Los movimientos espaciales del Sol, la Luna y la Tierra continúan separando los días de las noches, tal como ordenó al principio el Creador.
El primer libro de la Biblia pone en boca del Creador estas palabras: “Dijo luego Dios: Haya lumbreras en la expansión de los cielos para separar el día de la noche; y sirvan de señales para las estaciones, para días y años” (Gn. 1:14).
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Así fue y así continúa siendo todavía hoy. Nuestro actual sistema de contar el tiempo proviene de la observación del movimiento de los astros que viene realizando el ser humano desde la noche de los tiempos.
Se sabe que los antiguos astrónomos-astrólogos de Babilonia usaban ya las semanas, los meses y los años, como nosotros hoy, gracias a su atento escrutinio del firmamento.
Un año es el tiempo que tarda la Tierra en dar una vuelta alrededor del Sol, mientras que un día es lo que requiere nuestro planeta para dar un giro completo sobre su propio eje.
Al primer movimiento se le llama traslación y al segundo rotación. Pero, ¿de dónde salen las semanas y los meses? Pues de ese pequeño astro que la Escritura llama la “lumbrera menor”, es decir, la Luna.
En efecto, los meses derivan del tiempo que transcurre para que se complete un ciclo completo de las fases lunares (las más importantes son Luna Nueva, Cuarto Creciente, Luna Llena y Cuarto Menguante).
Estas cuatro fases, que son las diversas formas en que la cara lunar que mira a la Tierra es iluminada por el Sol, corresponden a los momentos precisos en que las direcciones Tierra-Luna y Tierra-Sol forman ángulos de 0º, 90º, 180º y 270º respectivamente.
Semejante ciclo completo puede observarse desde cualquier lugar de la Tierra, se repite cada 29 días, 12 horas, 44 minutos y 3 segundos aproximadamente y se le llama “período sinódico”.
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Por tanto, si el ciclo completo de las fases lunares da lugar al mes, el tiempo que tarda la Luna en pasar de una fase a la siguiente da lugar a la semana de 7 días.
De manera que los movimientos espaciales del Sol, la Luna y la Tierra continúan separando los días de las noches y siguen constituyendo señales para las estaciones, para días y años, tal como ordenó al principio el Creador.
Aunque a lo largo de la historia el ser humano ha intentado cambiar semejante ordenamiento divino, lo cierto es que nunca lo ha logrado. El famoso calendario republicano que procuró instaurar la Revolución Francesa, sólo se mantuvo unos 14 años (entre 1792 y 1806).
Se pretendió cambiar las semanas de 7 días por semanas de 10 días, con el fin de eliminar del mismo las referencias religiosas, pero fue un fracaso total.
Se trataba de un calendario descuadrado con el ciclo lunar y por tanto incompatible con los ritmos agrícolas de la siembra y la cosecha.
Además, resultó muy impopular porque otorgaba menos días de descanso a los trabajadores, ya que era festivo sólo uno de cada diez, en vez de uno de cada siete.
Finalmente, Napoleón lo abolió y aunque se volvió a implantar fugazmente después de la muerte del emperador, por último desapareció y hubo que volver al sistema cósmico tradicional.
La racionalidad y conveniencia del antiguo mandamiento divino: “seis días trabajarás, y al séptimo día reposarás” (Ex. 23:12) seguía imponiéndose al ser humano.
Los nombres dados a los días de la semana derivan también de los astros que pueden observarse en el firmamento. Fueron los romanos quienes los denominaron así en honor de algunos de sus dioses.
Por ejemplo, el lunes viene de la Luna; el martes de Marte; el miércoles de Mercurio; el jueves de Júpiter y el viernes de Venus. Al principio, el sábado era el día de Saturno y el domingo el del Sol.
Sin embargo, posteriormente el cristianismo dedicó el sábado al shabat hebreo y el domingo al Señor (Dominus). Curiosamente, en inglés aún siguen siendo Saturday y Sunday, mientras que en alemán es Samstag y Sonntag.
