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El final trágico de Ernest Hemingway

El mismo éxito lo fue llevando, inexorablemente, al punto de sentirse una persona para la que vivir ya no tenía sentido.

EL ESCRIBIDOR AUTOR 45/Eugenio_Orellana 28 DE MAYO DE 2023 13:00 h
El escritor Ernest Hemingway./Wikimedia, CC 3.0

Antes de las siete de la mañana de un domingo 2 de julio de 1961,el escritor se despierta en su casa de campo en Ketchum, Idaho, y se levanta. Se viste con una bata (la llama “la túnica del emperador”), sale de la habitación donde estaba con su esposa, Mary Welsh Hemingway, y se dirige al lugar donde tenía guardadas sus armas, agarra una, toma asiento y apoya la frente contra los cañones.



(Darío Brenman, Ernest Hemingway y las hipótesis sobre su suicidio).



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El suicida, por lo general, es silencioso. El homicida, en cambio, es bullanguero. El suicida está enfrentado consigo mismo y con una realidad íntima que termina por resultarle inmanejable; el homicida, en cambio, tiene sus pensamientos y sus intenciones enfocados en otros.



En el suicida, no hay ira sino frustración, un alto grado de depresión, una incapacidad de ver más allá de la oscuridad que lo envuelve una luz que señala el final de ese túnel tenebroso que lo agobia; en el homicida hay ira, un fuerte síndrome destructivo; destructivo de vidas y cosas. En ambos casos, los horizontes se reducen hasta desaparecer y, en la misma proporción, adquiere dimensiones obnubilantes esa fuerza fatal de morir, o matar.



Cuando Anastasio, el marido de Isabelina de mi cuento “Las corbatas de Isabelina” decidió quitarse la vida, lo hizo en total confidencialidad. Ni antes de colgarse de la lámpara de lágrimas ni después que encontraron el cuerpo, se pudo identificar el punto exacto en que el disparador gatilló el percutor para que una idea se transformara en un hecho.



¡Un hecho trágico! La nota que escribió Anastasio, más que explicar las razones, dejaba una serie de interrogantes que solo podrían responderse mediante conjeturas. “Me voy”, escribió, “en busca de un mundo mejor. Quizás no sea la manera más convencional de llegar a él, pero ¿y si me va bien?... Que todos ustedes descansen en paz que yo voy en busca de lo mismo”. 



No todos los suicidas dejan notas explicativas, lo que hace más compleja la situación, de por sí engorrosa.



Anastasio estaba hastiado de la vida; había nacido con un signo negativo (–), de ahí que su paso por el mundo haya sido a tropezones; chocaba con todo: personas, cosas, ideas. Todo le salía mal; tan mal, que hasta su decisión de casarse con Isabelina fue un error.



Ella fue vertiendo en la copa de la vida de su marido gotas amargas una tras otra hasta que el vaso se rebalsó con la consecuencia ya sabida: muerto el perro, fin de la rabia.



Ernest Hemingway se suicidó. Suena duro al decirlo así. Cuatro palabras y 24 letras. Y aunque al principio se procuró desviar la atención del mundo que consternado se preguntaba por qué, utilizando una versión manipulada para disimular la tragedia, pronto se supo que Hemingway se había quitado la vida intencionalmente.



Para escribir el ensayo sobre “El viejo y el mar” buscamos entre lo mucho que se ha dicho sobre el célebre escritor para, como otros tantos, tratar de entender las circunstancias que lo llevaron a hacer tan trágica decisión. Y encontramos en un estudio llevado a cabo por el doctor Christopher D. Martin, miembro del Departamento de Psiquiatría de la Escuela de Medicina de Baylor College, Texas lo que, aparentemente, podría darnos la respuesta.



Por considerar que lo expuesto en el documento del Dr. Martin es un análisis serio, no especulativo sino que ofrece atisbos creíbles para entender el caso, lo tomamos en sus partes medulares.



