Cristo revela completamente el carácter de Dios y al mismo tiempo, paradójicamente, encarna la verdadera humanidad.
No es Juan 3:16. No es «el Señor es mi pastor». No es «ama a tu prójimo como a ti mismo». En este artículo te voy a contar cuál es, en mi humilde opinión, el versículo más importante de toda la Biblia. Para desentrañar su misterio vamos a hablar de historia judía, filosofía griega, etimología aramea y muchas cosas más.
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Estamos hablando de Juan 1:14: «El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad». Son 23 palabras en su idioma original, el griego koiné.1 La cantidad de ideas, referencias, guiños y doctrinas que se esconden en este pequeño versículo es increíble. Así que voy a intentar sintetizar ideas muy complejas de la manera más sencilla posible.
Este versículo está en el capítulo 1 del Evangelio de Juan; es el cuarto evangelio, después de Mateo, Marcos y Lucas. Y es también, con toda probabilidad, el último que se escribió (a finales del siglo I). Para ese entonces, prácticamente todos los que habían conocido a Jesús estaban muertos. Y no solamente eso; el desafío más grande era que el cristianismo se había extendido a nuevos territorios. La mayoría de las iglesias ya no se encontraban en la zona de Palestina, donde habían vivido Jesús y los primeros cristianos, sino que estaban esparcidas por buena parte del Imperio Romano. Eso significaba que debían hablar de Jesús a personas con un trasfondo cultural totalmente diferente. Ya no se dirigían a unos judíos que esperaban la llegada del Mesías prometido, sino a una cultura romana, cosmopolita, politeísta y muy influenciada por la filosofía y el arte de los griegos.
En ese nuevo contexto se encontraron con un dilema aparentemente imposible: ¿Cómo anunciar que Jesús es el Mesías a personas que no tienen idea de lo que es un Mesías ni sienten la necesidad de un Mesías? Para resolver ese dilema, el evangelio de Juan vuelve a contar la historia de Jesús, pero con un desarrollo más simbólico y teológico.
Los primeros 18 versículos de este evangelio son el Prólogo de toda la obra, y nos presentan a Jesús desde una perspectiva eterna. Si el evangelio de Lucas nos cuenta que Jesús nació en un tiempo y un espacio específicos, acá lo descubrimos fuera de todo tiempo y espacio. No hay vacas, ni pesebre, ni pastorcitos; el Prólogo nos presenta la dimensión cósmica, el detrás de escena de la venida de Jesús al mundo. Los estudiosos creen que, al igual que otras partes del Nuevo Testamento [Ef. 5:10-14, 1 T. 3:14-16, Fil. 2:1-11], el Prólogo del evangelio de Juan fue un himno que cantaron los primeros cristianos.
Juan 1:14 es el eje en el que gira todo el Prólogo del cuarto evangelio. Es una declaración escandalosa, que dejaba estupefactos tanto a los judíos como a los griegos. Y para que podamos entender la magnitud del escándalo necesito presentarte la palabra griega: Logos.
El versículo empieza así: «El Verbo se hizo carne». Otras traducciones dicen “Palabra” en vez de “Verbo”, pero ambas expresiones se quedan cortas para transmitir las numerosas capas de significado que tenía la palabra Logos. Si nosotros hubiéramos estado a finales del primer siglo y escucháramos esta palabra, se nos vendrían a la cabeza al menos 3 cosas: una viene de la teología judía, otra viene de la filosofía griega y la última viene de una etimología aramea.
La primera referencia tiene que ver con el relato de la Creación, el texto fundacional de toda la Biblia. Génesis 1 dice: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la superficie del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas» [Génesis 1:1-2]. El Prólogo del Evangelio de Juan empieza de una manera muy similar: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios» [Juan 1:1]. Empezar el evangelio haciendo este guiño al Génesis es afirmar desde el momento uno la divinidad de Jesús.
