Pondrás tu mano... y degollarás

He puesto lo del título, un poco a lo bruto, por varias razones. Durante siglos, éste fue el modo externo, simbólico, de la santidad (y justicia) del oferente en el pueblo de Israel (el pueblo de Dios). Cuando traes sacrificio animal, pones la mano sobre la cabeza, eso es simbólico, y luego tienes que degollarlo, que muy simbólico no es. (Si era tórtola o palomino, se lo dabas vivo al sacerdote, y él se apañaba.)

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Como sabemos que de este pueblo, de la mayoría no se agradó Dios, (cosa dicha por Dios mismo) me referiré al oferente como adorador, término que incluye a todos de forma visible, así me evito el de creyente (que lo reservo para los redimidos, el resto, los elegidos).

El oferente trae el animal, según convenga al rito, delante del santuario, (no se podía hacer en otro sitio, sin caer en severo juicio), pone su mano sobre la cabeza, y lo tiene que degollar él mismo. Los que saben de esto, nos dicen que la palabra matar no sería buena, pues lo que se dice es desangrar. Pero, y esto es curioso, entre todas las prescripciones rituales de la Ley, no se dice cómo hacerlo. Lo que sí se remarca es que el adorador tiene que ser santo ritualmente. No se acepta el que tenga alguna impureza ritual, lo mismo que tampoco se admite un animal inadecuado. Cristo crucificado, en quien se cumplen todos los ritos, no puede ser ofrecido por cualquiera, o para cualquiera, ni de cualquier manera. (Me parece que esto se debería tener en cuenta en los conceptos de “evangelización”, pero no creo que interese mucho.)

Después de efectuado este acto, intervenía el sacerdote, tomando la sangre del animal, y realizando el rito pertinente con ella, y también tratando el cuerpo del animal como correspondiere al tipo de sacrificio (desollando, despiezando, quemando, separando una parte para él, otra para los oferentes, etc. Todo sacerdote no sólo debía ser buen conocedor y enseñante de la Ley, sino buen carnicero).

Subrayo este aspecto, porque tiene gran relevancia sobre la teología cristiana posterior. Que el Cristo sufrió en su muerte, nadie lo duda, pero la idea de sufrimiento no se encuentra en ningún ritual de la Ley. (Si acaso, salir de un sufrimiento, la esclavitud de Egipto, con la Pascua.) Sin embargo, el sufrimiento ha quedado unido a la doctrina de la justicia, y, sobre todo, a la de santidad y santificación (mártires, monacato...).

El sufrimiento no tiene ningún valor ritual. Por los datos judaicos sabemos que al animal se le aplicaba una “muerte dulce”, desangrado. Lo importante era la sangre (alma, vida), pero no la manera de llegar al sacerdote para aplicarla dentro del santuario. El animal cumplía su función sin necesidad de sufrir. No se lo desangraba a pinchazos, pellizcos, y rasguños (hazle tú eso a un novillo o carnero... habría más oferentes muertos que animales). Tampoco parece que las primicias de los frutos y cosechas se recogieran a palos, para que “sufrieran”. La santidad por el sufrimiento, sólo es anunciada en la “ley” y el “evangelio” del que fue derrotado en la cruz. La santidad por medio de sufrimientos meritorios, eso es del otro evangelio, no del que anuncia nuestro Pablo, explicando la Ley.

Que Cristo sufrió, que su pueblo sufre, que hemos sido sanados por su llaga, que llegamos al final a través de muchas tribulaciones, etc., no seré yo quien lo niegue; pero colocar la obra de redención, el perdón de pecados, etc., en una suma de sufrimientos, eso ha supuesto en la historia una suma de desviaciones y doctrinas de demonios. Lo que sea la expiación (con su gran día anual), lo que sean los sacrificios por el pecado, por la transgresión, holocaustos, ofrendas de paz, etc., por supuesto las primicias de cosechas, Pascua, tabernáculos, etc., nada tienen que ver con sufrimientos de alguna víctima. El sacerdote ofrece la sangre, no el sufrimiento. Y en la casa, la Pascua o los pacíficos, se comen en la comunión con Dios, comunión de paz, no de sufrimientos que puedan sumarse.

Empiezas sumando sufrimientos, y méritos, y virtudes, y ya tienes al papado. Ya viene la procesión, con el cristo de película, y las vírgenes “dolorosas”. Y el purgatorio con la bolsa llena, a costa del sufrimiento. Curioso: una adecuada comprensión de la Ley, destroza, rompe la boca, somete, la pretensión de la salvación por las obras.

Una nota sobre otra idea de la Ley. Se supone que el Dios del Antiguo Testamento es uno de rayos y martillazos. Y se ponen algunos casos. El que quiso sostener el arca de la alianza; los dos hijos de Aarón, que ofrecieron fuego extraño, y fueron muertos por fuego. Y alguno más. Pero la realidad es que los escritos de Moisés, y toda la historia de Israel, muestran a un Dios lento para la ira, paciente y misericordioso.

El canto siempre es (y sigue con nosotros): Si no es por la misericordia de nuestro Dios, ya habríamos sido consumidos. Un par de ejemplos de cómo Dios es paciente, y no da el golpe sino a largo tiempo.

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Ya indicamos que los sacrificios u ofrendas se tenían que traer al santuario, de lo contrario se consideraba gran crimen. Pues, bien, las diez tribus de la separación (el llamado reino del norte, o Israel, frente a Judá, del sur), durante toda su existencia como reino, no cumplió este requisito (peor aún, levantaron dos santuarios según su imaginación), y Dios los siguió considerando su pueblo, bajo los ritos adecuados que él mandó. (De esto, d. v., charlamos un poco la próxima semana.)

Cada siete años se manda que la tierra quede en sábado. No se podía sembrar ni cosechar; las primicias ya incluían esta situación. Pues esto nunca se cumplió, ni en el sur ni en el norte. Y Dios tardó más de cuatrocientos años en darles una bofetada y llevarlos a Babilonia.

Si quieres ver en la Ley un medio de justicia o santificación, mira bien qué obras andan por ahí. Las obras mejorcitas, como trapos de menstruo. Yo, yo soy tu Dios, que perdono tus pecados, y no me acordaré más de ellos. Este Evangelio de la cruz, se anuncia en la Ley. Mira bien.