La Tierra tarda aproximadamente 365 días y 6 horas en dar una vuelta completa alrededor del Sol. Si se tuvieran que contar los años con semejante precisión, se complicaría mucho el calendario.
Por eso se desprecian esas pocas horas y cada cuatro años se añade un día más al año (366 días). Se trata de los llamados “años bisiestos”.
A pesar de este ajuste, sigue existiendo una cierta falta de correspondencia exacta ya que, en realidad, el año que marca el inicio de las estaciones (llamado año trópico, tropical o solar) dura un poco menos de 365 días y 6 horas.
El año trópico es el tiempo que pasa entre dos pasos sucesivos del Sol por el primer punto de Aries y suele durar exactamente 365.2422 días.
Tal es la razón por la que el antiguo calendario instaurado por Julio César, en el año 46 a. C., y denominado en su honor “calendario juliano”, llegó a desfasarse hasta diez días en el año 1582 d. C. respecto a la efemérides astronómica.
El papa Gregorio XIII, aconsejado por los astrónomos, tuvo que reformarlo en ese mismo año, introduciendo su nuevo “calendario gregoriano” que es el mismo que se utiliza hoy.
Lanzó un decreto por medio del cual se eliminaban estos diez días de decalaje, que se habían venido acumulando desde la antigüedad, de un solo plumazo. Al jueves 4 de octubre de 1582 le siguió el viernes 15 de octubre de 1582 y asunto zanjado.
Los países católicos adoptaron pronto el calendario gregoriano, sin embargo los ortodoxos, anglicanos y protestantes no lo hicieron hasta mucho más tarde. En Inglaterra, Gales, Irlanda y las colonias británicas, este cambio de calendario no se produjo hasta 1752.
Se cuenta que el astrónomo luterano alemán, Johannes Kepler (1571-1630), manifestó en cierta ocasión que prefería estar en desacuerdo con el Sol, antes que estar en consonancia con el papa.
Me cuesta creer que Kepler, un astrónomo racional, dijera algo así. Además, en la notable biografía que escribió Arthur Koestler no se menciona absolutamente nada al respecto.[1]
Sea como fuere, lo cierto es que en Rusia, el calendario gregoriano no se aceptó hasta después de la Revolución de octubre de 1917 y todavía hoy existen unas pocas comunidades ortodoxas que se sigue rigiendo por el calendario juliano.
La regla matemática que se creó para determinar cuáles debían ser los años bisiestos del calendario gregoriano es ciertamente un tanto enrevesada.
Al principio, se consideró que serían años bisiestos todos aquellos cuyo número fuera divisible entre 4, excepto los años del final de cada siglo (finiseculares) que no fueran divisibles por 400.
Estos años finiseculares serían, por ejemplo, 1600, 1700, 1800, 1900, 2000, 2100, etc., todos divisibles entre 4. Pero no todos se pueden considerar bisiestos porque no todos son divisibles también entre 400.
De hecho, de esta serie de años finiseculares solamente son bisiestos (o divisibles entre 400) el 1600 y el 2000. Los demás no lo son y ya no habrá ningún finisecular bisiesto hasta el año 2400.
Semejantes triquiñuelas matemáticas se hicieron para adaptar el calendario gregoriano al movimiento real de la Tierra.
En fin, aparte de estos ajustes menores, lo cierto es que la visión de los astros desde la Tierra ha sido siempre fundamental para medir el tiempo y ordenar la vida humana.
Además, el firmamento es la tarjeta de presentación de Dios, que nos permite reflexionar, conducir nuestros pensamientos a la trascendencia y adquirir sabiduría.
Tal como escribió el salmista: “Enséñanos de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría” (Sal. 90:12).
1. Koestler, A. 1985, Kepler, Salvat, Barcelona.
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