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La segunda referencia tiene que ver con la filosofía griega. El término “Logos” era ampliamente utilizado por pensadores y escuelas filosóficas, y aún hoy en día lo utilizamos al hablar de la “lógica”. El Logos era, justamente, la lógica que subyace a toda la realidad, la razón de todas las cosas, la armonía que daba sentido al mundo. Filósofos como Heráclito de Éfeso, Platón y Anaxágoras hablaban del Logos como algo que da orden y propósito a nuestra realidad confusa. Para los estoicos, el Logos tenía la capacidad de ordenar todas las cosas. Filón de Alejandría, un filósofo judío contemporáneo de Jesús, intentó combinar la teología judía y la filosofía griega, y afirmó que el “Logos” era una especie de puente o intermediario que podía conectar al Dios infinito con la humanidad finita.
Hasta acá ya es una locura lo que esconde este versículo. Pero hay un guiño más. Después del exilio en Babilonia, los judíos fueron adoptando el idioma arameo como lengua franca; de hecho, Jesús mismo hablaba arameo. Los textos sagrados de Israel se tradujeron del hebreo al arameo; esas traducciones, que incluyen cierto margen de interpretación de los textos sagrados, se conocen con el nombre de Tárgum. Los traductores de los Tárgum vivían en un contexto cultural que prefería las interpretaciones alegóricas por encima de una lectura literalista; por eso se sentían un poco incómodos cuando tenían que traducir pasajes que mostraban a Dios haciendo cosas o pronunciando discursos como si fuera un ser humano. Así que en vez de decir “Dios”, estos traductores empezaron a usar un eufemismo: el arameo “memra”, que significa “palabra”, y que al griego se traduciría justamente como “Logos”. O sea: en vez de decir “Dios creó el mundo”, estos traductores preferían traducir: “La Palabra creó el mundo”. Cuando uno lee los Tárgum no es tan fácil distinguir exactamente dónde termina Dios y dónde empieza la Palabra; ¿acaso Dios es la Palabra? ¿O simplemente usa la palabra? En estos textos, la Palabra, la Memra, que en griego se diría “Logos”, pareciera que se confunde con Dios mismo.
Ese es el telón de fondo del Evangelio de Juan: teología judía, filosofía griega y etimología aramea. Decir que Jesús es el Logos significa al menos 6 cosas: que Cristo es Dios, que es el Creador, que es la lógica de todas las cosas, que es el puente que nos conecta con Dios, que es la Palabra que dice lo que Dios dice y es el Verbo que hace lo que Dios hace.
Pero el Evangelio de Juan esconde una carta más bajo la manga, la idea que revolucionó la historia: el Verbo se hizo carne. La Palabra infinita e inalcanzable se hizo carne frágil y limitada. En griego diríamos que el Logos se convirtió en sarx. Hablar de la carne es hablar de la fragilidad de la experiencia humana; el evangelio nos está diciendo que Jesucristo, el Logos, asumió plenamente nuestra humanidad.
Decir que el Verbo se hizo carne era una bofetada intelectual para los judíos y los griegos por igual; lidiar con estos dos conceptos les parecía a ambos algo absolutamente contradictorio. Teología judía y filosofía griega se encuentran de frente ante el misterio de Cristo.
Decir que el Logos se hizo sarx es una afirmación particularmente escandalosa para grupos como los docetistas que amaban la idea de Cristo como Logos eterno, pero no toleraban la idea de que Jesús hubiera sido verdaderamente humano. Esos grupos son los mismos “anticristos” a los que se dirige Primera de Juan: «Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, procede de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no procede de Dios; y éste es el espíritu del anticristo» [1 Juan 4:2-3].
Todo lo que dije hasta ahora fue una explicación de las primeras 5 palabras del versículo: «El Verbo se hizo Carne». Ya entendimos el telón de fondo, así que nos metemos en el resto del versículo.
Ese Verbo hecho carne, dice el cuarto evangelio, «habitó entre nosotros»; la palabra griega que se usa acá es ἐσκήνωσεν y literalmente se debería traducir como “puso su tienda entre nosotros”. Esta palabra nos trae un eco del Antiguo Testamento: después de salir de Egipto, mientras andaban por el desierto, Dios puso su tienda, su tabernáculo, en medio de su pueblo. En ese sentido, Jesús es el nuevo tabernáculo de Dios entre nosotros.