Sin embargo antes, un acercamiento nuestro a la tragedia que viven muchos niños, víctimas de padres que víctimas a su vez de sus propios traumas traídos desde su propia niñez, no tienen la capacidad de superarlos cuando les corresponde formar a sus propios hijos. Y hacen de ellos suicidas u homicidas en potencia.



Al escribir esto, me viene a la memoria un caso trágico ocurrido a pocos metros de nuestra casa. Un padre, furioso y fuera de sí por una maldad de niño que había hecho su pequeño hijo, lo golpeó hasta matarlo.



Dice el Dr. Martin que el suicidio de Hemingway se ubica en un trauma que habría sufrido en su infancia.



Su madre —quizás habiendo querido que ese bebé que acababa de llegar al mundo hubiese sido una mujercita—, lo vestía con ropa de niña y empezó a llamarlo “mi pequeña muñequita holandesa”.



A ella le hacía gracia sin duda y a Hemingway quizás no le importaba mucho aunque, sin él darse cuenta, se fue creando en su psiquis un complejo que habría de explotar estruendosamente más tarde.



El padre, por su parte, era maestro en los comportamientos agresivos al punto que cuando su hijo tenía cuatro años, empezó a enseñarle el uso de las armas de fuego. Las armas de fuego habrían de tener una historia trágica dentro de la familia porque Hemingway no fue el único que se quitó la vida de un disparo de escopeta.



Su padre lo hizo en 1928, su hermano menor, Leicester lo hizo en 1982 y su nieta, la actriz Margaux Hemingway, en 1996.



Dicen las crónicas que Hemingway detestaba a su madre; la acusó de ser la causante del suicidio de su padre y cuando se tenía que referir a ella, lo hacía en términos que revelaban el odio que le tuvo siempre.



A lo largo de su vida de escritor, Hemingway lo ganó todo. Por la novela “El viejo y el mar” recibió en 1953 el premio Pulitzer, el más prestigioso que en los Estados Unidos se concede por logros en periodismo, literatura y composición musical.



Un año más tarde, la Academia Sueca le otorgó el Nobel de Literatura por su obra literaria global. Tuvo fama, los amigos que quiso, disfrutó de la vida como suelen hacerlo los que logran hacerse de una fortuna excepcional, viajó, ejerció de corresponsal de guerra y se casó todas las veces que quiso.



Pero ese mismo éxito lo fue llevando, inexorablemente, al punto de sentirse una persona para la que vivir ya no tenía sentido. A menos que dejen una nota clara, extensa y explicativa confesando sus frágiles intimidades, poco se logra saber cómo afectaron al suicida hechos de su infancia.



La agresividad de su padre se hizo realidad en la vida de Hemingway. La indolencia de su madre lo hizo a él un indolente sin causa; o con causa, que es todavía peor.



El Dr. Martin termina diciendo, en los apartes que hemos tomado de su estudio:



“Si nuestros padres son la vara con la que nos medimos, vivir a la sombra de un padre suicida equivale a viajar por una carretera llena de baches en un camión cargado de nitroglicerina”.



“Y ustedes, padres, no hagan enojar a sus hijos, sino críenlos según la disciplina e instrucción del Señor” (Efesios 6.4).



 



“El viejo y el mar”



(Ficción sobre ficción)



Aunque lo creían ya acabado, el viejo sabía de lo que aún era capaz.



El bote y él eran compañeros inseparables; de tanto andar juntos, el dúo se había convertido en un trío: él, su bote y el mar.



A lo largo de los años, su buen olfato de pescador le había provisto de una fama envidiable. Todos lo reconocían como un amo y señor de las aguas profundas. Con el producto de su trabajo logró construir su casita cerca de la playa. Desde allí acostumbraba a platicar con las olas y preguntarle al viento por sus correrías incesantes. Tirado en su camastro o sentado ante la mesa de su modesto comedor mantenía largos monólogos y leía todo lo que le venía a la mano.



