan ante nosotros mismos y sensibilizan al observar otras formas de ser, otras maneras de soñar.
Hace años dejé constancia de cómo fue mi conversión a la lectura. Aquí nada más menciono que los libros, más allá de los textos escolares, eran inexistentes en mi hogar. Mi padre concluyó la primaria, mi madre debió abandonar la escuela en el tercer grado al quedar huérfana y tener que emplearse como trabajadora doméstica para ayudar a su mamá en el sostén de casa y hermano(a)s. En la infancia y hasta los quince años me perdí de viajes maravillosos sin saber que me los perdía, al no ser cautivado por los libros/naves de Julio Verne, Rudyard Kipling, Jack London, Charles Dickens, Alejandro Dumas y Víctor Hugo, entre otros.
A trompicones, por carecer de guías para la formación lectora, debí caminar a tientas por el sendero de los libros y pude darme cuenta de una carencia en la comprensión de obras que caían en mis manos. Me faltaba eso que se adquiere lentamente: bagaje, recursos cognitivos que, al sedimentarse, forman criterios para, crecientemente, no nada más ser un receptor de líneas y páginas, sino practicante del diálogo con la obra leída.
No es lo mismo leer desde la infancia que a partir de la adolescencia o la adultez. En varios momentos he tratado de imaginar el impacto de haber leído a partir de, digamos, los seis años. Un tanto para subsanar la brecha, leo la que llaman literatura infantil/adolescente y lo hago en voz alta, como si de tal manera estuviera leyéndole al infante que fui. En este tenor, por ejemplo, me dejé atrapar por El libro salvaje, de Juan Villoro (Fondo de Cultura Económica, en el 2020 alcanzó la decimoctava edición). El título de este artículo es tomado de un párrafo que marqué, el momento en el que Tito, “un bibliófilo empedernido”, le dice a su sobrino Juan: “Cuando lees nunca ves las letras; ves las cosas de las que tratan las letras: un bosque, una casa convertida en biblioteca, una farmacia. Los libros funcionan como espejos y ventanas: están llenos de imágenes”.
Sí, los libros son espejos. Quien lo ha expresado magistralmente es George Steiner: “Quien haya leído La metamorfosis de Kafka y pueda mirarse impávido al espejo será capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un analfabeto en el único sentido que cuenta”. Mucho del sistema escolar está orientado para desalentar la lectura. Al hacer esto, en lugar de multiplicar los espejos, se veda a millones de estudiantes la posibilidad de verse y examinarse con una mirada inteligente. No hay imaginación pedagógica para transmitir el gozo de leer, simplemente porque en su mayor parte los profesores no son lectores.
Es crucial contagiar leer por gusto a la niñez mexicana, a quienes están en la adolescencia. Por esto es gratificante la campaña permanente del tendido de libros que en México realiza Paco Ignacio Taibo II al frente del Fondo de Cultura Económica. Es una hermosa aventura forjar lectores y lectoras que se ejercitan en aprender a escuchar, ya que eso es lo que se hace cuando recorren las páginas de un libro. Pero escuchar para dialogar, para hablar y dejar hablar. Los libros que nos ayudan a mirarnos en ellos fortalecen nuestra memoria personal y colectiva. Su contraparte, la desmemoria, es letal para la democratización integral de las sociedades.
También los libros son ventanas, aberturas que nos dejan ver otros paisajes, otras personas y condiciones en las que viven. El libro/ventana es el mismo y no lo es al mismo tiempo, porque cada lector(a) le agrega su personalidad. El objeto inerte revive, porque como le dice Tito a su sobrino “los libros sienten que tú puedes leerlos mejor que otras personas. Un lector prínceps no es el que lee más libros sino el que encuentra más cosa en lo que lee”. ¿Qué vemos a través de las ventanas que son los libros?
Los libros espejos/ventanas se convierten en lecturas que dejan marcas, nos llevan a situaciones que nunca pueden sernos lejanas. No podemos acercarnos a ellas como meramente descriptivas de cosas que les suceden a otros. Siempre nos interpelan, nos llevan a examinarnos y muestran horizontes de posible transformación. ¿Acaso no sentimos desolación y desesperanza al leer cuentos como Es que somos muy pobres, o No oyes ladrar los perros, de Juan Rulfo? ¿Y qué decir de las lecciones de realpolitik que da literariamente, al desentrañar las intrigas del poder, Martín Luis Guzmán en La sombra del caudillo, o Thorton Wilder en Los Idus de marzo?
Algunos libros se quedan en la superficie, otros se adentran en la conciencia. Unos pocos nos cimbran de pies a cabeza, de cerebro a corazón y arroban el alma. Nos dejan estupefactos, llenos de interrogantes y, a veces, de respuestas.
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