Pero hay otro juego de palabras acá, porque esta palabra griega que significa “puso su tienda” está relacionada con el verbo hebreo shakan, de donde viene la palabra Shekinah, que se usaba precisamente para hablar de la presencia de Dios. En otras palabras, Jesús no solo es el tabernáculo, sino que también es la mismísima presencia de Dios. El Verbo se hizo carne y puso su tabernáculo y su Shekiná entre nosotros.
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Después el versículo dice: «Y vimos su gloria». Acá se usa la primera persona del plural: “Nosotros” vimos su gloria. En este evangelio y en las cartas de Juan aparece una y otra vez la importancia del testimonio de los apóstoles: «Vimos su gloria» (Juan 1:14), «Hablamos lo que sabemos, y testificamos de lo que hemos visto» (Juan 3:11), «lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos, […] eso os anunciamos» (1 Juan 1:1-3). Para los primeros cristianos era muy importante dejar en claro que ellos no se habían inventado a la historia de Jesús: solo eran testigos que contaban la Buena Noticia que habían visto, oído y tocado.
El versículo sigue con una referencia a la «gloria como del unigénito del Padre». Acá hay otro guiño a la gloria de Dios en el tabernáculo del desierto; era exactamente la misma gloria que los discípulos veían cuando miraban a Jesús. El Prólogo dice que Jesús es el Unigénito del Padre. En griego: μονογενοῦς παρὰ πατρός. Jesús es Hijo de Dios, pero de una manera única, especial, no en el mismo sentido en el que yo puedo decir que soy hijo de Dios. La idea de Dios como Padre es algo esencial en este evangelio; si en Marcos, Jesús habla de Dios 4 veces como Padre, y en Lucas habla 6 veces, a lo largo de todo el evangelio de Juan, Jesús habla de Dios como Padre 107 veces.
Y llegamos a la última declaración de este versículo: Cristo estaba «lleno de gracia y de verdad». Por si aún no quedara claro, el evangelio de Juan nos regala un último guiño al Antiguo Testamento. Esas dos palabritas, “gracia” y “verdad”, son las mismas que leemos en Éxodo. Cuando Moisés subió al monte Sinaí para recibir las tablas de la Ley, Dios pasó por delante de él diciendo: «¡Jehová! ¡Jehová!, fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad» (Éxodo 34:6). Los mismos atributos que Dios le reveló a Moisés en el Sinaí —en hebreo: Hésed (חֶסֶד) y Emet (אמת), su gracia y su verdad— son los mismos atributos que veían los discípulos cuando miraban a Jesús.
Cristo revela completamente el carácter de Dios y al mismo tiempo, paradójicamente, encarna la verdadera humanidad. El Dios que creó el universo, el Dios del tabernáculo y del monte Sinaí, el Dios con el que soñaban los filósofos griegos y del que hablaban los traductores arameos se hizo carne y habitó entre nosotros.
En un solo versículo, el evangelio de Juan nos habla de un montón de doctrinas cristianas importantísimas: nos habla de la Creación del mundo, la encarnación de Jesús y su rol como mediador entre Dios y la humanidad; nos resume el misterio de que Cristo fue 100% divino y 100% humano; nos sugiere la relación entre la fe de Israel y la fe de la Iglesia; nos explica que podemos confiar en el testimonio de los evangelios y también algo sobre antropología cristiana; nos da el Logos como ejemplo de cómo conectar la fe cristiana con las ideas y expectativas de una cultura; y nos habla de la gloria y el carácter de Dios y de cómo estas cosas transforman a los que creen en ellas.
Notas
Todo eso en 23 palabras. Por eso creo que Juan 1:14 es el versículo más importante de toda la Biblia.
1 Καὶ ὁ λόγος σὰρξ ἐγένετο καὶ ἐσκήνωσεν ἐν ἡμῖν, καὶ ἐθεασάμεθα τὴν δόξαν αὐτοῦ, δόξαν ὡς μονογενοῦς παρὰ πατρός, πλήρης χάριτος καὶ ἀληθείας.
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