Para él, su amigo el mar no tenía misterios. Lo que sí le resultaba un enigma que lo mortificaba era darse cuenta de que, últimamente, salir a pescar le estaba resultando una experiencia desalentadora. Iba con la expectación rebosando y volvía con el bote vacío.



Quien más reclamos le hacía no era tanto su auto estima como su orgullo aunque aquélla, poco a poco, se volvía mustia y perdía su apresto; por eso, cuando los demás pescadores de la caleta —que habían aprendido a quererlo y a respetarlo— empezaron a expresarle con una que otra sonrisita burlona sus sospechas de que ya como pescador estaba acabado, algo dentro de él se revolvió como animal herido.



“Saldré”, se dijo, “y volveré con el pez más grande que jamás nadie aquí haya logrado pescar”.



Y, con los mismos aparejos de siempre pero con una determinación renovada, se hizo a la mar.



Después de días y noches buscando lo que le devolviera el respeto de la caleta, logró dar con lo que quería. Un pez espada de dimensiones colosales y de fuerza descomunal mordió el anzuelo transformándose en la presa que reivindicaría su buen nombre.



Trató de subirlo al bote pero la fuerza del pez y sus intentos desesperados por recuperar su libertad no se lo permitieron, así es que se dispuso a “arrastrarlo” hasta la orilla.



En este punto bien pudo empezar a tomar forma la moraleja que quizás nació y creció en la mente de Hemingway mientras escribía la novela; moraleja que no deja de enseñarnos que el mérito no está tanto en conseguir el premio —por más justo que sea ir tras él— sino en el empeño y en la persistencia que se puso para alcanzarlo. Trabajar duro en la vida produce sus beneficios, sea grande o pequeño lo que quedó al final como recompensa. En el caso del viejo, la larga y azarosa jornada de regreso significó que la suya fuera desapareciendo poco a poco. Los depredadores insaciables, atraídos por la sangre del pez cautivo que iba tiñendo las aguas, dieron cuenta de él tras sucesivas embestidas y furiosas dentelladas.



Cansado de tanto luchar por defender lo que ya era suyo pero satisfecho, el viejo llegó a tierra. Aun dentro del bote, se volvió para mirar lo que había quedado del pez. Su única reacción fue una sonrisa y un pensamiento que no transformó en palabras:



“¡Vaya! ¡No estuvo tan mal después de todo!”



Alzó la mirada y la dirigió a la inmensidad del océano. Volvió a sonreír y a decir, con voz sin voz:



“¡Te portaste bien, amigo mío! ¡Sabía que no me podías fallar!”



Cuando se aprestaba a sacar del agua ese enorme esqueleto y llevárselo para colgarlo como trofeo en algún lugar de su cabaña, lo sorprendió el estallido de una bomba de risas, palabras amables, gritos de júbilo y aplausos. La caleta en pleno se había reunido para presenciar su llegada.



No fueron necesarias palabras ni explicaciones para que todos comprendieran que en la disputa por defender su honor, el viejo había ganado. Mirando a todos y a nadie en específico, esbozó su sonrisa, alzó la mano como diciendo “¡Gracias! ¡No es nada!” y a pasito lento se dirigió a su cabaña.



A nadie le había quedado duda que el viejo tenía aún lienza para rato.



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“El viejo y el mar”, novela de Ernest Hemingway escrita en 1951, publicada en 1952 y traducida a 41 idiomas, fue llevada al cine en 1958 con Spencer Tracy como actor principal.



Para hacer de ella una película se usaron escenarios en Cuba, Perú, Panamá, Nassau y Hawái. Por “El viejo y el mar” Hemingway obtuvo en 1953 el Premio Pulitzer; y por su obra completa, el Nobel de Literatura un año después.



Nacido en Oak Park, Illinois el 21 de julio de 1899, Ernest Miller Hemingway falleció por auto eliminación en Ketchum, Idaho, el 2 de julio de 1961. Tenía 62 años.


 

 


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